Junto a Dios no hay temor
«Yahveh es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?
Yahveh, el refugio de mi vida, ¿ante quién temblaré?
Cuando me asaltan los malhechores ávidos de mi carne,
ellos, adversarios y enemigos, tropiezan y sucumben.
Aunque acampe un ejército contra mí,
mi corazón no teme;
aunque estalle una guerra contra mí,
sigo confiando.
Una cosa pido a Yahveh,
es lo que ando buscando:
morar en la Casa de Yahveh,
todos los días de mi vida,
admirar la belleza de Yahveh
contemplando su Templo.
Me dará cobijo en su cabaña
el día de la desgracia;
me ocultará en lo oculto de su tienda,
me encumbrará en una roca.
Entonces levantará mi cabeza
Ante el enemigo que me hostiga;
Y yo ofreceré en su tienda
sacrificios de victoria.
Cantaré, tocaré para Yahveh.
Escucha, Yahveh, el clamor de mi voz,
¡tenme piedad, respóndeme!
Digo para mis adentros: “Busco su rostro”
Sí, Yahveh, tu rostro busco:
No me ocultes tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo;
que tú eres mi auxilio.
No me abandones, no me dejes,
Dios de mi salvación.
Si mi padre y mi madre me abandonan,
Yahveh me acogerá.
Señálame, Yahveh, tu camino,
guíame por senda llana,
pues tengo enemigos.
No me entregues al ardor de mis rivales,
pues se alzan contra mí testigos falsos,
testigos violentos además.
Creo que gozaré
de la bondad de Yahvé
en el país de la vida.
Espera en Yahveh, sé fuerte,
ten ánimo, espera en Yahveh».
Cuando los acontecimientos nos despojan de esa armadura, confeccionada con esa historia paralela a la voluntad de Dios —que no tiene una finalidad diferente a aquella torre de Babel—, y queda al descubierto nuestra vulnerabilidad, aparecen los miedos, los temores, las dudas, las preguntas sin contestación.
Acabo de vivir uno de esos momentos inexplicables que me recuerdan toda la vida de la Virgen María, pero al intentar imitarla —depositando en mi corazón lo acontecido— se me produce una hemorragia de fe difícil de contener. Inesperadamente he recibido la visita de la muerte de un ser cercano, y que según las estadísticas no era su momento ya que tenía recién estrenada la cincuentena. Era algo más joven que yo y había tenido cierto protagonismo en la historia de mi vida: hermano en la fe, amigo, compañero de trabajo por un tiempo… En definitiva, alguien al que he querido, por el que he sufrido al ver su dolor y con el que me he alegrado al compartir sus momentos felices. Se ha ido; no ha dicho adiós; no he podido darle el último abrazo. En su lugar he tenido que vivir el dolor reflejado en los semblantes de su mujer, de sus hijos, de sus hermanos, de sus amigos…
A esta experiencia personal tengo que añadir el ambiente que nos rodea y que golpea mi espíritu; este día a día marcado por esta feroz crisis donde el no tener empleo y el miedo a perderlo, la desesperanza, la tristeza profunda provocada por las malas noticias constantes que escuchamos, comentamos o leemos, hacen que las depresiones y los suicidios sean parte de esos macabros noticiarios. En resumidas cuentas, un panorama parecido a aquel que describe el evangelio según San Mateo cuando dice: “Viendo (Jesús) la multitud, tuvo compasión de ellos, porque estaban cansados y abatidos como ovejas sin pastor” (Mt 9,36).
