En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.) Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: – «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?» El les contestó: – «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.” Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.» Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: – «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, -fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»
Este evangelio de San Marcos probablemente nos interpela. ¿No somos demasiadas veces como esos cristianos viejos autosuficientes, tal vez engreídos, que miramos por encima del hombro a los demás? La fe necesita cultivarse cada día, aunque sea un regalo del Señor, y no puede caer en la rutina o en la simple complacencia; muy al contrario, cada día necesitamos la conversión, mirar a Cristo y pedirle que nos dé un corazón nuevo capaz de amar.
Esta familiaridad, este diálogo mediante la oración, es sencillo y fácil en el cristianismo. Como dice Moisés en la primera lectura, del libro del Deuteronomio, “¿hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?” En efecto, Dios está siempre con nosotros, cercano, conocedor de nuestras limitaciones y defectos pero también de nuestros deseos de seguir el camino y los ejemplos de Jesús. Y sólo nos pide una cosa: sinceridad. Como recoge San Marcos, Cristo recuerda a los fariseos la profecía de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.” ¿No somos también nosotros muchas veces como esos fariseos hipócritas? ¿No nos creemos a menudo cristianos de primera división pero en realidad optamos cada día por los dioses del mundo? La epístola de Santiago, en la segunda lectura de hoy, es tajante: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo”. En definitiva, que el Señor nos invita a ser verdaderos testigos de la esperanza, de los rasgos que identifican a un cristiano.
Por ello, el evangelista nos invita a no juzgar todo lo que pasa a nuestro alrededor. Los medios de comunicación nos aportan cotidianamente tantas situaciones de injusticia y pecado que nosotros enjuiciamos, sin darnos cuenta de que en muchas ocasiones nosotros participamos de esas actitudes. Es radical cuando dice: “Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, -fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»
Pero tenemos una promesa. Dios desea transformar nuestros corazones para que podamos conciliar nuestras palabras y nuestras obras. Como dice el profeta Ezequiel: “arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne”. Esto no se hace de forma automática, sino en todo un proceso: nuestra vida es un camino que parte del bautismo y que, dentro de la Iglesia, conviviendo con otros hermanos que formamos el pueblo de Dios y apoyados en la liturgia y en los sacramentos, nos permitirá regenerarnos y ser criaturas nuevas: santos. Una santidad a la que todos los cristianos estamos llamados, no en nuestras fuerzas y méritos sino en la misericordia de Dios.
Y una última cuestión. Ser cristiano no significa la exclusiva para la salvación. Hay muchas personas de buena voluntad, que no se sienten cristianos, que no tienen fe, que no están lejos del Reino de Dios. Para cada persona tiene previsto el Señor un camino y una vía de salvación, aunque en ello interviene la libertad de cada uno. Pero nuestra actitud ha de ser de humildad. Somos servidores: el Señor nos ha elegido, nos ha hecho el enorme y maravilloso regalo de la fe, para que podamos ser Sal, Luz y Fermento en nuestra sociedad. Para que invitemos a vivir el Reino de los Cielos ya aquí en la tierra, como un aperitivo de lo que será la Vida Eterna.
Juan Sánchez Sánchez