Antonio Sanz Camarero tiene 88 años y un corazón que sigue latiendo al ritmo de Dios. Con apenas once años se marchó al seminario movido por el deseo de seguir a Cristo, quien ha sido su vida y el motor de su existencia. Como un pastor fiel y cumplidor, se ha gastado y desgastado por sus ovejas hasta conducirlas a verdes páramos y hacer de su parroquia de Santiago y San Juan Bautista de Madrid una porción viva y comprometida de la Iglesia. En su entrega a Dios y al prójimo no ha habido horarios ni distinciones; únicamente generosidad y servicio. Centinela de la Palabra, este sacerdote soriano de trato afable y vida sobria lleva más de medio siglo iluminando con su predicación y ejemplo a cuantos se le han encomendado.
¿Cómo conoció el amor de Dios en su vida?
De muchas formas. A través de mi familia, sobre todo de mi madre; también por un tío sacerdote, Juan, primo carnal de mi padre, que solía venir a mi pueblo, Valdezate (Soria), a visitarnos. Ellos hicieron que fuera saliendo de mi yo y me fijara en Dios. Aunque conocerlo plenamente ya fue en el seminario.
¿Cómo le transmitieron la fe sus padres?
Fuimos siete hermanos pero cuatro fallecieron de pequeños. Mis padres siempre nos pusieron de cara a la Iglesia desde que nacimos; acudiendo a todos los oficios, rezando el Rosario etc. Recuerdo que mi primer bofetón me lo dio el maestro por ir a ayudar a la misa del pueblo: eran tiempos de la Segunda República y, como llegué un poco más tarde a la escuela, según entré me pegó el bofetón delante de todos los chicos. ¡Qué le vamos a hacer! Bajé la cabeza y me aguanté, pero eso no me impidió que siguiera yendo a la Iglesia y ayudar de monaguillo. Ya hacía yo todo lo posible para que no me volviese a pescar.
¿Cuándo y cómo descubrió su vocación al sacerdocio?
Yo me encontraba muy gozoso en la Iglesia, aunque, según decían, era un bicharraco de mucho cuidado. El testimonio de mi tío Juan también me ayudó para decidirme. A los diez años comencé a estudiar con el cura de mi pueblo para poder presentarme al seminario. Un año después entré en el de El Burgo de Osma. Yo era un poco “un viva la vida” y buscaba mi gusto en todo, estaba un poco a mi aire y, de vez en cuando, me gustaba ver lo que había fuera. Pero fue a los 17 años cuando definitivamente decidí entregarme de pleno al Señor y tomarme en serio la vocación. Esto ocurrió en unos ejercicios espirituales con el padre Jorge Antón, un sacerdote jesuita que luego se quedó como director espiritual del seminario. Era un hombre muy cariñoso en el trato, pero muy fervoroso y serio en sus convicciones, de quien los seminaristas decíamos que estaba hecho de raíces de árbol. Sus ejercicios de san Ignacio de Loyola, tal y como eran entonces, me removieron hasta tal punto que mi vida cambió.
Señor, lo que tú quieras
¿Cómo se lo tomaron sus padres y allegados?
Muy bien, ya que, aunque eran años de represión por la República, mis padres fueron muy valientes y nunca ocultaron el ambiente religioso que vivíamos en casa. Lo que ocurrió es que me dijeron: “Pero ¿tú cura, con lo ‘pirranda’ que eres?”. Se alegraron mucho, pero les cogió de sorpresa, ya que sabían que me gustaba mucho bailar con las chicas en el pueblo, y a ellas también conmigo, pues decían que las trataba con delicadeza.
¿Dónde le sorprendió la guerra civil?
Cuando estalló la guerra, mis padres y hermanas vivían en Valladolid y yo estudiaba en el seminario de esa ciudad. En plena guerra, como estábamos en zona nacional, el seminario fue tomado por los italianos como su cuartel general y me tuve que marchar al de Salamanca. Un año después lo tomaron los alemanes y volví de nuevo al de El Burgo de Osma.
¿Qué recuerdos guarda de esos años de seminarista?
