Su adrenalina le avisó de todos los peligros que podía correr, pues si era descubierto y apresado o, lo que era peor, si era confundido con un cristiano, seguramente acabaría devorado por los leones del circo o martirizado en el Coliseo. A pesar de ser cierto que él era cristiano, el venía de otro tiempo y otro lugar.
Una mano se posó en su hombro suavemente y dio un respingo:
—¿Necesitas ayuda? —escuchó en un latín antiguo.
Se giró asustado y vio a un muchacho adolescente con el rostro amable y una sonrisa en sus labios. El muchacho se agachó y dibujó el signo de un pez en el suelo. Octavio, que sabía lo que hacer, repitió el signo y se quedó esperando una respuesta.
—¿Eres nuevo por aquí, verdad? —De nuevo aquel latín antiguo—. No tengas miedo —prosiguió—. Estamos acostumbrados al toque de queda y sabemos cómo esquivarlos. Además, nuestro Señor nos protege; nos descubran o no, él nos protege —sentenció con tono de convencimiento—. Ven conmigo.
En la oscuridad de la oquedad del puente, Octavio comprendió que él no estaba dispuesto a que lo descubrieran, pues no se sentía preparado para morir; así que decidió seguirlo. Caminaron rápidamente hacia las afueras de Roma por callejuelas estrechas y oscuras, hablando en voz baja de vez en cuando y escondiéndose en ocasiones; fueron dando algún que otro rodeo para esquivar las patrullas, hasta llegar a una puerta iluminada por dos antorchas.
Pedro, que así se había presentado el muchacho, golpeó la puerta con los nudillos de manera extraña, como una llamada especial y secreta. Del otro lado de la puerta fue descorrida una mirilla y el muchacho dijo: —Pax in terra—. La mirilla se cerró de nuevo y a continuación se escuchó el chirriar de unos cerrojos oxidados. La puerta se abrió y ambos entraron rápidamente en un oscuro jardín, sin mirar siquiera al que les había abierto la puerta.
Siempre pegados a la valla del propietario, rodearon el jardín hasta llegar a una especie de declive que resultó ser la entrada a una catacumba. Pedro cogió una antorcha y se dirigió hacia la entrada, girándose para comprobar si Octavio lo seguía.
—No te separes de mí —dijo el muchacho—; podrías perderte.
Tras varios minutos caminando, pasando por varios niveles de altura y cuando Octavio ya estaba totalmente desorientado, se escucharon cantos en latín. Un giro a la derecha, diez metros en línea recta, otro giro a la derecha… Todo se iluminó de repente.
Unas quince personas, llevando sendas antorchas, permanecían mirando hacia un punto determinado. Pedro y Octavio se acercaron al grupo y miraron donde ellos: un hombre, en una especie de altillo hecho en la roca, permanecía en silencio. Hizo un gesto de saludo hacia los dos nuevos integrantes y comenzó a hablar:
—¡Hermanos! —comenzó diciendo para acallar los murmullos del grupo—: hoy es un gran día para nosotros y para nuestro Señor —prosiguió cuando se hizo el silencio—. Setenta y cinco de los nuestros han pasado al Padre y ya contemplan su gloria.
Alguien se acercó a Octavio y le golpeó en el costado. Él se giró y, para su sorpresa, vio a Andrés e Isabel a su lado.
—¿Dónde estabas? —preguntó Isabel llena de alegría.
—¿Dónde os habíais metido? —preguntó él con la misma alegría.
Al instante una mujer madura se giró para recriminarlos, instándolos a que se callaran.
—La gloria de Dios ha estado con ellos; han muerto con valentía y llenos de alegría —continuó el hombre—. He estado en el Coliseo y he visto en sus rostros la faz de Cristo.
—Pero tenemos miedo — interrumpió alguien.
—Y ¿quién no tiene miedo? —contestó él—. ¿Quién de nosotros sería capaz de salir ahora a las calles y confesar su fe? Nadie —contestó—. Nadie nos ha pedido que vayamos a la muerte, pero sí que anunciemos al Hijo de Dios muerto y resucitado por nosotros —gritó con emoción—. Nadie nos ha dicho: ¡Ve y muere! —hizo una pausa—. Pero sí nos han dicho que la muerte no existe, que nuestra sangre derramada en el nombre de Dios dará mucho fruto y que nos espera un cielo nuevo y una tierra nueva —de nuevo hizo otra pausa—. ¿Creéis que ellos no tenían miedo? Sí, claro que lo tenían; hasta que se les presentó la Gloria de Dios y sus rostros se iluminaron. Por eso os digo: ¡En el nombre de Cristo no tengáis miedo a proclamar vuestra fe! Si estamos con Cristo, ¿quién nos separará del Amor de Dios? —Un murmullo de aprobación surgió de los presentes.
—Háblanos del Maestro —gritó uno—; cuéntanos de nuevo cómo lo conociste.
Al instante, una vibración en mi bolsillo, llamó mi atención. Me acordé entonces del medidor de radiación y comprobé que la señal era muy intensa. El túnel de regreso había sido abierto de nuevo y estaba muy cerca de nosotros. Sin mediar palabra, aprovechando que los demás se acercaban a aquel hombre para sentarse a su alrededor, enseñé a mis amigos el medidor y disimuladamente salimos de su presencia. Para cuando nos echaran de menos, ya nos habríamos ido.
Caminando hacia la boca del túnel, tomé conciencia de aquellos cristianos y más aún de su sangre derramada: comprendí que yo era uno de los frutos de esa sangre y cómo mi misión no estaba muy lejos de la suya…