Comenzamos este escrito poniendo sobre el tapete la eterna pregunta: ¿Existe Dios? Hemos de señalar, no obstante, que el hecho de que una persona llegue, por el camino que fuere, al convencimiento de la existencia de Dios, no le es suficiente para la oxigenación de su alma; necesita también, y esto es irrenunciable, saber por sí mismo quién es ese Dios ya aceptado por su razón.
¿Quién es Dios?, se pregunta también el pueblo de Israel. Para encontrar respuestas tendrá que dejar de lado, al menos momentáneamente, sus razonamientos y dar prioridad a sus ojos y oídos, no solo a los exteriores, sino también, y sobre todo, a los interiores, lo que san Agustín llama sentidos del alma. Desde esta peculiarísima perspectiva, Israel nos ofrece una primera pista: Dios se da a conocer por medio de sus obras; así lo atestigua el salmista (ver Sal 19,1-3).
Dios ha puesto su creación, el mundo emanado de su palabra creadora, a los pies del hombre, siendo él su obra maestra. Aun así, la constatación de que la grandeza del cosmos postule un Artífice, no es argumento suficiente para establecer con Él una relación de confianza y amor. Es cierto que su obra creadora es visible y constatable, mas también lo es que no alcanza la intimidad del hombre, ahí donde este necesita abrirse al Absoluto, al Infinito, a Alguien que dé sentido y plenitud a su yo inacabado.
De ahí la necesidad perentoria de un ulterior paso en nuestra comprensión de Dios. Precisamos inexcusablemente palpar con nuestras manos, ser testigos de las obras que hace en y por nosotros. Es entonces, solo entonces, cuando podemos tener datos fehacientes para saber de Dios, quién es. Es un saber consecuencia de su hacer. Entramos así en una experiencia de fe no inventada y mucho menos programada, nace del hacer de Dios. Un hacer del que Israel es testigo privilegiado, es el pueblo elegido, y en este sentido padre y madre en la fe de todos los pueblos de la tierra. A partir de la encarnación del Hijo de Dios, esta su elección se abre en abanico al mundo entero.
“yo el Señor lo digo y lo hago”
Numerosos son los pasajes bíblicos en los que a Israel le es dado ver con sus propios ojos las obras hechas por Dios en su favor. Como prototipo de estos pasajes nos remitimos a uno que encontramos en el profeta Ezequiel que nos parece sumamente significativo. El escenario que en él se nos ofrece no puede ser más desolador. Israel sufre en su carne su destierro en Babilonia. Parece casi un pueblo muerto, y es esto justamente lo que Dios hace ver al profeta: un cementerio plagado de huesos diseminados por toda parte. Muerte, yugo, luto, destrucción… Justo ante este escenario aterrador en el que no hay cabida de esperanza alguna, resuena a oídos de Ezequiel la promesa de Dios: «Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré mi espíritu y viviréis; y sabréis que yo soy Yahvé» (Ez 37,6).
La promesa que da lugar a este «sabréis», no es creíble en absoluto. La realidad de muerte e impotencia que se cierne sobre los israelitas parece superior a lo que Dios promete. La desesperanza de los desterrados es tal que no admite ni. asimila ningún cambio en su situación a no ser para ir a peor. Sus labios solo se mueven para expresar su fatalidad: «Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros» (Ez 37,11 b).
Es una lamentación que más parece un grito arrojado al vacío a sabiendas de que no encuentra quien lo recoja. Sin embargo y aunque parezca increíble, hay un receptor: Dios, quien tiene algo que decir. Lo que va a comunicar a su pueblo es, en definitiva, su Palabra contra la del hombre. Resuena como un juramento en el que empeña su honor, su credibilidad; más aún, es un atestado a favor de su pueblo: «Sabréis que yo soy Yahvé cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío» (Ez 37,13).
