Si el Señor no construye la casa,
en vano se cansan los albañiles;
si el Señor no guarda la ciudad,
en vano vigilan los centinelas.
Es inútil que madruguéis,
que veléis hasta muy tarde,
que comáis el pan de vuestros sudores:
¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!
La herencia que da el Señor son los hijos;
su salario, el fruto del vientre:
son saetas en mano de un guerrero
los hijos de la juventud.
Dichoso el hombre que llena
con ellas su aljaba:
no quedará derrotado cuando litigue
con su adversario en la plaza.
La vida del hombre es un constante construir: construir el edificio de su vida, construir su personalidad, sus sueños, proyectos, ilusiones… Desde pequeños se nos empuja a entrar en esta realidad: “¡Niño estudia! ¡Trabaja! Tienes que labrarte un porvenir, tener una buena posición, dinero, prestigio, fama…, ser alguien”.
El hombre que vive su vida sin Dios pronto conoce la frustración, la insatisfacción de vivir una vida hueca, vacía, sin sentido. Cuando la vida se derrumba y nada tiene sentido, cuando no hay respuestas, ¿para qué trabajar?, ¿para qué tener hijos? ¿Adónde conduce esta carrera de la vida que termina con la muerte?
la casa apoyada en doctrinas del mundo no se sostiene
Mi vida no es más que una síntesis, una vivencia de todo lo anterior. A los diez años dejé mi casa y mi familia para estudiar en un internado. Construí mi vida en la soledad. Una vida llena de ambiciones, proyectos y vanidades totalmente al margen de Dios.
Pasé toda mi adolescencia luchando contra el Dios de mis padres, para terminar viviendo un ateísmo practicante. Pronto descubrí, ya en la universidad, que mi vida estaba destruida, que todo lo que tocaba se me derrumbaba, que nada me saciaba: ni el alcohol, ni las drogas, ni las juergas, nada.
En esta situación Dios vino a buscarme. Me derribó del caballo de mi soberbia y una luz iluminó toda mi vida. Comencé un camino de conocimiento. Conocimiento de mí mismo y conocimiento de Dios, desarrollando la potencia de mi bautismo. Descubrí mis debilidades y pecados, pero al mismo tiempo experimenté con más fuerza el infinito amor de Dios.
Hoy, casi treinta años después, puedo verdaderamente hacer mías las palabras del salmista: “Si el Señor no construye la casa en vano se cansan los albañiles” El salmista ha vivido esta experiencia y nos invita fundamentalmente a vivir en la gracia, en la gratuidad del amor de Dios, abandonados en la Providencia.
protección eterna para cuantos descansan en Dios
Vivimos un mundo exigente, donde todo pasa factura. Es difícil vivir en la gracia; necesitamos un aprendizaje, una pedagogía. Dios nos instruye en la historia, se sirve de los acontecimientos, muchas veces aquellos que no entendemos —enfermedades, problemas con los hijos, sinsabores en el matrimonio, en el trabajo, etc. — para enseñarnos a confiar en Él, a desprendernos de nuestra voluntad, con el fin de abandonarnos realmente en sus manos.
“Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas”. Si Dios no es el principio y el fin de nuestra existencia, todo es inútil. Nada tiene sentido: tantos afanes, tantas luchas, tantos combates, tantos sinsabores en el día a día. Los éxitos, los fracasos, “todo es vanidad de vanidades” (Qo 1,2).
Es inútil madrugar, engullir el tiempo; velar, intentando alargar nuestra existencia, proyectarnos en los ideales y en las cosas. Nada colma el ansia de felicidad del hombre, porque el hombre ha sido creado para otra realidad, para trascender su vida, ser eterno unido al Eterno, vivir la vida en una dimensión celeste dirigido hacia la unión con Dios, que lo llena todo y lo penetra todo.
