Uno de los asuntos más importantes que hay que dilucidar para la comprensión de los problemas actuales es el del sujeto. ¿De quién hablamos al referirnos a la sociedad global que padece crisis ecológicas o financieras? ¿Y al referirnos a un país? El problema radica en que si no sabemos a quién nos referimos o dónde está la necesidad, no podremos solucionar ese tipo de problemas que escapan al ámbito del sujeto individual. Aquí entramos nosotros, los sociólogos, que nos dedicamos precisamente a eso: a reconocer el inicio de acciones sociales en colectivos que llamamos grupos y que no son reducibles a acciones individuales.
Los sociólogos somos unos incomprendidos. Particularmente lo somos por los que todavía defienden el prejuicio individualista (el individuo es el único sujeto de libertades) que tienen un problema serio a la hora de analizar la sociedad: difícilmente caen en la cuenta de que la sociedad es algo más que la suma de sus miembros. El individualista irredento, que tanto abunda, afirma que el individuo humano, “eso sí —dicen ellos para parecer ecuánimes— abierto a los demás”, es a lo que, en definitiva, se reduce todo. Algunos han avanzado el concepto de persona para añadir una coartada moral decente al individualismo. Pero a fin de cuentas acabamos en las mismas, por eso ciertos filósofos que se llaman personalistas han necesitado desmarcarse del “personismo” (hay humanos que no son personas y otros seres vivos que sí), que es como la balsa en la que desemboca de forma natural el cauce de esa ignorancia sobre lo colectivo, a la que tampoco son ajenos algunos economistas que se llaman neoliberales.
A muchos médicos les ocurre algo parecido que a éstos filósofos y economistas en el sentido de que también ignoran qué es la sociedad viendo solo pacientes individuales. Por eso para nuestros galenos representa una dificultad muy grande resolver problemas sociales (del sujeto social) con medicina que ellos llaman preventiva (del sujeto individual). Esto se ve claro en temas como la sexualidad y la afectividad, que pueden tener una consecuencia patológica individual, pero que a menudo tienen una causa social (y se supone que una terapia social también).
Por eso la medicina preventiva (que es a lo que se dedica la Salud Pública) yerra conceptualmente al aplicar terapias sociales. Tomemos el caso de las disfunciones sexuales, por ejemplo, para ver lo que queremos decir. Dice el médico: “Puesto que tenemos un problema con los embarazos precoces y la disminución de la edad de inicio de relaciones sexuales, acudamos a la persuasión preventiva instando a los jóvenes a protegerse mediante el sexo seguro”. Aquí tenemos un problema (social) detectado y aconsejamos una acción (individual) preventiva, lo cual es un contrasentido. Si el problema ya se da, ya lo tenemos, la acción no puede ser preventiva, puesto que el problema ya está aquí, sino reparadora. La acción debe de reparar el roto. Es decir, debe actuar sobre el sujeto social (no solo sobre el individual) para rectificar un comportamiento equivocado que es operativo, y no asumir que ese comportamiento todavía no se ha dado y que, por tanto, podrá evitarse en el futuro mediante la adecuada profilaxis.
Las campañas del sexo seguro que hemos padecido a lo largo de todos estos años han fallado precisamente por esto: erraban en reconocer al paciente (la sociedad) y fallaban en el ámbito de la terapia necesaria: una rectificación (un dejar de hacer) en vez de la propuesta de hacer algo mejor, que es lo que aconsejaban.
El ámbito científico propio para entender los problemas sociales no es la medicina, sino la sociología; y el criterio operativo para solucionarlos es el propio de la sociología, es decir, aquel criterio que opera con valores compartidos que conforman cultura. El problema detectado al que nos hemos referido de los embarazos precoces, que en sí mismo es la parte de un problema mayor que afecta a la misma comprensión de la sexualidad humana, no es un asunto susceptible de solución técnica o tecnológica. En efecto, las veces que se han implementado este tipo de soluciones en diversos países parece que el problema se ha hecho mayor en vez de solucionarse, y ahora observamos una carrera hacia delante, en donde las terapias propuestas para atajar el creciente problema salen de la misma visión errónea: “a más embarazos adolescentes, más condones y más química; y, si esto no funciona, el problema es de dosis: nos hemos quedado cortos y harán falta todavía más, muchos más condones y mucha más química”. Nadie parece preguntarse: ¿no será que nos estamos equivocando?
Pues sí: de raíz. La equivocación es de bulto.
Nosotros, los sociólogos, hablamos más propiamente de salud social que de salud pública y pensamos que los problemas sociales requieren una comprensión previa del sujeto sobre el que operan, que es la sociedad. En el caso que nos ocupa la solución del problema de la sexualidad adolescente no puede separarse del entendimiento de la relación que existe entre sexualidad y sociedad. De pequeños siempre oímos que si el alimento era para el individuo, el sexo lo era para la especie humana. Pues bien, ¿dónde se reconoce la especie y sociedad humanas como tales? Pues se reconocen en los valores y en la cultura que conforman. Y sin incidir en ellos, no pueden ni comprenderse ni solucionarse los problemas sociales, el de la sexualidad adolescente entre otros.
Pretendo llamar la atención sobre dos necesidades: por un lado, que se nos haga caso; que se cuente con nosotros a la hora de tratar de solucionar los problemas del paciente social; que se acabe de una vez con tanta tozudez en el error, tozudez que no es inocente, pues la pertinacia en proponer a los jóvenes más sexo y más condón se salda también con más embarazos y más abortos. Y esto último es una desgracia que pagan quienes menos culpa tienen.
Y por otro, que intentemos cambiar el angular. Como se habrá adivinado, si lo que aconsejamos es dirigirnos directamente a los valores y a la cultura para dar solución a problemas serios de salud social, el consejo que late tras nuestra propuesta es que nos atrevamos con la más políticamente incorrecta de las soluciones: la de proponer una (pequeña o grande) revolución cultural. Ante evidencias de crisis estructurales (la proliferación de enfermedades sociales lo son), necesitamos cuestionarnos la solidez de nuestros valores y la vigencia de eso que llamamos modernidad, sin miedo a que ello nos aboque a la exigencia de originalidad que provoca una reinvención. Naturalmente que hay aquí un riesgo. Pero es un riesgo nuestro que es como debe ser. No es de ellos (los jóvenes o las futuras generaciones), por más que el prejuicio individualista trate de excusarnos recluyéndonos en la comodidad de la indolencia.