Dijo Jesús a sus discípulos: “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis. No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento. Cuando entréis en una ciudad o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa, saludadla con la paz; si la casa se lo merece, vuestra paz vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros” (San Mateo 10, 7-13).
COMENTARIO
Difícil encargo el de Jesús, desde la óptica ser Apóstol hoy, de ser enviado, Obispo, sacerdote o seglar de Dios para su obra. Predicar que el Reino está cerca, saludando con la paz, puede parecer en principio sencillo, pero curar enfermos de toda clase de enfermedades, resucitar muertos, limpiar leprosos, expulsar demonios, y solo con la palabra o imponiendo las manos, eso ya parece harina de otro costal. Y además haciéndolo, no solo gratis, sino sin llevar una normal previsión humana para gastos. Ni oro, ni plata, ni cobre, ni alforja, ni túnicas bordadas, ni mitras, ni bastón de madera noble, y menos aún tallado y recamado en oro. Nada. Solo su Palabra, sus manos y la paz de Cristo, que en el Reino es mucho. Lo es todo.
Realmente las primeras tareas que encomendó Jesús hoy no están al alcance de todos. Parecen postulados antisistema, político, económico y social, y quizás así era tenido Jesús. Pero en aquella Iglesia primera, en su misión primera y en su primera explosión de luz hacia el mundo de los pobres, no eran dones raros. La Paz, que se envía en el saludo y vuelve a ellos si no la merecieran los apacentados con la Palabra, era el signo seguro de la comunión. Es la paz que produce la alegría cristiana. Podría decirse que era la moneda del Reino de los cielos. Todo lo que produce la alegría de Dios en nosotros, —sacramentos, palabra, comunión de bienes entre hermanos— era “gratis”, era y es gracia.
El primer ejemplo de ese estado de conciencia constatable desde los sentidos internos y externos del hombre, de que Dios está cerca, fue el saludo de María, portando a Jesús en su entraña, a Isabel, la madre de Juan que “al escuchar el saludo, saltó de alegría en su seno”. Seguramente tengamos más estudiada hoy la tristeza que produce el pecado, definido hasta en los más mínimos detalles, que el estado de alegría que produce la gracia, que es desde aquí, el germen de la vida eterna, sin tiempo ni espacio, que esperamos.
Con ese bagaje fueron enviados los Apóstoles, con la alegría de la paz por conocer a Jesús. Alguno se sentiría desconcertado.
No cabe más remedio que darle algún sentido espiritual a los signos visibles del Reino, que también Marcos repite, pero no para una campaña especial, sino para siempre, como tesoro propio de la proclamación del Reino.(Mc. 16, 17-18).
Podríamos entenderlo mejor, sin acomodación demasiado espiritual para justificar nuestra realidad, e incluso factible para identificar hoy nuestra Iglesia, si la enfermedad fuese la falta de fe o el hambre, si la muerte fuese el pecado, si la lepra fuese la conformidad a las pasiones del mundanal ruido. O si curar enfermos, incluso de lepra, fuese nuestro intento médico hospitalario de ayudar al hombre en sus necesidades y carencias.
Eso es magnífico, pero el Evangelio hoy es muy claro. No es solo así. Jesús los manda a curar enfermos y resucitar muertos, solo con la Palabra del Reino y la imposición de manos. ¿Habrá que pensar que nos falta fe, que nos falta cercanía de Dios y de Jesús, que nos falta santidad? ¿Que hemos olvidado la realidad energética de la fe que ama al próximo?
Hay en el encargo de Jesús un signo muy reconocible en la verdad de las cosas de Dios de cada día, en el Reino viviendo entre nosotros. Es la Paz. No coincide con la tranquilidad de no tener problemas cercanos, en los próximos metros del camino o en los días inmediatos de vida, aunque no se sepa bien hacia dónde se va. La paz cristiana viene de conocer el Camino entero, especialmente su final. Esa paz sí es reconocible en cualquier nivel de nuestra Iglesia, si es auténtica. Aquella primera Iglesia del camino tenía la paz como su patrimonio, su moneda de pago a la acogida de la Palabra, y sigue siendo así. Si hay Palabra del Reino de Dios, hay paz, y esa paz es saludable.