La santidad es una característica de la Iglesia confesada en el Credo de los apóstoles, y una de las llamadas “notas” de la Iglesia (unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad) según el Credo de Nicea-Constantinopla. Estas cuatro notas deben considerarse propiedades esenciales u objetivas que la Iglesia tiene por su misma naturaleza. Se dan en todas sus etapas y fases, tanto durante la historia (Iglesia peregrinante, purgatorio y cielo), como en el Reino definitivo, y están íntimamente vinculadas al sacramento de la Eucaristía.
Como se señala en el Catecismo de la Iglesia Católica, hay entre las notas una especie de reciprocidad, es decir, donde está una, están también las otras. De forma que la unidad no puede dejar de ser santa, católica y apostólica, lo mismo que la santidad no puede dejar de ser una, católica y apostólica, etc.
la perpetua asistencia del Espíritu Santo
Desde el punto de vista histórico, estas “notas” fueron surgiendo por la necesidad de clarificar la doctrina frente a determinados cismas. Concretamente, la santidad de la Iglesia fue declarada expresamente frente al gnosticismo que reservaba la santidad a unos pocos elegidos. Así pues las manifestaciones visibles de estas propiedades son también signos de su misterio, aunque no siempre sean evidentes en todos los momentos o aspectos de la Iglesia.
De hecho, estas propiedades de la Iglesia sólo pueden percibirse explícitamente desde la fe, precisamente porque pertenecen al misterio de la Iglesia, algo así como que los milagros que Cristo realiza sólo pueden comprenderse plenamente en la perspectiva de la fe cristológica. Fuera de la fe, estas propiedades de la Iglesia pueden suscitar cierta admiración, como sucede cuando se ven desde fuera las vidrieras de una catedral; pero solo con la iluminación interior puede verse la armonía y la plenitud del conjunto, con todo su esplendor y colorido. En la medida que alguien acepte la luz de la fe católica, puede persuadirse de la profunda verdad e interconexión de estas cuatro propiedades de la Iglesia, que ella posee en virtud del Espíritu Santo.
Cabría comparar estas cuatro notas (unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad) con la dignidad humana, la cual no puede perderse nunca, aunque puede haber circunstancias en que esté “herida” o amenazada, o no sea visible por diversos motivos, como por ejemplo si a la persona se la secuestra, se la tortura, o al menos no se le respetan sus derechos fundamentales. Su dignidad esencial le viene dada por Dios aunque la realización existencial de ella dependa de sí misma y de otros.
También podría evocarse –como hace San Cipriano al tratar de la unidad de la Iglesia–a la túnica inconsútil de Cristo (cf Jn 19, 23s), que conservó cuando los soldados le quitaron sus vestiduras exteriores. Algo semejante ocurre con la santidad. La Iglesia es santa en y por sí misma, con una santidad que no puede perder; y esta santidad es el marco para la santificación de los cristianos (no hay santos al margen del Misterio de la Iglesia). Por eso, propiamente hablando, aunque hay pecado “en” la Iglesia, no debería hablarse de pecado “de” la Iglesia, pues los pecados son siempre de las personas. La Iglesia acoge en su seno a pecadores para convertirlos y purificarlos.
vocación única y universal a la santidad
Ontológicamente, la Iglesia es “indefectiblemente santa” porque es la comunidad elegida por el Padre para llevar a cabo el misterio de voluntad (cf Ef 1,9), Cristo se entregó por ella y el Espíritu Santo la santifica a través de las “cosas santas” (es decir, de la fe y los sacramentos, sobre todo la Eucaristía), siendo la caridad la sustancia de esa santidad, y la Virgen María su tipo y modelo.
Por tanto, la santidad de la Iglesia -su atributo más antiguo y el que mejor expresa
su misterio- es ante todo un don de la Trinidad; la elección del Padre, la autodonación del Hijo y la insuflación del Espíritu son, pues, las fuentes de la santidad de la Iglesia.
En este sentido, porque la Iglesia es santa, los cristianos pueden ser llamados analógicamente “santos”, como aparece en el Nuevo Testamento (Cf. Hch 9, 13.32.41; Rm 8, 27; 1 Co 6, 1); no porque sean perfectos sino porque están llamados a serlo, a través de la llamada universal a la santidad.
