«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Os he hablado de esto, para que no tambaleéis. Os excomulgarán de la sinagoga; más aún, llegará incluso una hora cuando el que os dé muerte pensará que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he hablado de esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo había dicho». (Jn 15,26-16,4a).
En el momento que me siento a escribir este comentario, todavía siento la presión en los oídos provocada por la altura del avión que, junto con mis compañeros sacerdotes de promoción nos ha traído desde Roma, donde hemos podido gozar de una auténtica “luna de miel” de “bodas de plata sacerdotales”.
¡Qué importantes son los momentos de “Tabor”! Pero también, ¡qué comprometedores! Desde los tiempos de los apóstoles hasta nuestros días, estos momentos en los que se disfruta del regalo de la gloria de Dios de manera singular suelen ser preparación para alguna misión ardua. La tentación inmediata es hacer tres tiendas, pero la realidad es que tras el “Tabor”, suele esperar el “Calvario”. (“Os he dicho esto para que cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho”).
“Pero también vosotros daréis testimonio de mí”. Los lectores del evangelio según San Juan en lengua griega oían la palabra “martyr”, testigo: También vosotros seréis mártires, escuchaban en una época en la que, como todas las sucesivas en la historia del cristianismo, la sangre de los mártires empezaba a regar la arena de los circos y a convertirse en espectáculo que eclipsase los problemas reales.
“Incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios”. Tomar el nombre de Dios en vano. Con qué facilidad sentencian los profetas de los ídolos. Desde el mismo Jesús (“Nosotros tenemos una Ley y según esa ley debe morir”) hasta el día de hoy (Asia Bibi, condenada a la horca por blasfema, por ser cristiana; las más de doscientas niñas secuestradas en Nigeria…). Ya los primeros mártires eran considerados “impíos”, por no aceptar participar en los cultos de los dioses del imperio. Y así hasta nuestros días: durante el siglo XX, ha habido mayor número de mártires que a lo largo de los restantes diecinueve siglos de historia.
¡Qué miedo me dan los defensores de Dios!, entre otras cosas porque si Dios necesita de mi defensa es porque nos es Dios, sino solamente “dios”, un dios fabricado a la medida de los propios intereses, y cuando se dice defender a dios, en realidad se están defendiendo los propios intereses. ¡Con cuánta frivolidad se toma el nombre de Dios en vano!; ¡con qué facilidad se interpreta la justicia divina! Hasta los “profetas del laicismo”, orgullosos de ser ateos militantes, se atreven a pontificar la terrible venganza que contra los cristianos y la Iglesia armaría Jesucristo si volviese a la tierra. (“Si Cristo volviera, quemaría las iglesias”, pintaron en mi parroquia hace un par de años. “La iglesia que más ilumina es la que arde”, leía en otra en Fuenlabrada). ¡Qué manía con el fuego! ¡Cuántas hogueras en nombre de la ortodoxia (“orto”: lo correcto; “doxia”: gloria; “ortodoxia”: la correcta gloria) ¡Pero, si la gloria de Dios es que el hombre viva!
“Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí”. ¿Quién conoce al verdadero Dios? ¿El que ha estudiado grandes tratados de teología? ¿El que ha tenido una revelación, aparición o mensaje del “más allá”, que suele coincidir con sus intereses del “más acá”? Pues no, Jeremías lo tenía bastante más claro: “Todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados.” (Jr. 31, 34). El que conoce a Dios es testigo, mártir, sobre todo de su misericordia, y como se nos recordaba en la segunda lectura de ayer por boca de Pedro: “siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza… para que aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes critiquen vuestra conducta” (1Pe, 3).
Porque la realidad es que esta imagen de Dios misericordioso, rompe esquemas, rompe seguridades y sobre todo rompe intereses. El que conoce y da a conocer a Dios, se convierte así en la luz que pone evidencia demasiadas cosas y en sal que escuece en las heridas. Si no se conoce a Dios, si no se conoce su misericordia y el perdón de los pecados, es lógico que el testigo de la luz, la sal de la tierra, sea un estorbo porque se convierte en un reproche vivo de todos los intereses fundados en el mal. La persecución se convierte así en un signo de fidelidad a Jesucristo.
“Os he dicho esto para que no os escandalicéis”; cuando realmente habría que escandalizarse es cuando la iglesia no es perseguida. Entonces podría ser un signo de acomodo, de relajación, de anunciar un evangelio “light”. La ausencia de persecución podría ser una inquietante luz de alarma que presagie falta de fidelidad al Evangelio.
Pero tranquilos. “Yo os enviaré el Paráclito, el Espíritu de la Verdad”.
El pasado Jueves, 22 de Mayo, festividad de Santa Rita, durante la citada “luna de miel”, tuve la suerte y el gozo de participar en la Eucaristía que diariamente celebra el Papa Francisco en la capilla de Santa Marta. (¡Qué sencillo es dar gloria a Dios (orto-doxia) y qué complicado lo hacemos algunas veces!). ¡Qué experiencia! Dan ganas de hacer tres tiendas…
Durante la homilía, el Papa, dijo que, antes de ir al cielo, Jesús deja a los cristianos tres palabras: paz, amor, alegría; y con su gracejo, espontaneidad y sentido del humor habitual en él, nos habló de quien las concede: El Espíritu Santo, al que se refirió como el “gran olvidado de nuestra vida”. “Yo quisiera preguntaros, pero no lo voy a hacer, -dijo- ¡eh! Preguntaros: ¿cuántos de vosotros rezáis al Espíritu Santo? No levantéis la mano… Es el gran olvidado, ¡el gran olvidado! Y Él es el don, el don que nos da la paz, que nos enseña a amar y que nos llena de alegría.” Francisco añadió, que un cristiano sin alegría “o no es cristiano o está enfermo”. Y como conclusión: “La ALEGRÍA es la marca del cristiano también en el dolor, en la tribulación y en la persecución.”
No sé lo que pasará mañana, pero hoy doy gracias a Dios y la Iglesia por estos veinticinco años de presbiterado. Era el día de Santa Rita, y lo que yo he recibido hasta hoy… ya no se quita.
Pablo Morata