«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “¿A quién se parece esta generación? Se parece a los niños sentados en la plaza, que gritan a otros: ‘Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado’. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: ‘Tiene un demonio’. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: ‘Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores’. Pero los hechos dan razón a la sabiduría de Dios”». (Mt 11,16-19)
Ante el Hijo de Dios se retrata el sabio y también el necio. El sabio se deja iluminar; más aún, se deja curar por su Palabra, por la denuncia que ella conlleva. El sabio se siente tan impotente ante el Evangelio que lo único que puede hacer es inclinarse ante Jesús, reconocerlo como único Señor de su vida, que, por cierto, la ha podido ver en su real dimensión con sus enormes carencias, y suplicarle: “Si quieres, puedes limpiarme” (Mc 1,40).
Por el contrario, el necio se cree muy listo, y como tal, actúa. Tan listo que cuando ve venir la Palabra hacia él se pone de lado para que no le alcance. Es todo un profesional del camuflaje, y se pasa la vida sorteando a Dios y a su Evangelio con argumentos tan falaces como ridículos, por no decir infantiles.
De esto va el Evangelio de hoy. Jesús compara a sus oyentes con niños caprichosos a quienes no hay cómo contentar. Niños a quienes si se les distrae con cantos de alegría, no entran en la fiesta; si, por el contrario, son cantos de lamentación, permanecen impasibles. Con estos ejemplos, el Señor Jesús denuncia a los que, habiendo oído a Juan el Bautista cuya penitencia era notoria, le consideraron como un iluminado; por otra parte, los que le oyen a Él, que come y bebe como todo hombre normal y corriente, le catalogan como un vividor. Lo dicho: los hombres somos listísimos para sortear la verdad, creyendo así que con esta necedad resolvemos nuestros problemas.
El profeta Isaías nos habla de este tipo de personas, de su doblez, mentiras y banalidades: “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo! ¡Ay, los sabios a sus propios ojos, y para sí mismos discretos!… Rechazaron la enseñanza de Dios, despreciaron la Palabra del Santo de Israel” (Is 5,20-24). En términos —si queremos decir— más contundentes, así los define el autor del libro del Apocalipsis: “Conozco tu conducta: No eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca” (Ap 3,15-16).
Jesús viene a llamar a estos hombres, sabios según su propio corazón, en contraposición a los hijos de la Sabiduría. De hecho, algunos exegetas traducen las palabras finales de este Evangelio así: “La Sabiduría se ha acreditado por sus hijos”. Jesús se está refiriendo a todos aquellos que escuchan su Evangelio sin doblez de corazón.
Antonio Pavía