Escúchame cuando te invoco, Dios, defensor mío;
Tú que en el aprieto me diste anchura,
Ten piedad de mí y escucha mi oración.
Y vosotros, ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor,
amaréis la falsedad y buscaréis el engaño?
Sabedlo: el Señor hizo milagros en mi favor,
y el Señor me escuchará cuando lo invoque.
Temblad y no pequéis,
reflexionad en el silencio de vuestro lecho;
ofreced sacrificios legítimos y confiad en el Señor.
Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha,
si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?»
Pero tú, Señor, has puesto en mi corazón
más alegría que si abundara en trigo y en vino.
En paz me acuesto y en seguida me duermo,
porque Tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo.
Bendito seas Señor que nos diste en los salmos la expresión precisa para hablar contigo y de Ti, y en especial por este sencillo y bellísimo salmo 4 que en muy pocas palabras hace presente el centro de la existencia, una síntesis para elegir buenas referencias que clarifican quién soy y qué es lo que me rodea, para tener un asidero firme que me ayude a vivir bien.
Frente al salmista, frente a mí cuando me reconozco en el salmo, dos presencias con las que dialogar (vivimos en un diálogo permanente entre nuestro yo y lo que nos rodea): la de Dios y la del mundo. En esto consiste, en esencia, la vida todos los días, en elegir entre vivir de cara al uno o al otro, aunque nos creamos inmersos en una compleja red de opciones que nos solicitan, la realidad es que nos confrontamos con dos rostros que nos tienden la mano para realizar la andadura diaria. El primero se ve desde la fe, el segundo desde los sentidos.
Paradójicamente y contra lo que pudiera parecer a primera vista, la vida de la fe es más auténtica que la que nos brinda los sentidos; yo voy teniendo esa convicción. La vida que captan los sentidos es muy engañosa, lo hace depender todo de la autoestima que se tenga en cada momento, del estado de ánimo, del estado de la salud, del estado atmosférico y hasta del estado de la cuenta corriente, pero nada de esto es real, sino mera percepción subjetiva, la vida no coincide en absoluto con esa percepción momentánea e interesada. No puede ser cierto que la vida, para merecer ser vivida, tenga que depender de situaciones tan contingentes, que hoy pueden darse y mañana no, de tantas incógnitas que muy pocos tiene resueltas y que en el mejor de los casos están llamadas a desparecer con toda seguridad porque al final enfermamos, envejecemos y morimos; no hay otra verdad.
La existencia vivida desde la fe en cambio no depende de lo que hay fuera de mi, ni de las circunstancias personales en que pueda encontrarme hoy, y está permanentemente preñada de esperanza. Como concluye el salmo, “Tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo… porque en el aprieto me diste anchura”. Esa experiencia lo relativiza todo, nos introduce en una forma nueva de vivir en la que incluso las tribulaciones tienen su sentido, porque nos abren a experiencias liberadoras. El cristiano sufre cuando vive situaciones dolorosas, pero no desespera porque las vive abierto a la voluntad de Dios que, él lo sabe, siempre es buena. Dice Jesucristo que “no es lo malo lo que entra en el corazón del hombre, sino lo que sale de él…”. Lo malo no es vivir entre contrariedades o sufrimientos que nos vienen de fuera, sino la incapacidad para afrontarlas, la ceguera para entender su sentido. El lastre para vivir con alegría no está en las circunstancias que nos rodean sino en la actitud del corazón, que no acepta lo que no entiende, que pone condiciones a la existencia y que, si no se dan esas condiciones, se mustia.
Desde la fe la vida es más auténtica porque nos evita recortar de la realidad lo que no nos gusta, es más, nos ayuda a dialogar con ella: nada es absurdo, porque todo tiene un designio, está concebido desde Alguien que nos ama para reconducir las intenciones egocéntricas que nos cierran el paso a la vida en su dimensión más auténtica. Si el diálogo con la realidad está condicionado por las exigencias de mi bienestar personal es que hablo conmigo mismo, es que estoy solo. Si en ese diálogo no interpongo esas exigencias, acepto que la realidad no es casual ni caótica, que tiene un sentido, que al otro lado del hilo hay Otro distinto a mí, que no estoy solo. Hay Alguien que no se pliega a mis caprichos, y precisamente por eso, demuestra que le importo, que me ama, que está forzando las cosas para que abandone mi actitud infantil. ¡Realmente somos amados! “Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino”. Este descubrimiento rompe las cadenas de la soledad y libera al hombre de vivir solo para sí, le permite ir en contra de sus apetencias, experimenta que es realmente libre.
