«Se presentaban tus palabras, y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de mi corazón, porque se me llamaba por tu Nombre» (Jr 15,16).
El testimonio que nos ofrece Jeremías forma parte del excelso patrimonio que los amigos de Dios nos han dejado a todos a través de la historia. Más adelante volveremos sobre él. Ahora quiero simplemente destacar un dato que no pocos exegetas ponen de relieve. El dato consiste en que podemos imaginamos a Jeremías sentado como comensal a la mesa en un banquete, y que, conforme le van presentando distintos manjares, cada cual más exquisito, los va de gustando con verdadera satisfacción. Con esta imagen entendemos mejor la relación del profeta con Dios y su Palabra. Digamos que todos los sentidos de su alma, como diría san Agustín, están lo suficientemente desarrollados como para degustar y saborear, incluso devorar, siguiendo la expresión del profeta, este festín que contiene todos los sabores (Sb 16,20-21).
Volveremos más adelante sobre esta experiencia y testimonio de Jeremías. Ahora vamos a recorrer pausadamente algunos aspectos de lo que san Agustín llama «los excelentes prados de la Escritura». Nos detendremos a beber en algunos de los manantiales que fluyen en ellos. Comeremos y beberemos despacio, sin agobios; nos abrazaremos al Misterio que se nos abre y comprenderemos por qué en la cultura hebrea se emplea el mismo término para designar el sabor y el saber; es decir, que saber y saborear comparten significado. En este contexto hemos de decir que Misterio de Dios, sus secretos, entrar en ellos, saborearlos, llenamos de su sabiduría, son términos interrelacionados que reflejan una realidad sorprendente: Quien es capaz, o mejor dicho, ha sido capacitado por el mismo Dios para moverse con soltura por el campo frondoso de las Escrituras, está preparado para sumergirse en su intimidad saboreándolo hasta lo indecible. Es capaz de plantarse en ese lugar santo que es su seno, es decir, puede hospedarse en Él.
En este nuestro recorrido por las Escrituras nos detenemos en un primer hontanar: «El que mora en el secreto de Dios pasa la noche bajo su sombra diciéndole: ¡Refugio mío y fortaleza mía, mi Dios, en quien confío!» (Sal 91,1-2).
El testimonio de intimidad que está viviendo con Dios este hijo de Israel es sobrecogedor. Aun hablando en tercera persona, adivinamos que es él quien ha pasado por toda una serie de pruebas dolorosas de las que ha podido sacar provecho a causa de su confianza en Dios. Se ha abandonado a Él, y Dios no le ha defraudado; le ha hecho sentir su amor y protección, y le ha revestido de su fortaleza. Esta experiencia suya ha sido posible porque en vez de mirar hacia atrás, de huir cuando todo se hundía bajo sus pies, fijó sus ojos en Dios con tal intensidad, que decidió plantar su tienda ante Él. Así permaneció desafiando sus tormentas interiores, hasta que Dios le dio a conocer sus secretos, su Misterio. Se le entregó en lo más preciado y reservado que tiene: su intimidad. A partir de entonces, nuestro amigo sabe que los acontecimientos que laceraban su alma se han quedado ahí atados en la cerca, no han podido acompañarle en su recorrido por los secretos de Dios. De ahí su oración que pasa de la súplica a la alabanza. Es todo un canto de victoria: «Refugio mío y fortaleza mía, mi Dios en quien confío».
al lado de Dios
«El que mora en el secreto de Dios”. Así comenzaba este israelita su testimonio. Confesión que nos lleva como sobre alas de águila a este otro salmista que utiliza una imagen sumamente parecida: el árbol plantado junto a las corrientes de agua. Oigámosle: «El que se complace en la palabra de Dios … es como un árbol plantado junto a las corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto, y jamás se amustia su follaje; todo lo que hace le sale bien» (Sal 1,2-3).