Fueron años fantásticos. Yo ya le había dicho al Señor: “cuenta conmigo” y me sentía muy feliz. Algunos seminaristas y yo formamos una especie de congregación llamada “los Misioneros de Santo Domingo de Guzmán”, en honor a este santo, que fue canónigo de El Burgo de Osma, en donde todavía se encuentra la silla que él usaba, y cuya madre vivió en Aza, a cuatro kilómetros de mi pueblo. Nos dedicábamos a misionar por toda la diócesis de Soria y de Logroño, pues en ese tiempo era muy difícil para los frailes desplazarse por los pueblos. Aquí comenzó a manifestarse mi vocación por todo lo apostólico. Estábamos cinco o seis días en cada pueblo predicando sobre temas tan fundamentales como el sentido de la vida, el cielo, el infierno, la muerte, etc. y la gente nos escuchaba con atención. Estuvimos incluso en Buenos Aires, a donde partimos 700 misioneros españoles, 2.000 en total de varios países, para predicar en aquellas tierras. Es el mejor crucero que yo he hecho en mi vida. Salimos de Barcelona en barco hasta Lisboa; de allí a Dakar, luego a Río de Janeiro, Montevideo y finalmente Buenos Aires. ¡Era como estar en el cielo! Catorce días rezando, cantando, preparando las misiones, predicando a los pasajeros. Recuerdo también que, estando en Buenos Aires, fui a visitar a unas monjas conocidas que vivían en Río Cuarto y les dí unas ejercitaciones por un mundo mejor. Yo estaba gozoso de poder entregarme por Jesucristo a los demás. Como en el barco formé un coro, en el viaje de vuelta el capitán me pidió que entretuviera a la gente con cantos, ya que se había originado un pequeño incendio en las máquinas y debían detener el barco durante unas horas. Nadie podía enterarse para que no cundiera el pánico. Allí estuvimos cantando varias horas sin que notaran que estábamos parados.
¿Cuál fue su primer destino como sacerdote?
Mi director espiritual, el Padre Jorge Antón, cuando me ordené sacerdote me preguntó: “¿Y si te mandaran a un pueblo donde no hubiera luz, irías?”. “Sí”, le dije yo muy convencido. “¿Y si no hubiera agua?”. “Sí, también” Pues mi primer destino fue a Aldelafuente, en Soria, un pueblo de 27 familias. Cuando vinieron a la estación a recogerme a caballo, pues no había ni carreteras, recuerdo que el cura de Cabrejas del Campo me dijo: “Vienes al peor pueblo de la diócesis”. Eso para mí fue como ponerme espuelas. Es verdad que no había luz ni agua; sólo se oía pasar a cinco km el tren de Valladolid a Valencia. Tampoco tenía médico, únicamente una maestra. Pero lo peor no era eso, sino que no iban a misa. El campo era estupendo para el vino; a esta tierra se le consideraba los almacenes de Soria. Yo no he visto pajigueros tan altos como allí. La gente trabajaba mucho, pero descuidaba ir a la iglesia.
Sin embargo, poco a poco me fui haciendo con los vecinos. Los domingos, después de andar 15 km para celebrar la Misa en dos pueblos más, me juntaba con los chicos y chicas a jugar. Por la noche los llevaba a todos a la iglesia y hablábamos sobre los temas que les interesaban. Si no me veían por ahí, venían a buscarme. Preparé un salón en mi casa para las reuniones con los jóvenes. Llegué a quererlos mucho a todos e incluso una de las chicas se marchó de religiosa clarisa al convento de Soria.
“lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea”
¿Dónde fue su siguiente misión?
Como a mí me gustaban mucho los coros, me plantearon presentarme a las oposiciones para el coro de la Concatedral de Soria. Así lo hice, las gané y tuve que dejar el pueblo con gran dolor. Empecé en la Concatedral y también como regente en la pastoral de la parroquia de San Juan de Rabaneda. Estos destinos me permitían tener tres meses de vacaciones y los dedicaba a hacer ejercicios espirituales y misiones. Después vino el Concilio Vaticano II y, al acabar, pensé que, puesto que los obispos se reciclaban, sería bueno que los curas también lo hiciéramos y pedí una excedencia de un año para venir a Madrid a estudiar catequética y liturgia en el Instituto de Pastoral de Salamanca. Por aquel entonces yo conocía al párroco de San Antonio de la Florida de Madrid, pues solía ir a Soria de vacaciones. Cuando se enteró que yo estaba en Madrid, vino a buscarme en una Cuaresma para que me encargara de la misa de la tarde y de la pastoral de jóvenes. Comencé con unos ejercicios espirituales con un grupo de chicas y chicos, y lo que se suponía iba a durar un año, se convirtió en dos, pues no me dejaban marchar. Le planteé al obispo de Soria la posibilidad de quedarme en esta parroquia de Madrid y reconoció que, aunque no estaba muy de acuerdo, no me podía retener porque en El Burgo de Osma éramos 70 curas para 5.000 habitantes y en Madrid uno sólo para 25.000.