La vocación a la santidad es, pues, única (no hay diversas “santidades”) y universal: se dirige a todo tipo de fieles, sean cuales fueran sus circunstancias (sean laicos o sacerdotes, vivan en el “mundo” o en comunidad religiosa, casados o solteros). No es patrimonio de una élite, sino finalidad común y deber de todo cristiano.
Siendo personal, de cada uno, la santidad cristiana no es nunca una santidad “individual” o independiente, sino que se sitúa y se desarrolla en el seno de la Iglesia. La santidad no es una idea ni un sentimiento, sino una participación de la vida divina que Dios dona y que pide la correspondencia de las personas.
Por tanto la santidad del cristiano, insertada y derivada de la santidad de la Iglesia, es propia de la persona. Como la persona tiene una dimensión social y eclesial, la santidad tiende a manifestarse y reflejarse en la vida de los cristianos. La santidad consiste en el crecimiento de la caridad en el alma, como semilla que fructifique, a partir de la escucha de la Palabra de Dios y el poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia. Otros medios principales son la participación en los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, la oración, el servicio a los hermanos y el ejercicio de todas las virtudes.
La manifestación de la santidad de la Iglesia en sus miembros es uno de los más fuertes y convincentes motivos que existen en nuestro mundo para conocer y creer en Dios. A esto hay que añadir que la santidad promueve el humanismo más verdadero y pleno.
Por todo ello podría decirse que uno de los mayores escándalos, que puede restar credibilidad a la Iglesia, es la presencia del pecado en sus miembros. Sin embargo, cuando se conoce la esencia de la Iglesia y la promesa de indefectibilidad de Cristo (condensada en las palabras “Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”: Mt 16, 18), la presencia del pecado puede reforzar el argumento del origen divino de la Iglesia, a la vez que se lucha contra la presencia del mal
Ni siquiera la negación de Judas, el abandono de los apóstoles durante la pasión de Jesús o la negación de Pedro pudieron destruir la Iglesia, como tampoco las crisis posteriores acaecidas durante la historia. En cualquier caso, “la mayor persecución de la Iglesia –ha señalado Benedicto XVI– no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia” y por tanto –como sucede en nuestros días a raíz de los escándalos producidos por algunos sacerdotes– “la Iglesia tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, de una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia” (Encuentro con los periodistas en el vuelo hacia Portugal, 11-V-2010).
“donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”
Durante la historia, la Iglesia es signo e instrumento de santidad (esto se manifiesta, por ejemplo, en las canonizaciones), pero también hay en la Iglesia pecadores, es decir, “Santa y siempre necesitada de purificación”. Por eso la Iglesia une, al reconocimiento de su propia santidad, la confesión del pecado de sus hijos, que desfiguran el rostro de la madre.
La necesidad de la continua conversión, renovación y santificación en la Iglesia, a causa de los pecados de los cristianos, es el fundamento de los actos de petición de perdón o de purificación de la “memoria histórica” de la Iglesia, como el realizado por Juan Pablo II con motivo del Gran Jubileo (12-III-2000). Se trata de un signo lleno de contenido, precisamente en cuanto a la relación entre santidad subjetiva y santidad objetiva de la Iglesia. Por la acción del Espíritu Santo sobre la Cabeza visible del Cuerpo eclesial, la Iglesia toma progresivamente más conciencia de su ser y su misión. El dolor por los pecados de sus miembros atrae una nueva efusión de gracia, que la purifica y la dispone a ser mejor instrumento al servicio de la Trinidad.
Santo Tomás –que sigue en esto a los Padres y especialmente a San Agustín– sostiene que la Iglesia se edifica “objetivamente” por las “cosas santas” (la fe, los sacramentos y la caridad) y, en consecuencia, se construye por los santos y a partir de los santos.
Por la acción del Espíritu Santo, Cristo realiza en la Iglesia acciones santas y santificantes. Por eso, decir “creo en la Santa Iglesia” equivale a decir: “creo en el Espíritu Santo que santifica a la Iglesia” (según Santo Tomás, San Alberto Magno, Alejandro de Hales y los demás escolásticos). Al mismo tiempo, la santidad personal contribuye a la santidad de todo el cuerpo eclesial, pues los miembros son todos ellos solidarios, y se edifican mutuamente.
“La Iglesia es joven –afirmó Benedicto XVI al comienzo de su pontificado–. Ella lleva en sí misma el futuro del mundo y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro. La Iglesia está viva y nosotros lo vemos: experimentamos la alegría que el Resucitado ha prometido a los suyos”.