Bien, pues en esa llama del amor de Dios que es oscura —en palabras de San Juan de la Cruz—, en esa tela que envuelve mi alma y la sofoca, me ayuda meditar hoy el Salmo 27 titulado “Junto a Dios no hay temor”.
cuando mi alma se aconjoga, te recuerdo
Si observamos con detenimiento la historia en la que hasta ahora nos hemos desenvuelto, repararemos en que la mayoría de los acontecimientos que hemos vivido han sido de oscuridad. No solo los santos de altar tienen su noche oscura. ¿A qué es debido esto? El hombre, a semejanza de la luna, es un satélite que a pesar de ser el objeto más brillante en el cielo después del Sol, su superficie es en realidad muy oscura, con una reflexión similar a la del carbón. No somos nada; es más somos —como decía Santa Catalina de Siena— la nada más el pecado. Descubrir esta verdad de lo que en realidad somos es un camino necesario para llevar a cabo la misión a la que estamos llamados en nuestra vida.
San Pablo, al llegar a este convencimiento, anima a sus catecúmenos de Corinto haciéndoles ver que somos vasijas de barro; pero, al mismo tiempo, elegidas por Dios para irradiar su luz y así mostrar a esta generación el conocimiento de su existencia, de tal forma que podamos pasar de ser la nada más el pecado, a convertirnos en la imagen del mismo Cristo, para gloria de Dios.
El salmista comienza su oración con una afirmación profunda: “Yahvé es mi luz y mi salvación”; Él hace posible que yo pueda ver cada día su amor; el sentido que tienen los acontecimientos en mi vida; el camino que he de seguir hacia la Vida Eterna que me propone. Él es, cómo dice el Salmo 41, la salud de mi rostro; buscamos esa salud en una vida equilibrada, cuando la verdadera salvación la tenemos en Dios, que tan alejado se encuentra de nuestra voluntad, en muchas ocasiones.
El salmista nos exhorta a no huir —cómo el pájaro al monte— cuando la cruz se nos presente: cuando el paro nos aceche, las ganas de vivir nos desaparezcan, los acontecimientos nos sobrepasen, cuando nos sintamos como diana de las flechas del Creador. Sino que, por el contrario, nos anima a buscar al Señor para hacerlo nuestro refugio. A esperar en Él, con la confianza de poder alabarlo de nuevo.
David, al igual que nosotros, no se ha visto librado de sus miedos y temores a pesar de haber tenido todo lo que la sociedad le había ofrecido: una casa, comodidades, una excelente posición… por eso declara que lo único que le apacigua y le sosiega es habitar en la casa del Señor; vivir cerca de Él. En el día de la desdicha, el Creador, le esconderá en lo oculto de su tienda y le permitirá ver a la Iglesia, imagen de la belleza de Dios, que le llevará a exclamar: ¡Qué bellas son tus tiendas!
en la desnudez eres mi vestido
El Señor nos invita a través de este salmo a buscar la voluntad de Dios y ante el sufrimiento unirnos a Jesucristo en aquellas palabras: “que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Ese misterio escondido a los ángeles y a todos aquellos que se creen inteligentes, esa tienda que está oculta a nuestra razón, es la cruz. Todos huyen de ella pero como dice el Himno a la Cruz Gloriosa: “Su rocío me da fuerza, su Espíritu como brisa me fecunda; a su sombra he puesto yo mi tienda. En el hambre es la comida, en la sed es agua viva, en la desnudez es mi vestido”. Ella nos llevará a ser levantados en esa roca que es Cristo. Para todos aquellos, que como San Pablo la descubren, llega a ser la fuerza de Dios que les permite vivir de una forma diferente.
El salmo profetiza que levantaremos la cabeza; despreciaremos la tristeza, pues dice el Salmo 110, al hablar del sacerdocio del Mesías, que en el camino bebe del torrente —imagen de la cruz— y por entrar en ella, por beber ese cáliz de la voluntad de Dios, puede levantar la cabeza por encima de todo poder, de todo enemigo, incluso de la muerte.
Es en esa tienda escondida de la que habla el salmista donde ha encontrado a aquel que representa todo en su vida; la alegría de este encuentro le va a llevar a realizar sacrificios de aclamación, como hace Jesús en la cruz cuando recita el Salmo 21,23-25: «¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré!: “Los que a Yahvé teméis dadle alabanza, raza toda de Jacob, glorificadle, temedle, raza toda de Israel. Porque no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, más cuando le invocaba le escuchó”».
