Dios no es un objeto que pueda ser motivo de estudio. Él es transcendente, inimaginable e inconcebible para nuestro corto entendimiento. En esto consiste la santidad de Dios, en su transcendencia e inaccesibilidad. Solo podemos tener acceso a Él si se autocomunica, y esto es precisamente lo que ha hecho Dios; al manifestarse, lo hace según su naturaleza, mostrándonos lo que Él es. En el “Magníficat” proclama María la santidad del Nombre de Dios, y en el “Padre nuestro” el mismo Señor nos invita a pedir que sea santificado el Nombre de Dios. Deseo que expresa con vehemencia Jesús mismo al entrar en Jerusalén para consumar su obra: “Padre, glorifica tu Nombre” (Jn 12,28). Es por ello importante conocer la importancia que tiene el Nombre de Dios.
Han sido dos las grandes manifestaciones de Dios: la Creación y la Redención. La Creación es la autodonación de Dios a lo que no es Él. El hecho de que cree con la palabra nos revela algo de su naturaleza, puesto que la palabra es intento de comunicación, deseo de comunión y, dado que para que sea comunicación requiere la palabra de un receptor capacitado para comprender y responder, podemos entender que el objeto de la Creación no es otro que el ser humano. Pues siendo una obra innecesaria —ya que Dios nada necesita— lo único que la justifica es la voluntaria entrega de Dios a su criatura. De este modo nos revela su ser personal, dado que la esencia de la persona es su relacionabilidad, lo que nos deja una puerta abierta en la transcendencia de Dios para comprender su carácter personal, remitiéndonos al misterio del Dios Uno y Trino.
Pero a Dios lo hemos conocido sobre todo, en lo que nos es dado a conocer, en su ministerio redentor; Dios mismo en persona, porque cuando se muestra lo hace según su ser personal. De este modo se muestra a Abrahán y a los patriarcas como un Dios amigo que entra en comunicación con sus amigos; un Dios personal para las personas. Con Moisés se mostrará interesado por la suerte de su pueblo, libertador y salvador. Pero hará mucho más al darle a Moisés un Nombre con el que poder ser nombrado pero que mantiene su inaccesibilidad. Porque el Nombre que da a conocer a Moisés es y no es un Nombre, puesto que si el nombre, šem en hebreo indica la naturaleza de la cosa nombrada, el Nombre de YHWH —Yo soy— indica no tanto lo que Dios es —que permanece misterioso— cuanto lo que Dios hace —su presencia en todo instante. Él está presente en todo momento, lo abarca todo, nada escapa a su control. De este modo confirma a Moisés en su misión para que no tema, porque en cualquier circunstancia Él está. De manera semejante a como Jesús reconforta a sus discípulos en dificultades: “¿Por qué tenéis miedo? Yo soy”.
la verdadera dimensión de Dios es la cruz de Cristo
En otras circunstancias se negará a revelar su Nombre, como hace con Jacob (Cf. Gn 32,30) o con Manóaj (cf. Jc 13,18), porque su Nombre es misterioso. Nadie puede conocer el Nombre de Dios, como nadie puede lograr la comprensión de su ser. Por esta razón la Escritura se muestra tan insistente en la prohibición de que el hombre se forje una imagen de Dios, puesto que Dios no es como podemos imaginar, sino como se nos muestra. El hombre es un fabricante de ídolos, ya que constantemente ha ido pensando a Dios según sus criterios humanos. Pero “los pensamientos de Dios no son los nuestros”; por eso, todas las religiones inventadas por los hombres no alcanzan a Dios sino a sus ídolos. Es exclusivamente Dios el que revela su Nombre mostrándose cómo es en la historia de los hombres.
Dios, pues, se da a conocer en las gestas maravillosas que realiza en favor de los hombres; en ellas muestra su Nombre para que pueda ser glorificado por todos. Entre las muchas gestas de Dios, una resalta de modo particular. Aquella por la que Dios se tomó un pueblo para sí, lo rescató, lo preservó e hizo una Alianza estable con él en el Sinaí. Israel conmemora continuamente esta proeza admirable de Dios, con la que mostró su Nombre para ser glorificado.