Morar junto a Dios, plantar su tienda ante Él, plantar su morada como se planta un árbol junto a las corrientes de agua. Son imágenes de aquel que ha escogido vivir al lado de Dios para que su savia no se reseque incapacitando así su tendencia natural a dar fruto. De eso se trata, de dar fruto; y no uno cualquiera sino el que Dios quiere, doce veces al año, es decir, siempre; y esto porque ya no es un árbol más, sino que se ha convertido en árbol de Vida: «En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de Vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles» (Ap 22,2).
Raíz, fruto, savia, secreto, intimidad con Dios… Una vez más estamos hablando del crecimiento del alma. No se trata de una riqueza léxica sino de manifestaciones de la fe adulta. Este israelita planta su vida junto a Dios, a quien las Escrituras llaman Manantial y corrientes de Aguas vivas. De entre tantos pasajes a este respecto, damos prioridad a uno de Jeremías, pues viene acompañado de un dato catequético de incalculable valor. El profeta llama bendito al hombre que ha llegado al convencimiento de que Dios no defrauda la confianza que ha puesto en Él; por ello se planta como un árbol junto a sus corrientes de agua viva: «Bendito sea aquel que se fía de Dios, pues no defraudará su confianza. Es como un árbol plantado a las orillas del agua… » (Jr. 17,7-8).
Ser alimentado por las aguas del Manantial de Dios. Podemos ver el paralelismo entre este pasaje y aquel otro en el que vemos a un niño de pecho amamantado en el regazo de su madre: «Como niño destetado en el regazo de su madre, como niño destetado así está mi alma en mí» (Sal 131,2).
Quizás ahora podemos entender mejor a Jeremías cuando nos confesaba que devoraba las palabras que Dios le daba como alimento para su alma. Si rebosaban de sabor y de sabiduría, ¿cómo no iba a devorarlas? El profeta sabía que Dios le había dado acceso a las riquezas escondidas en su Misterio. Acceso que está cerrado a los sabios de este mundo, y abierto para aquellos que a causa del Evangelio se han hecho pequeños (Mt 11,25-26). Pequeños para el mundo; mas grandes, enormemente grandes para Dios.
Estos pequeños son aquellos que han abandonado sus primigenias tiendas, aquellas que daban cabida a tantos y tantos proyectos humanos, hasta hacerlas casi inhabitables. En esta su situación tan permeable escucharon la llamada del Señor y comprendieron que se les abría una puerta a la libertad. Recordemos que toda llamada de Dios es en primer lugar una invitación para vivir junto a Él: «Instituyó a Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Me 3,14).
Hemos leído bien; para que estuvieran con Él. En la misma línea nos habla Mateo: «Venid conmigo… » (Mt 4,18-20). Para estar con Él, he ahí la primera premisa que encontramos en las invitaciones de Jesús al discipulado. Es un estar con Él que indica permanencia, como el árbol plantado junto a las aguas. Una permanencia que ya anticipó el salmista quien decidió morar junto al secreto, en la intimidad de Dios. Todo lo hicieron para recibir de Él la vida; y en el caso de los discípulos de Jesús, para, a su vez, darla al mundo por medio de la predicación. A todos ellos se refería el salmista que, lleno del Espíritu Santo, exclamó exultante: «El secreto de Dios es para aquellos que le aman».
Jesucristo nos dirá que el secreto de Dios, su Padre, es como un tesoro oculto en un campo: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo» (Mt 13,44). Comprendemos mejor estas palabras del Hijo de Dios a la luz de la exhortación del profeta Baruc: «Aprende dónde está la prudencia, dónde la fuerza, dónde la sabiduría… Pero ¿quién ha encontrado su mansión, quién ha entrado en sus tesoros?» (Ba 3,14-15).
el tesoro y el corazón
¿Quién ha entrado en la mansión, en la cátedra de la sabiduría de Dios y se ha hecho con sus tesoros?, acabamos de oír en boca de Baruc. La respuesta nos la ha dado Dios al enviar encarnado a su Hijo de quien Pablo dice: «Él es la sabiduría de Dios» (l Co 1,24).
