Perfecto es el camino de Dios,
acendrada es la promesa del Señor;
él es escudo para los que a él se acogen.
¿Quién es Dios fuera del Señor?
¿Qué roca hay fuera de nuestro Dios?
Dios me ciñe de valor
y me enseña un camino perfecto;
él me da pies de ciervo
y me coloca en las alturas;
él adiestra mis manos para la guerra,
y mis brazos para tensar la ballesta.
Me dejaste tu escudo protector,
tu diestra me sostuvo,
multiplicaste tus cuidados conmigo.
Ensanchaste el camino a mis pasos,
y no flaquearon mis tobillos;
yo perseguía al enemigo hasta alcanzarlo,
y no me volvía sin haberlo aniquilado:
los derroté, y no pudieron rehacerse,
cayeron bajo mis pies.
Me ceñiste de valor para la lucha,
doblegaste a los que me resistían;
hiciste volver la espalda a mis enemigos,
rechazaste a mis adversarios.
Pedían auxilio, pero nadie los salvaba;
gritaban al Señor, pero no les respondía.
Los reduje a polvo, que arrebata el viento;
los pisoteaba como barro de las calles.
Me libraste de las contiendas de mi pueblo.
me hiciste cabeza de naciones,
un pueblo extraño fue mi vasallo.
Los extranjeros me adulaban,
me escuchaban y me obedecían.
Los extranjeros palidecían
y salían temblando de sus baluartes.
Viva el Señor, bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador:
el Dios que me dio el desquite
y me sometió los pueblos;
que me libró de mis enemigos,
me levantó sobre los que resistían
y me salvó del hombre cruel.
Por eso te daré gracias entre las naciones, Señor,
y tañeré en honor de tu nombre:
tú diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu Ungido,
de David y su linaje por siempre.
la misión del cristiano se realiza en la vida diaria
Concluye este salmo cantando de un modo bellísimo las hazañas de Dios a favor de su pueblo; el salmista no puede menos que decir: “Por eso te daré gracias entre las naciones, Señor, y tañeré en honor de tu nombre”. Este versículo ya nos indica cuál es la misión a la que Dios llama a su pueblo y, sobre todo, el porqué de esta misión; no se trata de aprender discursos ni de argumentar de forma convincente.
Cuando los judíos se reúnen en la noche de la Pascua están toda la noche en vela contando y cantando las maravillas que Dios ha hecho con ellos y, en un momento determinado, los niños preguntan: “¿Por qué esta noche es distinta de las otras noches del año?, ¿qué hacemos hoy aquí, despiertos y en vela?” La respuesta es: “Estamos en vela porque Dios estuvo toda la noche velando con su brazo extendido cuando nos sacó de Egipto” y “hacemos esto por lo que Dios hizo con nosotros”, de manera que, de un pueblo de esclavos, Dios ha hecho el pueblo de su propiedad personal (ver Dt 19,5). He aquí un pueblo que ha conocido la manifestación de Dios en su historia, no a través de libros ni de ritos, tantas veces vacíos, sino a través de una experiencia vital que ha transformado sus vidas: “Éramos esclavos en el país de Egipto y el Santo, bendito sea, nos sacó de allí con mano fuerte y brazo extendido…”.
San Pablo dice: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios a enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!; de modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Ga 4,4s). Tenemos, pues, un Padre a quien dirigirnos: “Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13); un Padre que perdona: —“este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 24) —; un Padre que ama: —“tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16) —; un Padre que se ocupa de nosotros para darnos lo que necesitamos: —“no andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?, pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 5, 31s) —; un Padre, en fin, que aparece e interviene en nuestro favor, no sólo cuando las cosas van bien —qué fácil es decir que Dios es bueno cuando todo nos va como queremos—, sino, sobre todo, en los momentos en que las cosas se tuercen y la vida parece hacernos frente y volvérsenos adversa.
liberación de todo
Esta es la experiencia del cristiano, al igual que la de Israel: Dios es aquel que se compadece de su criatura y, rompiendo sus cadenas, le hace vivir una realidad nueva en la que el hombre puede experimentar, aun con todas sus debilidades, la plenitud de la vida que viene de Dios, una vida en la que ya no caben los antiguos odios, rencores ni angustias porque “… el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Co 5,17), y aparecen cosas nuevas y sorprendentes —la reconciliación, el amor, la paz y la libertad—, no como las entiende el mundo, sino como las ha concebido Jesucristo. En Él hemos recibido una herencia que es su misma naturaleza: el ser hijos de Dios, tener sus mismas actitudes y sus mismos sentimientos, amar al prójimo como Él nos ha amado a nosotros; la depositaria de esta herencia es la Iglesia y en ella se nos entrega gratuitamente para que toda nuestra vida sea una alabanza, una bendición al Dios que nos sacó de la amargura y la angustia, y selló en nuestro corazón la garantía de la vida eterna que Jesucristo ha ganado para todos los hombres.
Quien ha tenido esta experiencia, ¿cómo podrá callarla?, ¿cómo podrá quedársela para sí mismo?, ¿cómo enterrar este talento para que no produzca frutos sabiendo que “la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto?” (Rm 8,22). Es cierto que cada vez son menos los que invocan a Dios, “pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rm 10,14-15).
Si Dios se ha revelado y ha bendecido a personas concretas o a un pueblo concreto, no es porque sean mejores que el resto de las personas, sino para que sean testigos de su amor ante el mundo: “Gratis lo recibisteis; dadlo gratis” (Mt 10,8); es la misión que Jesucristo resucitado encomienda a sus discípulos: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19); en resumidas cuentas, la evangelización, dar a conocer a Jesucristo con todo su tesoro inagotable de gracia y de amor.
No puedo terminar sin dar gracias a Dios, que me ha permitido hablar de Él a través de los comentarios a este salmo, y tampoco puedo dejar de sorprenderme por su elección sobre mí, pues soy consciente de que mi bautismo me hace miembro de Jesucristo, sacerdote, profeta y rey. Él ha tenido misericordia de mí cuando nada tenía sentido y no sabía qué hacer con mi vida; me trajo de vuelta a su casa y me colmó de gracias mucho más allá de lo que yo podía imaginar, y también me puso a trabajar en su viña. Llegué el último y me pagó como si hubiera estado toda mi vida trabajando para Él; a mí, que soy débil y tantas veces le soy infiel. La única explicación que encuentro para esto es, como dice San Pablo: “Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en presencia de Dios (1Co 1,18s)”.