Te invoco de todo corazón:
respóndeme, Señor, y guardaré tus leyes;
a ti grito: sálvame,
y cumpliré tus decretos;
me adelanto a la aurora pidiendo auxilio,
esperando tus palabras.
Mis ojos se adelantan a las vigilias,
meditando tu promesa;
escucha mi voz por tu misericordia,
con tus mandamientos dame vida;
ya se acercan mis inicuos perseguidores,
están lejos de tu voluntad.
Tú, Señor, estás cerca,
y todos tus mandatos son estables;
hace tiempo comprendí que tus preceptos
los fundaste para siempre.
En el número 17 de Buenanueva se publicó la primera parte del comentario al salmo 118, el más largo de la escritura, el cual se derrama a lo largo de todo el año litúrgico en breves estrofas en la liturgia de las horas. Concretamente estos versículos nos acompañan en las laudes del sábado de la tercera semana del tiempo ordinario.
El tema central en la totalidad del salmo es la Ley, o, como va llamándola también, los decretos, los mandamientos, los mandatos, los preceptos, o la voluntad de Dios, que todo esto es en esencia la Ley Divina. Y lo hace de una manera fantástica, porque el salmista no se sitúa fuera de la Ley, viéndola como una norma exterior a uno que hay que cumplir porque sí, sino como el fruto de la bendición divina: “Te invoco, Señor,… y guardaré tus leyes; a ti grito ¡sálvame!… y cumpliré tus decretos”.
Es decir, te llamo y me respondes permitiendo ver tus mandamientos dentro de mí, tu voluntad dentro de mí, tu presencia dentro de mí. Es la ley cumplida en Jesucristo y, por sus méritos, depositada ya cumplida en el corazón del hombre que en Él confía: “Yo pondré mi ley en su interior” (Jr 31,31). Esto implica que el corazón del hombre ha sido convertido en el nuevo templo; mi propio corazón albergando tu presencia, Señor, como en otro tiempo hiciera la Virgen María; un templo en el que habita el amor de Dios que hace posible cumplir la ley —la ley ha sido superada en el amor—, no un amor basado en mi débil voluntad sino en tu amor, el cual gratuitamente depositas, si doy mi consentimiento, en mi interior: “En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero” (1Jn 4, 10).
Y aquí no hay moralismo alguno. Es precisamente la imposibilidad de cumplir esta ley por mi mismo lo que me impulsa hacia Ti con ojos suplicantes, y cuando, víctima del engaño, mis pecados me asfixian especialmente, me adelanto a la aurora, despierto, vigilante en medio de la noche, incapaz de conciliar el sueño, desasosegado por el profundo desamor en el que vivo, o, lo que es lo mismo, por el exceso de amor hacia mí mismo.
No hay sufrimiento mayor que el de vivir para uno mismo, de ser esclavo de la propia voluntad, lo quiera o no. No hace falta llegar muy lejos para sentirse el hijo pródigo: basta no mirarte a Ti, Señor, porque darte la espalda un momento es no vivir, como el pez no puede vivir un momento fuera del agua. Bendito seas, Dios mío, que al menos no me permites caer en el engaño de pensar que sufro por causas ajenas, por culpa de otros. Sí, mi inquietud procede solamente de vivir sin Ti, por eso “me adelanto a la aurora pidiendo auxilio y esperando tus palabras”, sólo entonces reconcilio el sueño y permanezco “como un niño en brazos de su madre” (Sal 131).
mi corazón es un altar para ti
No me es posible, no me acostumbro a saber que puedo darte culto directamente, Señor, que puedo penetrar en este nuevo lugar santo, el lugar que dentro de mí Tú deseas reservarte. Me consta que antes, ese lugar estaba reservado al sumo sacerdote, repleto de ritos de purificación, un día al año y por un breve instante en el interior del templo de Jerusalén.
