Robert de Donnay gritó, mirando hacia el interior, para que se diera aviso del inicio del movimiento del enemigo. Roger de Flor corrió hacia la puerta principal del templo y me informó a través de una pequeña ventana de hierro en el centro del portón. No hizo falta trasladar al resto de caballeros la información recibida. Todos entendían que el final estaba a punto de comenzar. Todos sin excepción sabían cómo funcionaba el enemigo y que desde el inicio del sonido de los tambores hasta la ofensiva total podía transcurrir como mucho una hora. La tensión hizo que el ruido de metales chocando entre sí rompiera el hasta ahora silencio absoluto.
Jaques De Molay percibía cómo se tensaban cada uno de los músculos de su cuerpo. Puesto en pie empezó a moverse de un lado a otro de la sencilla habitación donde mantenía la conversación con el comendador Luth. Se volvió mirándolo y comprobó que Sir Luth se mantenía tranquilo, como si el sonido de los tambores no fuera con él. Finalmente De Molay rompió el silencio.
— ¿Qué opina el Santo Padre de esto?
—No opina nada. Suficiente tiene con intentar mantener a raya al propio rey Felipe. ¿Acaso creéis que puede estar preocupado con lo que va a pasar en esta lejana tierra de Acre? No seáis insensato, Gran Maestre. La solución jamás vendrá por parte del Papa. La solución está en vuestras manos, firmando el documento que habéis leído una y mil veces…
—Pero… tan sólo respondemos ante él. No hay jerarquía humana que pueda interferir entre el Papa y nosotros. Además…, el rey Felipe… ¿qué estará tramando, en realidad?
—No tiene tiempo de analizarlo, Gran Maestre. Es una cuestión de eficacia. Nada más. El tiempo se agota… ya están aquí. ¿Cuánto cree que van a durar combatiendo? ¿Dos días? ¿Una semana si acaso? Lo mejor, como le he venido reiterando estas últimas horas, es el tratar simplemente de resistir y aguantar a que llegue el refuerzo prometido con la última y definitiva cruzada.
— ¿Resistir? No sabe lo que dice…
La embestida, que fue precedida por un intenso bombardeo de fuego y piedras, no tenía parangón con lo vivido anteriormente por los soldados, que intentaban a duras penas seguir firmes en su posición de defensa. Millares de sarracenos corrían como posesos en dirección a la gran brecha abierta en el muro central, empezando a escalar a través de los cascotes de piedra, mezclados con maderas aún envueltas en llamas y un negro humo. Un par de decenas de valientes soldados formó un primer muro humano tratando de frenar la acometida. Gritos rotos por el crujido de miembros cortados por golpes de hacha y espada hicieron callar el continuo golpeteo de los tambores. Al grito de “Deus Vult!” una segunda tanda de templarios acudió en refuerzo de los valientes, mientras los demás se preparaban para formar la cuña prevista. A escasos metros de allí, el resto de soldados esperaban impacientes dentro del templo; incluyéndome a mí, Xacobo de Griñón, que me encomendaba a Dios por lo que mi corazón me decía iba a ser mi última batalla.
Pronto se convirtió el primer frente en una sangrienta carnicería. Cuando llegó el segundo grupo de templarios al pie del muro, derrumbado parcialmente, tan sólo cuatro caballeros se mantenían con vida. Por un momento pareció que la multitud de sarracenos paraba de avanzar. Incluso notaron una cierta tendencia a retroceder. Veinticuatro templarios bien armados eran más que suficientes para evitar que por una hendidura de no más de cuatro metros pudieran entrar los enemigos, aunque estos se contaran por miles. Su problema era el cansancio. ¿Cuánto tiempo más podrían resistir armas en alto sin sentir que el esfuerzo agarrotara sus músculos y los movimientos se hicieran cada vez más pesados, torpes y lentos?
Los caballeros iban cayendo poco a poco pero con contundencia, fruto de las heridas sufridas por las lanzas o las espadas sarracenas. Incluso los nobles que se afanaban en completar la cuña humana dispuesta en su forma más ancha de cara a la muralla caída pudieron ver con estupor y admiración cómo hermanos suyos mantenían la espada en alto a pesar de no contar con las piernas, cortadas sin misericordia por el enemigo. Mientras una gota de sangre recorriera los brazos de un templario, esta sería usada para agarrar su espada y embestir al enemigo.
—Por todos los santos, sir Luth, debo ir raudo junto a mis hombres.
—Pero aún no ha firmado el acuerdo, Gran Maestre.
—No… Y no lo firmaré jamás. Prefiero seguir fiándome de la Voluntad de Dios y de la divina ayuda de nuestro Señor Jesucristo que la de un rey como el de Francia. Vaya con Dios. Ocúltese o salga hacia el puerto en la parte posterior de la fortaleza. Una barca le está esperando para llevarle de vuelta a Chipre.
