Este salmo, que parece era un salmo procesional, es el que, bajo la denominación de invitatorio
a la alabanza de Dios, pone la Iglesia como
inicio o aperitivo de todas las oraciones del día, del “hoy”,
debido al estribillo
“Si hoy escucháis su voz,
no endurezcáis vuestro corazón”
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
Entremos en su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.
Porque el Señor es un Dios grande,
soberano de todos los dioses:
tiene en sus manos las simas de la tierra,
son suyas las cumbres de los montes;
suyo el mar, porque él lo hizo,
la tierra firme que modelaron sus manos.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis hoy su voz:
«No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto,
cuando vuestros padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.
Durante cuarenta años
aquella generación me asqueó, y dije:
“Es un pueblo de corazón extraviado,
que no reconoce mi camino;
por eso en he jurado en mi cólera
que no entrarán en mi descanso.”»
En su afán materno la Iglesia pone a sus hijos, cada mañana, en disposición de estar atentos a la voz del Señor, que nos habla, hoy, a través de los acontecimientos concretos de nuestra vida cotidiana. Escuchar la voz del Señor en lo más prosaico (arreglar la casa, poner lavadoras, hacer la comida, la rutina en la oficina o en el taller, el cuidado de los hijos o de los padres enfermos…) o en lo más íntimo y personal (esa situación de mi casa o de mi vida que me trae por la calle de la amargura, esa enfermedad que sospecho me está carcomiendo, esa hija que se me va de las manos, esos “amigos” o familiares que me hacen el vacío…).
¿Qué es lo que nos están indicando las dos invitaciones de los verbos “venid” y “entrad”? Primero el salmista invita a congregarse, a venir y concentrarnos; luego, ya juntos, nos exhorta a entrar. ¿Recordáis esa madre que tiene a sus hijos en el parque bajo la ventana de su casa y, a la hora de la cena, los llama (“venid”) para que acudan a cenar (“entrad”)? ¿Y para qué nos convoca el salmista? Nos lo dice en seguida: para aclamar al Señor y darle vítores o aplaudirle por cuanto ha hecho con nosotros.
Razones no faltan para ello: Dios es grande, y el cantor echa mano de su majestad y poder manifestado en la creación, como las honduras de la tierra y las cimas de los montes, los mares y los continentes.
Una vez que la primera entonación del salmista nos ha agrupado, nos añade y repite: “Ahora entrad”. ¿Entrar a dónde y para qué? Hemos dicho que repite su invitación, porque ya en el tercer verso del salmo nos ha explicitado que entremos a su presencia para darle gracias. Ahora lo reitera con otras palabras que nos llevan a la adoración, postrándonos por tierra para bendecirlo. Y nuevamente aduce las razones: porque es nuestro creador, nuestro Dios y porque entre Él y nosotros hay la misma distancia (y el mismo cariño) que entre el pastor y sus ovejas.
Llegamos así al corazón del salmo: “Ojalá escuchéis hoy su voz”. Y siguen dos estrofas en las que el salmista, por boca de Yahvé, nos previene para no imitar al pueblo, recordando aquellos episodios de la disputa y querella (que eso significan “Meribá” y “Masá”), cuando se amotinaron contra Moisés, exigiéndole agua aquí y ahora, planteándose si existe Dios o no existe (cfr. Ex 17,1-7), a pesar de haber sido testigos directos de las “maravillas divinas” (las diez plagas de Egipto y el paso del Mar Rojo, principalmente).
Sobre la dureza del corazón, el texto hebreo sugiere directamente que “siguieron sus caprichos”. Por eso anduvieron errantes cuarenta años por el desierto, no como castigo, sino para darles ocasión de ablandar ese corazón de piedra. De hecho, aquella generación que salió jubilosa de Egipto, no entró en la tierra prometida, sino que lo hicieron sus hijos.
Y esto ¿por qué? “Porque dudaron de mí”. Es la duda perpetua que acompaña al hombre, desde su nacimiento a su muerte, desde el primer hombre hasta el último al fin del mundo: ¿Existe Dios o no existe? ¿Y si no existe? Pero ¿y si existe? Y así todas las mañanas, al levantarnos, ya nos espera el Maligno con ese dilema, a ver si nos seduce y consigue no dejarnos entrar en la presencia de Dios, impidiéndonos comenzar nuestro “hoy” con la alabanza divina. No nos asustemos de que nos asalten las dudas, pues la Iglesia nos enseña que nadie puede ser tan presuntuoso de creerse confirmado en la gracia de Dios: eso fue solo privilegio de la Virgen María. Es nuestra batalla diaria que va con el sueldo de ser hombres.