El Dios de Israel cierra con broche de oro su promesa al profeta con un anuncio mezcla de sublimidad y sobrecogimiento; anuncio por medio del cual ofrece a los israelitas «algo» más que un dato o prueba para ser reconocido como Dios; les hace saber lo que constituye el núcleo y la esencia de su Ser: «Yo digo y hago». Toda palabra que sale de mi boca, se cumple. Y cuando seáis testigos de todo ello… «sabréis que soy Yo». Escuchemos el juramento de Dios: «Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yahvé, lo digo y lo hago» (Ez 37,14).
yo sé que mi Dios está vivo
Un nuevo paso, por supuesto fundamental, que da Israel en su camino de fe, viene dado cuando su experiencia como pueblo —»sabréis»— es personalizada. Me explico: todo israelita bebe del pozo de la fe de sus padres; estos, como transmisores de la fe (ver Dt 11,18-21), catequizan a sus hijos en la línea que hemos visto anteriormente:
Sabréis que Yo soy Yahvé por lo que he hecho por vosotros. Sin embargo, cada cual necesita identificarse con la experiencia de su pueblo, haciéndola suya a través de su historia personal con Dios. Se trata de aterrizar la fe de sus padres en sí mismo; pasar del sabréis o sabemos al «yo sé».
En este sentido nos acercamos, aunque fugazmente, a la figura de Job, imagen fidelísima de Jesucristo y cuya altura espiritual es inmensurable. Conocemos a grandes rasgos su vida. Satanás pide permiso a Dios para probarlo, para ver si lo ama realmente de corazón o solo por interés, es decir, con la boca. Dios le da permiso y, de un manotazo, Satanás provoca en Job, hasta entonces un hombre próspero y feliz, un cúmulo de desgracias y penalidades.
Por más que el tentador se emplea a fondo, no alcanza sus pretensiones, no consigue que maldiga a Dios. Nuestro buen hombre gime, llora, se lamenta, grita su desgracia, mas de sus labios no sale ni una palabra contra su Hacedor. Su Dios está con él, es su fuerza interior. ¿Cómo pudo ser la historia de amor que vivieron ambos, Dios y Job? No lo sabemos; son historias que tienen su pudor y su secreto. Pero sí podemos adivinar algo de ella. Mucho «de Dios» debía de haber en el corazón y en el alma de Job para llegar a hacemos esta confesión tan tierna como sorprendente: «Yo sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar me levantará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le veré… “(Jb 19,25-27). Parece que nos está diciendo: Mi pueblo supo, mis padres supieron y me lo transmitieron…, «yo sé». El proceso ha sido realmente bello. Se han roto los velos intermedios, ahora soy yo quien puedo decir: ¡Sé que tú existes y que me das la Vida Eterna!
Recojamos ahora con temor y temblor santo su postrera confesión: «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5). Te conocía sólo de oídas, lo que los míos me transmitieron de ti. Doy gracias a todos los que me contaron la maravillosa historia de salvación que hiciste con tu pueblo, mas necesitaba ser yo mismo testigo de todo ello, testigo de que tú eres Amor y Vida. Me hiciste descender, me desesperé en mi dolor y soledad, aullé como un perro, mas no me solté de ti; no consiguió Satanás arrancar de mis labios maldición alguna que me arrebatara de tus manos. Ahora ya sé quién eres, sobre todo quién eres para mí… ¡Ya sé de ti!
Jesús sabe del Padre
Jesús es la plenitud de toda la experiencia de fe que Israel ha vivido a lo largo de su historia. Sabe de Dios, sabe que es su Padre, que su Palabra es Vida Eterna. Porque lo sabe, le obedece incondicionalmente incluso cuando la muerte lo acecha: «Llega el príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que actúo según me ha mandado» (Jn 14,30-31). Sabe también Jesús que su Padre no le dejará solo aunque todos le abandonen (Jn 16,32). Sabe que siempre le escucha. Recordemos cómo se dirigió a Él en la resurrección de Lázaro: «Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas… “(Jn 11,41-42).