—Dios ha dejado San Juan de Acre hace ya mucho tiempo. Los templarios estáis llamados a la desaparición. Monjes guerreros… pobres infelices… muertos infelices.
Jacques De Molay hizo caso omiso a las últimas palabras del comendador de Chipre pues estaba pendiente de armarse presto para ir a la batalla. Fuera de la habitación donde se desarrollaba la entrevista, la mezcla de gritos, humo, sudor y sangre suponía una espeluznante visión.
Por fin, di orden de que las puertas del templo de San Juan de Acre se abrieran de par en par, surgiendo así mis seiscientos hermanos templarios en perfecto orden, a pesar de la velocidad y la disparidad entre el número de hombres y el tamaño de la puerta. En el exterior, la cuña, que se iba cerrando conforme se iba acercando a la puerta, empezó a cumplir a la perfección su cometido. La avalancha de sarracenos no se percató, hasta que fue muy tarde, cómo de forma inconsciente la cabeza del pelotón se iba cerrando conforme avanzaban por la calle de San Antonio. La lucha despiadada duró apenas unas horas. De repente, se vieron varios cientos de templarios subiendo como podían las maltrecha muralla detrás de miles de sarracenos que huían en desorden hacia el exterior del recinto amurallado. Fue el propio Gran Maestre el que voz en grito mandó parar a sus soldados, a la vez que se sujetaba con fuerza el hombro izquierdo, que sangraba profusamente. En el exterior, las tropas enemigas se replegaron de forma tan rápida como habían iniciado el ataque. Pese a la excitación y alegría por el triunfo cosechado, todos estaban seguros de que esto no era más que el comienzo.
Jacques De Molay me ordenó que un grupo de soldados recompusiera la maltrecha muralla, mientras se recogía a los heridos cristianos y sarracenos. Una vez estaban en marcha cumpliendo sus órdenes, el Gran Maestre nos hizo llamar a sus colaboradores Robert de Donnay, Roger de Flor y a mí, para que nos reuniéramos en sus dependencias privadas.
—Te lo digo con todo el respeto que sabes que te profeso, Gran Maestre, ese tal… Sir Luth no me merece nada de confianza. No tiene sentido: pudiendo solicitar ayuda a nuestros hermanos templarios de Francia, Inglaterra, Castilla y Aragón… ¿Por qué esa obsesión en que tú le firmaras tal documento?
—Creo que no lo entiendes hermano Robert – le contesté de inmediato a mi compañero Roger de Flor – La firma de nuestro Gran Maestre no supone una simple ayuda económica como la de los miles de escudos de oro y plata que ya hemos prestado al rey Felipe IV de Francia. Su sola firma en el documento que le proporcionó el oscuro Sir… ¡supone la entrega de todas las riquezas del Temple!
—En manos de un personaje no menos siniestro, como es el del Rey de Francia – apuntilló De Molay –.
Intentábamos entender el alcance del no rotundo del Gran Maestre a la petición del comendador de Chipre, y cómo encajaría esto Felipe, rey de Francia. En el exterior todos los hombres se afanaban en las tareas encomendadas por su Gran Maestre. No podían disimular su orgullo, pero tampoco la certera inquietud de que de un momento a otro volvería la carga enemiga a romper contra los mermados muros de la fortaleza.
Jacques de Molay ordenó se iniciaran usos sencillos oficios por el eterno descanso de sus hermanos muertos en batalla. Acto seguido urgió para que se procediera a incinerar a todos los muertos, fuesen cristianos o sarracenos, con el fin de evitar cualquier posibilidad de epidemia. Sugirió, así mismo, que se retiraran a descansar en tandas de cien hombres, pero no por espacio de más de un par de horas. Muy probablemente, antes de anochecer, sufrirían la segunda oleada del ataque sarraceno.
Se encontraba en medio de los heridos cuando se le acercó Roger de Flor para informarle que Sir Luth no aparecía por ningún lado. Era como si se hubiese esfumado o se lo hubiera tragado la tierra. Nadie entendía nada, pero un cierto mal presagio invadió su ánimo. Haciendo un inútil esfuerzo, sonrió a sus hermanos subordinados, animándoles a seguir preparándose para el segundo ataque enemigo, rogándoles se olvidaran de Sir Luth y conminándoles a acudir a la intercesión de la Bienaventurada Virgen María. Se fundieron en un abrazo y le dejaron solo.
En el mismo instante en que cerraron la puerta de su sala privada, una voz que provenía de su espalda le sobresaltó. Ante su asombro comprobó, que se encontraba frente a frente con el comendador de Chipre, Sir Luth de York. Sobrepuesto del sobresalto y manteniendo el cuerpo erguido y con porte señorial, a pesar del fuerte dolor en su hombro izquierdo, Jaques de Molay se dirigió con aparente serenidad a su extraño interlocutor:
—No me pregunte usted por qué, pero estaba seguro de que aparecería de un momento a otro… de esta forma tan poco usual…