Estoy ante esta imagen impresionante de Santa María del Perpetuo Socorro. La misma que me entregaron bendecida en la iglesia romana de San Alfonso María de Ligorio, de los Padres Redentoristas. Imagen de una Virgen con el Niño, maternidad, amor, pasión y misterio. La Virgen y el Niño coronados de oro y rubíes, y con la impronta de la aureola de santidad envolviendo sus cabezas. Ella, con la toca negra de Madre Dolorosa y viuda joven, por cuyos bordes asoma el blusón rojo del martirio que le anunció proféticamente Simeón a las puertas del Templo.
El gesto de la Virgen es serio y preocupado, apenas ofrece margen para la ternura. La cabeza, ligeramente ladeada hacia el Hijo, los ojos tristes y muy abiertos mirando hacia el infinito de Dios, la boca, pequeña y pronunciada, que necesita apoyarse en la curva del mentón, y los labios, rosas y fruncidos, que dibujan un mohín de desconsuelo. Las manos de la Virgen, grandes y cálidas, hechas para acariciar, sujetan al Niño que, entre asustado y sorprendido, mira al ángel san Gabriel que está a su izquierda y que porta la cruz griega de la redención con los atributos sangrientos de los clavos. Y mientras, distraídas, las manos del Niño se pierden dulcemente entre las de su madre, se engolfan rodeando su pulgar, y se recuestan tiernas en su palma. La mano izquierda de la Madre, poderosa y acogedora, sirve de asiento mullido y seguro al infante, cuyos pies calzan sandalias muy someras, más que franciscanas; una de la cuales, desprendida, pende del pie izquierdo por una de sus correas y está a punto de caer al suelo. Es la sandalia que Juan, en el Jordán, se declarará indigno de atar a sus pies, aunque tal menester, entre los judíos, sea incluso una tarea prohibida para los esclavos
El Niño no mira a su Madre. La siente cercana, se envuelve en ella, escucha el latir de su corazón. Pero casi arañando su mejilla con la corona vuelve su cabecita de Niño hacia el Arcángel que profetiza su futuro, y le muestra los instrumentos del suplicio. Él ya lo sabe, Él nunca ha dejado de ser Dios, pero ahora, en los brazos de su Madre, se muestra serio y sereno, y parece decir al intruso que todavía no ha llegado su hora, que es el momento de recrearse en su niñez humana, que quiere sentir la ternura de la Madre antes de que llegue el momento de sufrir, que aún quedan muchos días de mimos y consuelos. Y que ahora necesita ser del todo niño en el terreno incógnito de Nazaret, para que después sea del todo hombre cuando lo claven en una cruz por nuestros pecados.
Tiene razón Jesús para pensar así. ¡Qué atrevido el pintor que llegó a tanto! Y del otro lado del cuadro, el Arcángel Miguel, con más atributos de la pasión: con la lanza que atravesará el corazón de Jesús y lacerará el de su Madre, y la esponja que se empapará de vinagre para aliviar la sed del condenado, y que levantará el soldado hasta tocar sus labios ensangrentados, resecos, y rotos por las bofetadas de los sayones.
Y todo con un fondo de oro para el cielo donde flotan los arcángeles anunciadores y dos estrellas brillantes prendidas en el tocado de la Virgen, en este icono tan venerado en todo el mundo, que a todos nos sorprende, nos confunde, nos emociona, nos enternece, y nos conduce, en línea recta para toda la eternidad, hacia el misterio santo del Amor de Dios.
Horacio Vázquez