«En aquel tiempo, dijo el Señor: “¡Ay de vosotros, que edificáis mausoleos a los profetas, después que vuestros padres los mataron! Así sois testigos de lo que hicieron vuestros padres, y lo aprobáis; porque ellos los mataron, y vosotros les edificáis sepulcros. Por algo dijo la sabiduría de Dios: «Les enviaré profetas y apóstoles; a algunos los perseguirán y matarán»; y así, a esta generación se le pedirá cuenta de la sangre de los profetas derramada desde la creación del mundo; desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, que pereció entre el altar y el santuario. Sí, os lo repito: se le pedirá cuenta a esta generación. ¡Ay de vosotros, maestros de la Ley, que os habéis quedado con la llave del saber; vosotros, que no habéis entrado y habéis cerrado el paso a los que intentaban entrar! Al salir de allí, los escribas y fariseos empezaron a acosarlo y a tirarle de la lengua con muchas preguntas capciosas, para cogerlo con sus propias palabras”». (Lc 11,47-54)
En las profundidades de su mismo ser, toda persona está abierta a la trascendencia. Reconocer a Dios en comunión con Él y con los demás es nuestra vocación innata. Y esta comunión implica verdades centrales de vida, los mandamientos. Pero lo que la sabiduría divina ha esculpido en el corazón lo puede destruir la insinceridad humana.
Profeta es el hombre de Dios que recuerda al pueblo el cumplimiento de su alianza con Dios. Esta alianza está expresada en la revelación, su esencia y sus valores; se vive en el reconocimiento de Dios y en el respeto de la dignidad de sus hijos. Pero el corazón humano puede retorcer la verdad de esta alianza y convertirla en mentira (cfr. Jeremías 6,6). De aquí se sigue la hipocresía religiosa (cfr. Mt 15,7) y la degradación de valores perpetrada especialmente por las autoridades del pueblo. En su insinceridad, estos no solamente se cierran a la sabiduría de Dios sino que además “cierran el paso” al pueblo sencillo que quiere vivir esa sabiduría.
La Iglesia tiene una misión profética y todos nosotros participamos en ella: testimoniar con valentía los valores evangélicos, escuchar con humildad y acoger todo lo bueno y noble con el corazón abierto. Por el contrario, “el alma que usa de mentira, doblez y simulación muestra debilidad y vileza” (S. Francisco de Sales). Esto es lo que el Señor quiere realmente de nosotros: “Tan solo practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con tu Dios” (Mi 6,8).
Germán Martínez