Sabe, en definitiva, que su Padre no va a consentir que sea presa de la corrupción en el sepulcro, no tiene la menor duda de que volverá a Él: «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). Lo sabe porque conoce su Palabra y que ésta es siempre verdad, es decir, se cumple (Jn 17,17b). Bien sabe Jesús lo celoso que es su Padre a la hora de empeñar su honor con su Palabra. Sí, es leal a lo que dice y promete.
El «Yo sé» de Jesús acerca de Dios su Padre es el definitivo. Su confesión de fe es como una matriz que da a luz innumerables historias de fe y amor. De hecho, el «Yo sé» de Jesús da lugar al «nosotros sabemos» de sus discípulos. Jesús mismo lo atestigua en aquel monólogo, tan divino como humano, dirigido al Padre que brotó de su alma al final de la última cena. Digo monólogo ateniéndome a la literalidad joánica. Trascendiendo esta literalidad, podemos hablar de toda una serie de manantiales interiores compartidos por ambos —Padre e Hijo—, y cuya belleza y profundidad escapa a nuestra percepción. Pues bien, en este que llamamos monólogo, Jesús trasvasa su experiencia del Padre a los suyos; pasa de su «Yo sé» al «ellos ya saben»: «He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo… Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti … » (Jn 17,6-8).
Creemos y sabemos, había confesado Pedro en nombre de los demás apóstoles anticipando la obra de la fe que el Espíritu Santo haría en ellos a partir de la ascensión del Hijo al Padre. Situémonos en los hechos concretos. Jesús ha multiplicado los panes y los peces con los que ha alimentado a una multitud. No se trata de un milagrito para mostrar su poder. Ha puesto ante sus ojos el signo, o uno de ellos, por medio del cual Israel reconocería al Mesías. Esto hacía parte de las catequesis que el pueblo había recibido de sus maestros espirituales. Escuchemos: «Al ver la gente la señal que había realizado, decía: Éste es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo» (Jn 6,14).
A continuación Jesús imparte una catequesis en la que se presenta como el Pan vivo bajado del cielo que vivifica al hombre (Jn 6,51). El escándalo está servido. ¿Cómo puede un simple hombre decir esto? Es un loco, o peor, un blasfemo. Desilusionados, se van retirando.
Jesús mira a su alrededor hasta que sus ojos, casi febriles, se detienen ante los doce. Fracaso en su predicación, tristeza por la cerrazón de la multitud. La situación se torna por momentos insoportable. Abrazándose a su soledad, Jesús les pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos? Es entonces cuando Pedro, el discípulo de corazón tan gigantesco como impulsivo, proclama, en nombre de todos, esta fascinante confesión: «Señor, ¿Dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de Vida Eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).
Por último y como prototipo de todos y cada uno de los discípulos de Jesús de todos los tiempos, recogemos el testimonio de Pablo. Lleva en su cuerpo y en su alma grabadas las marcas de su amor al Señor Jesús; marcas que hablan de penalidades, vejaciones, privaciones de todo tipo, atrocidades… Por si fuera poco, da con sus huesos en la cárcel. Intuye cercana la muerte. Es justamente entonces cuando ofrece al mundo entero su inapreciable confesión de fe. Resuena atronadora, parece que hasta los cielos tiemblan: «Sé bien en quién he puesto mi fe, mi confianza» (2Tm 1,12).
A la luz de una confesión de fe así, solo nos queda testificar con toda la fuerza del alma que el discipulado crece a la par de este «saber». Un cristiano, un discípulo, no es un producto conseguido a base de un proyecto de ingeniería catequética. No, discípulo es aquel que sabe desde el mismo Dios. Sabe por el hecho de acercarse a Él, de hacer juntos su propia y singular historia de fe y de amor. Afronta miedos y reservas hasta que, sobreponiéndose a sus temblores por lo que Dios ha hecho en él, puede decir: ¡Sé de quién me he fiado!