Es inútil afanarse, “si Dios lo da a sus amigos mientras duermen”. Y ¿qué es lo que Dios da a sus amigos mientras duermen? Salomón, a quien se atribuye este salmo, tuvo un sueño en Gabaón. Dios se le apareció y le invitó a pedir lo que anhelaba su corazón, pues Él se lo concedería. Salomón pidió sabiduría para gobernar a su pueblo y discernimiento para conocer el bien y el mal; discernimiento para conocer la voluntad de Dios, para vivir en la verdad. Sin este don divino puedes vivir en la mentira, esclavo de la vanidad y la soberbia, creyendo que vives en la santidad. Precisamente, por no haber pedido nada para él —riquezas, fama, bellas mujeres…—, Dios le concedió a Salomón lo que había pedido y lo demás se lo dio por añadidura, porque quien tiene a Dios lo tiene todo. Ese es el don que da a sus amigos mientras duermen: el discernimiento. Y esto es lo que distingue a un cristiano, a un amigo de Dios.
Tú eres mi refugio, mi lote en el país de la vida
“La herencia que da el Señor son los hijos, su salario el fruto del vientre”. Dios ha querido contar con el hombre para dar vida. Pero los hijos no son una propiedad del hombre ni un mérito propio. Son una gracia, una bendición, un regalo que el Señor da como herencia.
Tengo tres hijos. Los tres son un milagro que Dios ha tenido a bien concedernos. Después de casados, deseando con ilusión tener hijos, se nos comunicó que las posibilidades de tenerlos eran prácticamente nulas. Confiando en que Dios es el único que sabe realmente lo que nos conviene, nos abandonamos en la voluntad de Dios, dejando de lado cualquier tratamiento. Y si científicamente las posibilidades eran muy pequeñas, como para Él nada hay imposible, el Señor nos ha concedido no una, sino tres gracias, tres milagros.
“Un don del Señor son los hijos, son como flechas en manos de un guerrero los hijos de la juventud. Dichoso el hombre que tiene llena su aljaba, no temerá cuando lleguen sus enemigos”. Nuestros hijos serán nuestra defensa frente al enemigo. Cada uno es una palabra de Dios en un determinado momento del matrimonio. ¡Cuántas veces su sola presencia, su ingenuidad, su valentía, ha sido un testimonio frente a juicios, incomprensiones y ataques de nuestros enemigos!
En referencia a esto el Papa Benedicto XVI dice lo siguiente: “La imagen del padre rodeado por sus hijos, de los cuales recibirá sustento en su vejez, tiene como finalidad celebrar la estabilidad y fuerza de la familia. Ellos son bendición y gracia, signo de continuidad, un don que aporta bienestar a la sociedad”.
Hoy día los hijos se programan, se decide cuándo tenerlos y el número: generalmente no más de dos, se elige el sexo, sus características y, si vienen sin ser deseados, se eliminan. Una familia numerosa siempre ha significado en toda la Revelación un signo de prosperidad y felicidad. Precisamente la imagen de una familia cristiana, abierta a la vida, donde cada uno tiene su lugar y encuentra su identidad, es el retrato que presentará el salmo, el 127.
mi alma se siente firme, está cimentada en Cristo
Por último este salmo 126 de Salomón hace referencia a que el padre rodeado de sus hijos no temerá cuando litigue con su adversario en la plaza. La Biblia de Jerusalén en lugar de “plaza”, traduce “en la puerta de la ciudad”. Allí es donde antiguamente se dirimían los conflictos.
De hecho, en las puertas, fuera de la ciudad, fue donde Jesús, el Hijo de Dios, hijo de la juventud de María, hizo justicia con el enemigo fundamental del hombre, destruyendo la muerte y su aguijón: el pecado.
Él, cargado con nuestros pecados subió al leño aceptando nuestras insolencias, nuestras debilidades, muriendo en nuestro lugar, para edificar en nosotros un hombre nuevo, una nueva creación. Para construir mediante su Espíritu un edificio no hecho por manos de hombres, sino un templo nuevo: su cuerpo, su Iglesia, construida sobre el cimiento de los apóstoles y la sangre de los mártires.
La Iglesia, cuerpo de Cristo, que Dios nuestro Señor construye y sostiene mediante el Espíritu Santo, cuenta con nosotros y nuestros afanes como piedras vivas, a pesar de nuestros pecados e infidelidades, aunque ya sabemos que “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los constructores”.