«En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios. Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él”. El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”. Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea». (Mc 1,21b-28)
El Evangelio de nuestro Maestro y Señor provoca el asombro en los buscadores de Dios; recordemos que Dios va al encuentro del hombre con su Palabra-Sabiduría: “Radiante e inmarcesible es la Sabiduría. Fácilmente la contemplan los que la aman y la encuentran los que la buscan. Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan…” (Sb 6,12-13). Es con su Palabra cómo Dios va al encuentro de los amantes de la verdad. La señal por la que son reconocidos estos buscadores es su capacidad de asombrarse ante Dios que les habla. Esto es lo que vemos en el Evangelio de hoy. Sus oyentes se asombraban de la doctrina de Jesús, y no era para menos puesto que sus palabras, como Él mismo dice, son espíritu y vida (Jn 6,63).
Sin embargo encontramos también en este Evangelio la contraparte de los buscadores, aquellos que se rebelan de mil formas a que la Sabiduría de Dios invada sus dominios. Los vemos representados en la figura de los demonios que elevan su protesta ante Dios: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret?” (Mc 1,24). Sí, los hombres echamos mano de mil subterfugios para defendernos de Dios, de su Palabra que atenta contra nuestro reino. No hay mayor necio que aquel que defiende un reino, el suyo, que tiene fecha de caducidad.
Antonio Pavía