Tus designios realmente me sobrecogen; en ellos has previsto un tiempo en la historia (estamos en él) en el que se ha revelado tu voluntad: la de habitar no ya en medio de tu pueblo, sino en el corazón de cada uno de tus hijos. Si lo que hacía santo el templo no era la riqueza de los materiales ni el oro que lo recubría, sino la ley que albergaba en su interior, cuánto más ahora el nuevo templo por ti elegido, tan lleno de debilidad como lo es el corazón humano —el mío sin ir más lejos— deja de tener valor si Tú no moras en él. Realmente es cierto que “la fuerza se realiza en la debilidad” (2Co 12,9)
“Mis ojos se adelantan a las vigilias meditando tu promesa” de amor eterno, para siempre. Es así pero no me acostumbro a ello, pues las palabras que se desprenden de la revelación no alcanzan a expresar una realidad tan inconmensurable: en el momento culminante de la historia el velo del templo se rasgó —como se levantaba el velo de la novia en los desposorios antes de la íntima unión— y el esposo eligió a aquella de la que siempre estuvo prendado pese a su continuo rechazo, haciéndose uno con ella, y tan fuerte fue esta unión que quedó sellada con tu sangre.
Dejaste como imagen de este desposorio la unión fecunda y extasiada del amor de un esposo y su esposa. Cielo y tierra quedaron unidos para siempre en un íntimo abrazo de amor. Así sucedió cuando se desveló el sentido final de la historia: la misericordia. “Escuchaste nuestra voz por tu misericordia, Señor”, la voz del corazón que nuestros labios apenas podían pronunciar, pues lo teníamos endurecido (Sal 94,7b) y “nos volviste a dar la vida”: cuando vimos cumplidos tus mandamientos en una carne como la nuestra, entonces vimos tendido el puente entre tu eternidad y nuestra pequeñez. La infinita distancia que nos separaba de ti se hizo añicos. Era inviable nuestro deseo de encontrarte; venía de ti, hoy lo sé, pero su realización era imposible, pues la distancia no podíamos recorrerla, estaba fuera de nuestro alcance.
dame la vida conforme a tu promesa
Y después, cuando decidiste habitar dentro de mí, yo te buscaba fuera, en las cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían (“Confesiones” de S. Agustín), haciendo de ellas un absoluto. Ahora el problema ya no es la distancia que Tú mismo has anulado, Señor, sino la ceguera de no amar tu voluntad que se manifiesta dentro de mí, de obedecer antes a mis enemigos que me separan de ti: “Ya se acercan mis inicuos perseguidores, están lejos de tu voluntad”.
Me siento desconcertado. Cuanto más próximo te siento Señor, menos te conozco, como también se ilumina el desconocimiento que tengo de mí mismo: todavía hoy, Señor, soy mi gran desconocido. Dudo de la sinceridad de mis deseos, desconozco la oscuridad de mis anhelos, sólo atisbo la permanente confusión en mi elección, “puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7,19).
Mis perseguidores actúan desde dentro, donde Tú pugnas por entrar. Sin conocerte a ti, Señor, no sé realmente quién soy yo. Preciso tu cercanía para vencer a mis enemigos; te ruego que estés cerca para que tu voluntad en mí sea estable, para que pueda encontrar mi propia imagen rota: “Tú, Señor, estás cerca y todos tus mandatos son estables”.
Tu proyecto, Señor, lo concebiste desde siempre y para siempre. Qué gran consuelo frente a esta realidad tan cambiante, frente al mensaje que recibo diariamente de la inexistencia de nada estable, de que todo es relativo, que tan verdad es una cosa como su contraria. Frente a la imposibilidad de encontrar asideros firmes, contigo, Señor, percibo una seguridad permanente: “hace tiempo comprendí que tus preceptos los fundaste para siempre”.
Sólo en ti Señor la vida tiene pleno sentido. Sólo en ti podemos hablar de la vida sin recortar nada de lo que existe, sin mutilar lo que no encaja en nuestra mente pequeña. Sólo contigo podemos sentirnos vivos sin mirar de soslayo la tumba que nos espera, porque sabemos, Señor, que tu tumba está vacía, que tu abrazo era sincero y llevaba implícito el hacerse uno conmigo, mi yo unido a tu eternidad (quiero decirlo en singular para que su significado no resulte dispersado en el anonimato).
La pequeñez de mi existencia y la de aquellos que quiero, mi minúsculo paso por la vida no quedará borrado absurdamente, no, porque Tú me has amado, porque gratuitamente has unido nuestros destinos. Desborda mi razón, y aunque preñado de imperfecciones, confieso que yo también te amo, Señor.