Aquí nos deja vislumbrar algo de su ser: Dios se dona por pura iniciativa suya a un pueblo que no le conocía, que no era siquiera pueblo, para hacer de él una nación santa, haciéndola partícipe de su santidad como su propiedad personal, estableciendo una comunión de amor, de tal naturaleza que los profetas no dudarán de calificar como relación matrimonial.
Pero la manifestación más clara de Dios a los hombres no la ha hecho a través de locuciones y de visiones a sus siervos los profetas, sino que Él mismo, en persona ha tomado nuestra carne y se ha manifestado personalmente a nosotros. Jesús es la Palabra hecha carne que nos da a conocer la versad sobre Dios, puesto que “a Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Jesús, pues, viene a revelar el nombre de Dios y a glorificarlo, como mostrábamos al principio. Porque Él va a realizar la gesta maravillosa por encima de cualquier otra, por la que va a ser glorificado el Nombre de Dios. No viene ya a liberar a un pueblo de la servidumbre de otro pueblo, sino que va a rescatar a la humanidad entera de la esclavitud del pecado a la que la tenía sometida el diablo por el miedo a la muerte.
el Eterno se ha hecho tiempo y habita entre nosotros
Dios en Cristo va a mostrar el verdadero ser de Dios y a revelar su Nombre “porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). El himno de la carta a los filipenses nos dice algo sobre la naturaleza de Dios porque Cristo “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,6-9). Y es que Dios es amor, total vaciamiento y don de sí. Por eso se muestra en la cruz de Cristo en su verdadera dimensión; la imagen más clara del ser de Dios es la cruz de Cristo. Por eso Él afirmará: “Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo Soy” (Jn 8,18).
Ahora ya puede el hombre forjarse una imagen verdadera de Dios, que no es producto del pensamiento humano, pues ¿quién podría pensar que Dios era don total de sí? ¿Quién habría de imaginar que Dios se humillara de tal modo para hacerse servidor de su ingrata criatura? Moisés no lo sospechó siquiera y creyó que Dios no se iba a rebajar en dar agua a un pueblo tan rebelde e impertinente como era Israel, por ello golpeó dos veces la roca de mala gana; pero Dios no es como creía Moisés, sino que se abajó y accedió a los deseos del pueblo sacando agua de la roca.
Dios no es como imaginaban los judíos de entonces y de ahora, el Eterno el Innombrable, el tres veces santo. Dios es así pero el Eterno se ha hecho tiempo y habita entre nosotros, nos ha dado un Nombre con el que podamos invocarle como Padre y su santidad, aquello que lo distingue de todo no es otra cosa que el Amor. Y esto es el Amor, que se revela en el misterio de la Santísima Trinidad: vaciamiento total del Padre que se donó sin reservas al Hijo; Hijo que nada tiene como propio sino que todo lo recibe del Padre y devuelve al Padre en un eterno intercambio de amor, y el Amor mismo que es el Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo.
Este Amor es el que se nos ha manifestado tanto en la Creación como en la Redención y nos ha manifestado, al mismo tiempo, la verdad sobre Dios y sobre el hombre que, creado a imagen y semejanza del Amor, está llamado a amar como es amado, con el vaciamiento de sí mismo y el don al otro, ya que todo lo ha recibido para darlo todo. Pues la vida no se nos ha dado para guardarla y enterrarla, como al siervo holgazán de la parábola, sino para negociar con ella, arriesgarla y darla con el fin de recobrarla de nuevo. Este es el don que reciben los que creen en Él: el dar la vida voluntariamente, porque tienen poder para darla y poder para recobrarla de nuevo (cf. Jn 10,18). Así cumplen el mandato de Dios: “Sed santos porque yo soy santo” (Lv 19,2).
Ramón Domínguez