Jesús, Palabra y Sabiduría del Padre, es quien nos habla de este hombre que encontró un tesoro en el campo, y que lo primero que hizo fue volverlo a esconder. Es la imagen bíblica que se identifica con guardar la Palabra, sin la cual no puede el hombre saber de Dios, y mucho menos saborearlo. Es un guardar la Palabra hasta que ésta encuentra su lugar natural: el corazón y las entrañas de quien así la esconde. Es un esconder y guardar en la misma línea de Jeremías que, al encontrarla, la devoraba, la llevaba con avidez hacia sus entrañas.
El hombre de quien nos habla Jesús, en realidad está escondiendo la Palabra en su alma con el fin de hacerla suya: alma de su alma y espíritu de su espíritu. Sólo así llegará a saber que hacer la voluntad de Dios es bueno para él, no un sacrificio. Digamos que recoge la intuición del salmista, esconde la Palabra para no pecar contra Él: «Dentro del corazón he guardado tu palabra, para no pecar contra ti» (SI 119,11). De hecho, el pecado consiste en marginar o, peor aún, dar la vuelta a la voluntad de Dios en nuestros proyectos y opciones.
La siguiente decisión que toma este hombre que encontró el tesoro es la de vender todas sus pertenencias para hacerse con el campo. Así, el tesoro, una vez guardado y escondido, es suyo, tiene derecho de propiedad sobre él. Nuestro hombre actúa con gran discernimiento. Escoge entre Dios y sus pertenencias. Nos podemos preguntar por qué Dios emplaza al hombre a hacer una elección tan radical. Pues por algo muy esencial: para que pueda tener conciencia de a quién pertenece su corazón. Recordemos lo que dice Jesús a este respecto: “Ahí donde está tu tesoro, ahí está tu corazón” (Mt 6,21).
Queremos señalar una puntualización que hace Jesús. El hombre que vende el campo para hacerse con el tesoro, no actúa por heroísmo, ni siquiera por una magnánima generosidad. Jesús dice que actúa así «por la alegría que le da». Este dato es absolutamente fundamental para acceder al seguimiento de Jesús, al discipulado. Seguimos a Jesucristo por la Vida que recibimos de Él .. ¡ya en el presente! No se trata de que nosotros le ofrezcamos la nuestra -qué prepotentes y, al mismo tiempo, ingenuos somos-, ¡es Él quien nos da la suya!
Solo así, con la Palabra celosamente guardada en el corazón, como María de Nazaret, se abre para el hombre la doble experiencia que está a años luz de cualquier logro o conquista que nuestras manos hayan podido alcanzar. Esta doble experiencia consiste en saber de Dios y saborearle: Ambos verbos, sabor y saborear, se complementan y toman carta de ciudadanía en todo hombre que así se relaciona con Dios. Algo de esto nos quería decir Jeremías al contamos su relación con la Palabra. Conocía el gozo y la alegría que nacen de la experiencia que ocasionaba este tipo de relación: «se me llamaba por tu Nombre». Expresión que en la espiritualidad bíblica quiere decir que el profeta tenía conciencia de que era pertenencia de Dios… ¡y que Dios le pertenecía a él!
«¡Qué dulce es al paladar tu Palabra, más que miel a mi boca!», clama el salmista, hambriento de Dios (Sal 119,103). Se sirve de la miel para expresar lo que siente en «el paladar de su alma y de su corazón», sirviéndonos de una feliz expresión de los santos Padres de la Iglesia. Así es y así sucede; llega un momento para todos aquellos que hacen de la Palabra la gran pasión de su vida, en que les sabe a Dios.
¡Cuántas veces nos hemos deleitado ante algunas sin duda bellísimas poesías de García Lorca, Miguel Hernández, León Felipe…! Las hemos leído y releído hasta que la chispa del éxtasis se va apagando y ya no nos dicen nada. No así con la Palabra. Una vez que nos empieza a saber a Dios, va de menos a más aunque sean textos que hayamos leído decenas de veces. Dios siempre reserva, y en abundancia, chispas de su divinidad en sus palabras. De esto saben y mucho todos aquellos que se han dejado apasionar por el Evangelio. Terminamos esta catequesis con una bellísima reflexión de Paul Jeremie: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si no ha aprendido a saborear a Dios?».