Dijo Jesús a los discípulos una parábola: “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces, verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano” (San Lucas 6, 39-42).
COMENTARIO
La denuncia de Jesús es nítida y certera. Es una experiencia universal, fácil de comprobar, que todos reparamos en los más nimios defectos ajenos y somos tan indulgentes con los propios que ni nos percatamos de ellos, o no los calificamos como tales. ¿Cómo es posible que no reparemos en la viga que llevamos ( a la vista de todos). No es una exageración, es la verdad; vemos la insignificante mota del otro y pasamos por alto la viga que llevamos. La desproporción entre “mota” y “viga” es manifiesta, pero da igual; nosotros no vemos nuestra viga, estamos ciegos; nos ciega nuestra propia “viga”.
Y que este hecho es general, lo subraya que el evangelista precise que Jesús se dirigía “a los discípulos”, no circunscribiendose exclusivamente a “sus” discípulos. Cualquiera lo puede entender. Un ciego no puede guiar a otro ciego. Y eso es exactamente a lo que dedicamos la mayor parte de nuestras energías, de nuestro tiempo y de nuestra intención bienhechora. Nos dedicamos a dar consejos porque sabemos – mejor que nadie – lo que todo el mundo debe hacer. Cumplimos, con regodeo, el religioso deber de sacar la mota del ojo ajeno. En esto nadie peca por omisión. En esta alienación permanente, retroalimentada por la malinterpretada propensión a la corrección fraterna, discurre nuestra vida sin fijarnos en la viga que anula nuestro ojo.
El ojo es el acceso al alma; allí preservamos de la luz una gigantesca viga, que nos convierte en ciegos, de hecho. ¡Que oscuridad no habrá en mi interior!
Por eso cuando nos acercamos al otro, interpuesta nuestra viga, carecemos de la claridad,dígase discernimiento, para ayudarlo. Necesitamos, dice Jesús, quitar nuestra viga para tener la claridad, discernimiento, para ayudar a nuestro hermano, al que probablemente ya no le veremos ni la mota, que antes de nuestra higienización interior, nos parecía evidentísima y ahora puede haberse esfumado.
No hay paños calientes ni componendas. ¡Hipócrita! Este es el calificativo que, en singular, para cada uno de nosotros, nos dirige el maestro, por encima del cual ni estamos ni podremos nunca estar. El insulto, que merezco, no pretende zaherir cuanto mover a la acción. Hay un imperativo dirigido a la auto corrección, a ocuparnos de nuestra propia limpieza (“interior”, Mat 23 23ss), adquirir conocimiento, para así acercarnos al otro con posibilidad de prestarle una verdadera ayuda. Sólo entonces podremos “ver claro”, justo eso de lo que carecemos y nos jactamos siempre a priori. Es una muletilla con la que empezamos muchas conversaciones: “yo veo claro que…” Pero la triste realidad es que somos unos pobres ciegos, y todo lo que vamos a conseguir es meter al otro, con nuestra egregia compañía, en el hoyo. Las tinieblas son contagiosas y tienen funestos efectos para quien se mueve por ellas, aunque cuente con un pretendido “guía”.
Las advertencias del Señor no son desalentadoras; no dice que dejes a su suerte a tu hermano, o que no puedas imitar a tu maestro (acaba de proclamar el llamado Sermón de la Montaña). Lo que queda pretencioso es pretender superar al maestro, o prescindir del aprendizaje. Es justamente este proceso progresivo, el aprendizaje, lo que hay que activar, empezando por el inexcusable “arrancamiento” de nuestra viga. Ello sugiere tres aspectos muy concretos: A) Es un acto voluntario, personal e individual; algo que me atañe a mí. Ninguna voluntad ajena me puede suplantar la propia. B) El acto de “sacar” la viga, con la traducción que se quiera, será siempre un proceso doloroso, por eso lo aplazamos día tras día; amamos nuestros pecados y revestidos de la excusa de nuestra propia “personalidad” aplazamos nuestra conversión radical, etc. C) Se trata de una orden, no es un mero consejo, una recomendación; no. Es un mandato yuxtapuesto a la invectiva de “hipócrita”. La única manera de dejar la hipocresía es ocuparme en serio de mi propia viga, con el saludable efecto de que – una vez que sea extraída – podré ver, en el doble sentido de ocuparse de un asunto y de percibir con claridad lo que le pueda aquejar a mi hermano.
Sin esta ascética personal, lo único garantizado es dos personas en el foso, el destino ineludible de dos ciegos. La invitación es, por el contrario, a seguir al maestro. Como luego refrenda y explica la carta a los Hebreos (5 8-9), el sufrimiento, la obediencia y el aprendizaje están necesariamente unidos.
1 comentario
Muy bonito, estoy de acuerdo