Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud». Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo» (Mc. 10. 17-27).
COMENTARIO
Retomamos el Tiempo Ordinario. María Madre de la Iglesia de los pobres que saben dar todo a Dios. Es nuestra tesorera del cielo.
La eterna dicotomía entre ricos y pobres, tendrá un último episodio cruzando la puerta del país de la entrega total a la que había llamado aquel joven rico. Tuvo respuesta inmediata más allá de lo que puede soñar un hombre, y era ya la misma vida eterna que buscaba: Fue la guinda añadida por Jesús, sobre el pastel de su mirada de amor, “después ven y sígueme”.
¿Es más fácil alcanzar el cielo para los pobres? Sea como fuere, lo que importa hoy es creer que Jesús vivo nos mira, nos ama y nos llama.
Dios, el único bueno y poderoso, “se puso en camino” del hombre entrando por María, Madre del Camino, puerta de la Iglesia, cantora de la humildad y la pobreza.
Hay ricos que quieren entrar en el Reino dejándolo todo y pobres que quieren ser ricos sin compartir ni su pobreza. Nada sirve si no finaliza en encuentro, porque pobreza y riqueza en sí mismas, solo son pantallas que distraen. La cumbre de la unión será entrar en el beso del Padre con el Hijo, que es el soplo eterno del Espíritu.
Solo se entienden bien estos términos desde la pobreza y riqueza de Jesús. Siendo el más rico, escogió la pobreza para unirse a nosotros. El dinero que subyuga al mundo, no es la riqueza de Jesús, sino su contrario. No se puede servir a Dios y al dinero, sino servirse de él para alcanzar el tesoro del Reino.
Pero Jesús no desprecia a nadie. Al joven rico, que quería vida eterna, y no podía comprarla, ‘lo miró fijamente y lo amó’ hasta proponerle “ven y sígueme”. El desarrollo de los bienes personales hacia Dios, comienza en una semilla así de pequeña y enorme a la vez: ¡Ven!
Aquel joven es el único personaje en los evangelios que se acerca a Jesús corriendo, se arrodilla, está seguro de sí mismo y tiene prisa por algo. Es devoto y piadoso, cumple la ley, cree tener resueltas las necesidades materiales… pero está inquieto.
Llama a Jesús “maestro bueno”, y la segunda vez, solo maestro. Parece dispuesto a dejarse atraer, sabe lo que quiere y se aproxima con la certeza de ser reconocido y considerado por su buena conducta: “¿Qué haré para heredar la vida eterna?”
Nunca imaginó lo arriesgado que fue hacer aquel tipo de pregunta. No era una práctica piadosa más, que conllevaba aplausos y elogios a estilo fariseo, por el contrario, Jesús le hace una atrevida invitación que lo descoloca : “Una cosa te falta”. Anda, vende, da, ven, sígueme. Cinco dardos a la diana que lo frenaron, y se le acabó la urgencia. ¡Dejar su dinero y dárselo a los pobres! Aquello no se ajustaba a sus planes. Tenía la garantía de estar amparado por su mucho dinero, tanto como para comprar la vida eterna o heredarla por su buen comportamiento. En realidad buscaba que Dios lo sirviese a él. Es más, pensó que, como fiel cumplidor que era, recibiría gratis de inmediato la Vida. Prefirió su riqueza a la del Maestro. Pero Jesús lo amó. La mirada de Jesús sería un clavo en su alma el resto de su vida.
¿Qué tengo que hacer para aplacar mi inquietud? ¿Rodearme de afectos? ¿Cuidar mi aspecto físico y mi salud? ¿Atender un poco a los demás para sentirme bien?¿Tener un ”buen” trabajo, es decir, ganar suficiente dinero? ¿Cuánto es suficiente? Decía Epicuro: “nada es suficiente para quien lo suficiente es poco”. Pues ni juntando todas estas frágiles aspiraciones seré feliz.
No impresionan a Dios ni mi currículum ni mis pertenencias. Es magia que solo consiga verme cuando no tengo nada que ofrecerle, con las manos abiertas y vacías en su presencia. Mientras me mira con amor, me recuerda que llevo demasiado peso, que me sobra lastre. Tengo colgado el cartel de “completo”, y tantas cuantas veces quiere entrar, no encuentra sitio. Encima, me atrevo a pedirle con descaro un manual de instrucciones para ser yo quien gestione mi camino. Y si me habla de soltar todo, aprieto el gesto y me retiro como aquel joven, porque no voy a abandonar mis planes personales para lanzarme a una aventura sin arnés, ni anclaje, ni protección… ¡No he visto la Roca que me sostiene!
Cegados por acaparar y poseer, cada vez nos creamos más necesidades ficticias, sustituyendo personas por objetos. Compartir con los desposeídos y darnos, no está en nuestra hoja de ruta. Y dar lo que nos sobra, no es generosidad sino el romanticismo de la pobreza.
“No sirve de mucho la riqueza en los bolsillos cuando hay pobreza en el corazón” (Papa Francisco).