¿Qué recuerdos guarda de esta nueva etapa en San Antonio de la Florida?
Muy buenos. Fui el primer sacerdote incardinado por el cardenal Morcillo, es decir, el primero que pasó de una diócesis a otra. Renuncié a los beneficios de mi anterior destino y comencé de soldado raso en San Antonio. Pero ¡bendito sea Dios!, pues estoy seguro que de no ser así, mi vida hubiera sido más cómoda.
¿Cómo transcurrieron los años?
-En la parroquia había tres curas más, pero a mí me dieron el campo abierto para la pastoral y entonces comencé catequesis con un grupo de chavales, tal y como había visto en el Instituto de Salamanca. No teníamos más que un pequeño barracón, pero ya había un espíritu de unión entre todos. Sin embargo, al año comprobé que necesitaba cambiar el modo de catequizar, pues me daba la sensación de que decía siempre lo mismo. Me acordé de Kiko y Carmen, los iniciadores del Camino Neocatecumenal, a quienes conocí en el Instituto de Pastoral de Salamanca, al que iban siempre que hablaba el Padre Farnés. En una ocasión hicieron la preparación del Adviento con los del Instituto y nos invitaron a celebrar con ellos en una parroquia. Allí escuché sus vivencias y me impresionaron. Además, como yo desde siempre había echado en falta en la Iglesia precisamente la unión entre “catequesis” y “pueblo”, es decir, que se catequizara en comunidad y no aisladamente para jóvenes, para casados, solteros, etc., como se venía haciendo, y esa era su manera de hacerlo, me entusiasmaron. Les pedí que hicieran catequesis en la parroquia y así fue. Se formó una primera comunidad neocatecumenal entre los jóvenes del grupo y alguno más, y luego fueron surgiendo otras. ¡Fueron tiempos muy felices!
¿Cómo llegó a su actual parroquia, la de Santiago y San Juan Bautista?
Pasaron los años y el párroco de San Antonio de la Florida se jubiló y en su lugar mandaron a otro sacerdote. Poco después decidieron trasladarme a mí de párroco a Santiago, puesto que el anterior se marchaba de sacerdote itinerante. Esto fue en el año 1988 y hasta hoy; sin perder, gracias a Dios el espíritu de querer misionar.
por tu Palabra, Señor, echaré las redes
¿Existen diferencias entre los sacerdotes de hoy día y los de sus primeros años de sacerdocio?
Sí, claro que las hay. Antes había un espíritu apostólico muy fuerte por entregarse a los demás y evangelizar. Ahora llevamos otra línea, aunque quizás más madura. Después de la guerra había más facilidad para anunciar a Jesucristo; la gente era más receptiva y dócil. Entonces se buscaba la manera de hacer llegar la Buena Nueva a todos. El hombre de ahora está necesitado igualmente de Dios como en aquellos años, pero hoy día lo religioso está desvalorizado y lo único importante es la vida terrenal. Tenemos el estómago lleno y queremos ser dioses; por tanto, nos estorba el ser cristianos. Por eso, si no se tiene un temple formado espiritualmente, es fácil dejarse llevar por esta corriente. De ahí que hoy sea necesario que todos los cristianos, sacerdotes, religiosos y laicos, anunciemos esta Buena Nueva con la propia vida. Se desprecia lo cristiano por ignorancia y por la “contracatequesis” que existe en el mundo. Por eso la misión del cristiano es doble: descubrir que tener a Jesucristo es lo más valioso en la vida y luego comunicárselo a los demás en comunidad, es decir, en Iglesia. Esto es clave.
¿Qué siente por sus ovejas?