Asimismo, todos los que estuvieran en aquella hora, en el monte de los Olivos oyeron el clamor que salió de su boca poco antes de morir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, solicitando el auxilio de aquel de quien buscaba su rostro.
ilumina mis ojos, no me duerma en la muerte
Jesús le ha dado la posibilidad al ser humano de poder ver el rostro de Dios y no morir. ¿Dónde buscamos el rostro de Dios? ¿A quién pedimos la salvación? Ese rostro de Dios ha sido levantado, como fue levantada aquella serpiente de bronce en el desierto, de tal forma que el que le mire y crea, será salvo. El sufrimiento y la muerte no tienen por sí solos ningún sentido; no nos podemos enfrentar a ellos; nos escandalizan y nos hacen huir. En Jesucristo el hombre tiene acceso al Padre, a ver su rostro y a poder pasar de la muerte a la vida, a vivir la experiencia que manifiesta el salmo 84 que al pasar por el valle del Bálsamo, lo convierten en un hontanar, y la lluvia primera lo cubre de bendiciones.
Todos los días tenemos dos posibilidades: buscar la salvación por nosotros mismos construyéndonos una torre que nos aleje de la voluntad de Dios, o caminar por el sendero de la vida que nos ha iluminado Jesucristo; allí experimentaremos, al entrar en la cruz siendo uno con Él, cómo nuestra vida quedará cubierta de bendiciones y nuestro luto se convertirá en gozo.
El salmista conoce el poder de su Señor y lo confirma en esta frase: “Si mi padre y mi madre me abandonan, Yahvé me acogerá”. ¡Cuánto son capaces de hacer unos padres por un hijo! Los que tenemos hijos sabemos cómo te hace cambiar un hijo de mentalidad, de forma de ver las cosas. Pues dice el salmista que en el caso de desprecio por parte de mis padres, de los que más están dispuestos a hacer por mí, el Señor siempre será mi refugio, mi bienhechor, mi alcázar.
Este hombre, tocado por el Señor, desborda de uno de los dones del Espíritu Santo: El temor del Señor. Y clama: “No me abandones, no me dejes”. Él sabe de dónde le viene la dicha y no la quiere perder. Él conoce el amor incondicional del Padre y se angustia al pensar que le puede ser arrebatado.
¡oh toque delicado, que a vida eterna sabe!
David siempre ha tenido una cosa clara en su vida: prefería la justicia de Dios a la de los hombres. En este salmo continúa con la misma idea; esta le lleva a expresar su temor a caer en mano de los enemigos. Es una llamada de atención ante nuestra actitud, en determinadas ocasiones, condescendiente, permisiva y hasta coquetona con las ideas del mundo (uno de los grandes enemigos del cristiano); dice el salmista que los rivales son mentirosos, que te la juegan y además con violencia.
Vivir en el exilio implica un abandono de Dios y de sus mandamientos; cuando vivimos de espaldas a nuestro Señor, los enemigos encuentran una vía libre para el ataque. El salmista nos invita a pedir al Señor el discernimiento para poder descubrir cada día ese camino —que aunque estrecho— nos da la seguridad de evitar las emboscadas de aquellos que buscan nuestra perdición; que quieren robarnos nuestra libertad.
Termina el salmo invitándonos a la esperanza, uno de los tres focos que alumbran nuestra oscuridad y que nos da el valor, las ganas de vivir esa santidad a la que somos llamados. Esta virtud es aquel impulso que San Juan de la Cruz sentía como un ardor misterioso en su corazón:
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.
Aquésta me guiaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.
La esperanza es aquel aceite que tenían cinco de aquellas diez vírgenes que esperaban al novio; al llegar Él, en medio de aquella noche oscura, pudieron ser testigos de aquella escena a la que estamos todos invitados a participar como protagonistas:
¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!
Ángel Pérez Martín