Así, pues, “Ojalá escuchéis hoy su voz”. ¡Oh!, cómo se nota el suspiro profundo del salmista anhelando para nosotros escuchar la voz de Dios, después de recordar lo ocurrido con los padres en el desierto! Si hay algo que el pueblo de Israel reivindica a todas las horas, defendiéndolo a macha martillo, es la unidad y unicidad de Dios que lo ha escogido como pueblo de su pertenencia y al que ha hablado como a un hijo. De ahí la permanente insistencia de escuchar, porque cuando Yahvé habla, hay que dejar todo, absolutamente todo de lado. Ser el hombre que repite diaria e insistentemente, antes de oír los Diez Mandamientos, “Escucha, Israel”: ¡escucha!, porque solo entonces habrás creado en ti el recipiente capaz de contener la Palabra que te viene de lo alto, como un fluido vital que solo puede ser recibido y contenido en un determinado recipiente, de modo que si éste no existe, no cabe la posibilidad de verter ese fluido vital.
Y dime, Israel; dime tú, nuevo Israel: ¿qué tienes que escuchar?, ¿por qué está tu oído atento?, ¿por qué todo tu ser es un “oyente de la Palabra”?, ¿dónde está esa Palabra?, ¿cómo la reconozco en medio de tantas voces que me aturden y buscan mi alienación?, ¿qué es o, mejor, quién es esta Palabra?: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios (…). Y la Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre (…) y la Palabra se hizo carne” (Jn 1,1.9.14).
La Palabra, pues, es Jesucristo, Hijo de Dios vivo, el Verbo Eterno del Padre, la Segunda Persona de la Trinidad, encarnado en el seno de la Virgen María, muerto y resucitado. El Padre sólo tiene una Palabra, no varias o muchas como nosotros (la mayoría huecas y superfluas), que hablamos tanto para apenas decir algo, perdiéndonos en una barahúnda de nociones y cosas. Dios, en cambio, con una sola Palabra lo ha dicho todo, de una sola vez y para siempre. El Verbo divino fue pronunciado (engendrado) eternamente en el seno del Padre y, como comentan los Padres de la Iglesia y los santos, “ya no tiene más cosas que decirnos” (San Juan de la Cruz). En Jesucristo se acabó toda la revelación.
El salmista, que sabe que el alfa y omega de su vida es Dios, nos invita a escuchar hoy a Jesucristo. Hoy, sí; porque ayer ya pasó y mañana no existe. Es la condición humana: nuestro tributo a la caducidad, a la finitud de nuestro ser fugaz. Dios está fuera del tiempo y no tiene un “antes” y un “después”. Dios “es” (“Soy el que soy”: Ex 3,14) absoluta y simultáneamente el poseedor perfecto de toda vida. Si la nuestra fuera una línea, sería de lo más discontinuo, variable y menos recto que pudiera darse: somos tan inestables que hoy podemos dejar de ser lo que fuimos ayer y mañana ya veremos…, mientras “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8). Por eso el cantor del salmo nos llama al alba, nos saca de la noche y del sopor del sueño (“ya es hora de levantaros del sueño”: Rm 13,11) y nos empieza a envolver con la luz de la aurora (“sois hijos de la luz e hijos del día”: 1Ts 5,4), nos habla para hoy, para ahora. Descorred todos los velos que os impiden ver hoy el rostro de la Palabra, el Rostro del Padre, quitad los tapones de vuestros oídos y dejad libre el canal divino por donde llega su Voz. No repitamos la historia de nuestros antepasados rebeldes y niños caprichosos en el desierto”. Y todo esto “hoy”, porque a Jesucristo “lo he engendrado hoy para ti” (Sal 2,7; Hb 1,5; 3,15; 5,5), porque para ti “vuelvo a señalar un nuevo hoy” (Hb 4,7).
“Carpe diem”, decía el pagano romano, esto es, “aprovecha el hoy” —sugiere el salmista—, pues con esta invitación te llamo a escuchar su voz a lo largo de las horas del día, para que, como el profeta, cada vez que hoy encuentres palabras suyas, las devores (Jr 15,16), porque “no solo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4), y la Palabra o Pan divino es el mismo Jesús: “Yo soy el Pan de vida” (Jn 6,35). Por eso el “carpe diem” pagano quedará bautizado, por así decir, en el banquete eucarístico de hoy, comiendo su Pan y escuchando su voz”.