Amor, aunque muchas veces no las sé amar. Me dan quebraderos de cabeza, pero las amo. ¡Son mi vida! Con todo y con eso, estoy contentísimo de haber entregado mi vida así y lo que siento es no haberla entregado más.
¿Qué es lo más gratificante y lo más duro de su misión como pastor?
Mi vida está entregada a anunciar al Señor como el único que las puede salvar, dar sentido a sus vidas, hacerles gozar aun en medio del sufrimiento. Ese es mi mayor gozo. Por eso lo más gratificante es que respondan a la Buena Nueva, y lo más duro es el rechazo. Tener un tesoro y no poderlo dar es lo peor.
¿Merece la pena una vida vivida en unión con Cristo?
Indudablemente. No sólo merece la pena, sino que para mí es la única manera de vivirla. No la concibo de otro modo.
¿Ha echado algo de menos o Dios lo ha llenado todo?
He echado en falta el que algunos no respondieran a la llamada, pero Dios lo ha llenado todo. Si no está Él, están mis pasiones, que de vez en cuando salen. Pero la gracia siempre es superior a todos los inconvenientes y pecados que uno tiene. Gracias a Dios sé lo que es vivir en gracia y sé lo que es vivir en pecado. Como vivir en gracia no se vive de ninguna otra manera.
El sacerdote tiene el peligro de vivir el ministerio como un funcionario
Ese es un peligro muy grande. Eso es lo que yo no quisiera ser, aun a pesar de que tengo que desempeñar tareas que parecen de funcionario. Yo lo tengo presente y hago lo posible por no serlo; lo cual no quiere decir que no tenga muchos fallos. Pero el Señor sabe que quiero hacerlo todo por el bien de los otros. Cuando me entrego a los demás por Dios, es cuando soy más feliz.
“vendré y os llevaré conmigo”, dice el Señor
¿Con qué le pretende engañar el demonio?
Hace todo lo posible para que sea orgulloso y soberbio. He tenido que luchar para conservar mi castidad, pero el experimentar lo mal que se pasa cuando no se vive en gracia, ayuda a formarse. Espero que el Señor me tenga siempre de su mano, porque se la puedo jugar hasta el último momento. Por eso le pido un espíritu de humildad para no creerme algo, sino todo lo contrario, ser consciente de lo poco que soy.
¿Qué supone para usted la Virgen María?
Mi madre. Ella me ha acompañado en este caminar y me lleva siempre a su Hijo. Es imprescindible en mi vida.
¿Cómo transcurre un día normal en su vida?
Me levanto y ya empieza toda la pastoral. No tengo tiempo para nada más. En tres años creo que he visto una película en el cine. ¡Con lo que me gustaba a mí!
¿Tiene miedo a la muerte?
Hasta ahora no, aunque aceptar el dolor me cuesta. Son 88 años y todavía sigo adelante, y ya ves que, además, bien. Sin embargo ya noto que, si me descuido, no puedo ni subir las escaleras, pero pienso que el Señor actuará. Si no actúo yo, que actúe Él.
Dijo el Padre Arrupe a punto de morir: “Para el hoy, amén; para el mañana, aleluya”. ¿Suscribe usted esto mismo?
Sí. Yo quiero que sea un aleluya, aunque solo le pueda dar los restos. “Dame Señor el poder ofrecerte aquello que me está faltando”, le digo todos los días. Indudablemente sé que mi vida termina y hay que aceptarlo. ¡Se me ha pasado la vida que parece que no he vivido! He estado en su campo, en su casa y en su mar. Gozoso, aunque descontento porque he sido poco fiel, pero me acojo a su misericordia, que es muy grande y que no sé cómo no me ha dejado.
Después de tantos años, ¿cree que Dios ha sido bueno con usted?
Sí, yo no he sido tan bueno con Él. ¡Ni soñarlo! Sólo he sido un pecador que continuamente tengo que pedirle perdón. Él me da la alegría de poderle seguir y trabajar en su Viña. Mi vida sin Dios no tendría sentido. Sé lo que da la vida en el mundo, porque he tenido que luchar como un jabato y, aun así, a veces he caído, pero Dios siempre me ha levantado. Ha sido tan bueno que se ha valido hasta de esas debilidades, porque si no fuera por ellas, yo no le hubiera buscado tanto.