Esas dos formas de vivir están en pugna, y el campo de batalla es el mismo corazón del hombre que se siente empujado a desistir, a dejar de buscar apoyos firmes. Lo que llamamos espíritu del mundo no es algo abstracto, sino “alguien” que actúa realmente con maldad y con engaño para que no aspiremos a buscar nada trascendente. Dice el salmista: “Vosotros, ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor, amaréis la falsedad y buscaréis el engaño?”. Detrás de todo lo que nos quita el deseo de Dios (el deseo más legítimo e imprescindible del hombre, porque es Dios mismo quien se lo ha puesto en el corazón y lo desea conceder) se esconde el auténtico enemigo. La escritura le pone nombre, porque es un ser, existe realmente: Satanás, el ángel caído que se rebeló contra el proyecto de Dios a favor del hombre. Y ¿qué pretende? La revelación y la experiencia de la fe nos permiten saber que lo que el maligno pretende es quitar a Dios de en medio, porque sin Él quedamos abandonados a nuestra suerte y el proyecto de amor de Dios hacia el hombre resulta abortado, tal como reconoce el salmista: «¿Quién nos hará ver la dicha, si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?». Esta fue la causa de su rebelión y la lucha será a muerte hasta el final. Sin Dios, el hombre, que fue hecho por y para el amor, muere ónticamente, vive ofuscado e insatisfecho, busca la vida justo en la dirección contraria, atentando incluso contra sí mismo, cavando su propia tumba permanentemente. Huyendo de la muerte, se dirige directamente hacia ella como el vértigo del abismo genera muchas veces una fatal atracción.
La verdad es que la creatura de suyo no es nada, solo Dios es el fundamento y la causa de todo. Somos en tanto en cuanto nos asemejamos a Aquel que nos hizo a su imagen y semejanza, solo Él tiene el ser en Sí mismo (“Yo soy el que Soy”), sin Él dejamos de ser. Abandonados a nosotros mismos caemos en el vacío del sinsentido, ya dice Jesucristo:…“Sin mí no podéis hacer nada”. Fuimos concebidos como seres mimetizados a una imagen ahora rota. Cortado el cordón umbilical con el autor de la vida, vagamos sin sentido rebelados contra todo. Al rebelarse contra Dios, el hombre se rebela contra sí mismo, la carne se rebela contra el espíritu, y el hombre queda atrapado por el mundo, por el río oscuro y amargo que llamamos pecado. Esto le sucede a todo hombre, sea creyente o no, pero solo el hombre de fe lo discierne, es consciente de la realidad y puede levantar la voz con dignidad y convicción: “Temblad y no pequéis, reflexionad en el silencio de vuestro lecho, ofreced sacrificios legítimos y confiad en el Señor”.
El hombre de todos los siglos, o reconoce a Dios de alguna manera o corre el riesgo de perder su propia humanidad, no saber quién es ni lo que lleva dentro. Dice Karl Rahner que el cristiano del siglo XXI, o será un místico o no será, o dialogará con Dios o dejará de ser cristiano porque las fuerzas del mal se han despertado con una violencia feroz en esta generación. Este es el auténtico combate, dejarse encontrar por Dios que nos busca “apasionadamente”, y tras cada rechazo por nuestra parte, vuelve a disponer la historia para intentar un nuevo reencuentro (¡qué sentido más profundo tiene nuestra historia vivida desde la fe!).
La auténtica crisis es la ausencia de Dios, la económica no es más que una de las muchas consecuencias de esta enorme pérdida. Dice el salmista: “Confiad en el Señor, porque escucha mi oración, porque escuchará cuando lo invoque, porque es mi defensor, porque hace milagros a favor mío”. Quien esto dice, quien intima con Dios de esta manera tan sencilla y tan auténtica, sabe que la última palabra ya está escrita, que el maligno ha sido vencido. Pero sabe también que hasta el final de los tiempos, el enemigo caerá envenenando el ambiente que respiramos para arrastrarnos en su caída, y porque lo sabe, vive unido al Señor, “así se acuesta en paz y en seguida duerme, porque Tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo”.
Enrique Solana