Roma siglo II
por J.Ignacio Rodríguez Fernández
Las historias de piratas son apasionantes, llenas de
aventuras y de fantasía. Sería triste que nuestra vida
pasase como la de un pirata, a la búsqueda de un
tesoro escondido, en una isla desierta. Un tesoro
con forma de cofre lleno de monedas de oro brillantes
que los pobres piratas nunca consiguen disfrutar
porque jamás nadie ha escrito un cuento de
piratas que acabe bien.
La vida del hombre parece, a veces, la de un pirata:
busca con pasión un tesoro que brilla y
cuando lo tiene, si lo logra encontrar, se acaba el
cuento…como se acaba la vida… y los piratas se
ahogan en el mar con sus monedas de oro.
SERÍA TRISTE QUE NUESTRA VIDA PASASE COMO
LA DE UN PIRATA, A LA BÚSQUEDA DE UN TESORO
ESCONDIDO, EN UNA ISLA DESIERTA.
LOS RUIDOS DE LOS PASOS MARCIALES QUE SE
ESCUCHABAN POR ENCIMA DE SU CABEZA
HICIERON TEMBLAR DE MIEDO A OCTAVIO.
HABÍA OÍDO CONTAR MUCHAS HISTORIAS SOBRE LAS
LEGIONES ROMANAS, PERO NO ERA
LO MISMO QUE ESTAR ALLÍ, IN SITU.
POR ALGUNA EXTRAÑA RAZÓN, LA MÁQUINA
SE HABÍA EQUIVOCADO DE TIEMPO Y DE LUGAR;
EL TÚNEL LES HABÍA LLEVADO Y DISPERSADO POR LA
CAPITAL DEL IMPERIO ROMANO O, AL MENOS, ESO
CREÍA ÉL; PUES, TAL VEZ POR AZAR
O POR ERROR, SE ENCONTRABA SOLO
Y SIN SUS DOS AMIGOS.
PERO NO ERA EL MOMENTO DE PREGUNTARSE POR
QUÉ ESTABA ALLÍ, SINO CÓMO SALIR DE ALLÍ
Su adrenalina le avisó de todos los peligros que
podía correr, pues si era descubierto y apresado
o, lo que era peor, si era confundido con un cristiano,
seguramente acabaría devorado por los
leones del circo o martirizado en el Coliseo. A
pesar de ser cierto que él era cristiano, el venía de
otro tiempo y otro lugar.
Una mano se posó en su hombro suavemente y
dio un respingo:
—¿Necesitas ayuda? —escuchó en un latín antiguo.
Se giró asustado y vio a un muchacho adolescente
con el rostro amable y una sonrisa en sus labios. El
muchacho se agachó y dibujó el signo de un pez
en el suelo. Octavio, que sabía lo que hacer, repitió
el signo y se quedó esperando una respuesta.
—¿Eres nuevo por aquí, verdad? —De nuevo
aquel latín antiguo—. No tengas miedo —prosiguió—.
Estamos acostumbrados al toque de
queda y sabemos cómo esquivarlos. Además,
nuesto Señor nos protege; nos descubran o no, él
nos protege —sentenció con tono de convencimiento—.
Ven conmigo.
En la oscuridad de la oquedad del puente,
Octavio comprendió que él no estaba dispuesto
a que lo descubrieran, pues no se sentía preparado
para morir; así que decidió seguirlo.
Caminaron rápidamente hacia las afueras de
Roma por callejuelas estrechas y oscuras, hablando
en voz baja de vez en cuando y escondiéndose
en ocasiones; fueron dando algún que otro
rodeo para esquivar las patrullas, hasta llegar a
una puerta iluminada por dos antorchas.
Pedro, que así se había presentado el muchacho,
golpeó la puerta con los nudillos de manera
estraña, como una llamada especial y secreta. Del
otro lado de la puerta fue descorrida una mirilla y
el muchacho dijo: —Pax in terra—. La mirilla se
cerró de nuevo y a continuación se escuchó el
chirriar de unos cerrojos oxidados. La puerta se
abrió y ambos entraron rápidamente en un oscuro
jardín, sin mirar siquiera al que les había abierto
la puerta.
Siempre pegados a la valla del propietario, rodearon
el jardín hasta llegar a una especie de declive
que resultó ser la entrada a una catacumba.
Pedro cogió una antorcha y se dirigió hacia la
entrada, girándose para comprobar si Octavio lo
seguía.
—No te separes de mí —dijo el muchacho—;
podrías perderte.
Tras varios minutos caminando, pasando por
varios niveles de altura y cuando Octavio ya estaba
totalmente desorientado, se escucharon cantos
en latín. Un giro a la derecha, diez metros en
línea recta, otro giro a la derecha… Todo se iluminó
de repente.
Unas quince personas, llevando sendas antorchas,
permanecían mirando hacia un punto
determinado. Pedro y Octavio se acercaron al
grupo y miraron donde ellos: un hombre, en una
especie de altillo hecho en la roca, permanecía
en silencio. Hizo un gesto de saludo hacia los dos
nuevos integrantes y comenzó a hablar:
—¡Hermanos! —comenzó diciendo para acallar
los murmullos del grupo—: hoy es un gran día
para nosotros y para nuestro Señor —prosiguió
cuando se hizo el silencio—. Setenta y cinco de
los nuestros han pasado al Padre y ya contemplan
su gloria.
Alguien se acercó a Octavio y le golpeó en el costado.
Él se giró y, para su sorpresa, vio a Andrés e
Isabel a su lado.
—¿Dónde estabas? —preguntó Isabel llena de
alegría.
—¿Dónde os habíais metido? —preguntó él con
la misma alegría.
Al instante una mujer madura se giró para recliminarlos,
instándolos a que se callaran.
—La gloria de Dios ha estado con ellos; han
muerto con valentía y llenos de alegría —continuó
el hombre—. He estado en el Coliseo y he
visto en sus rostros la faz de Cristo.
—Pero tenemos miedo —interrumpó alguien.
—Y ¿quién no tiene miedo? —contestó él—.
¿Quién de nosotros sería capaz de salir ahora a
las calles y confesar su fe? Nadie —contestó—.
Nadie nos ha pedido que vayamos a la muerte,
pero sí que anunciemos al Hijo de Dios muerto y
resucitado por nosotros —gritó con emoción—.
Nadie nos ha dicho: ¡Ve y muere! —hizo una
pausa—. Pero sí nos han dicho que la muerte no
existe, que nuestra sangre derramada en el
nombre de Dios dará mucho fruto y que nos
espera un cielo nuevo y una tierra nueva —de
nuevo hizo otra pausa—. ¿Creéis que ellos no
tenían miedo? Sí, claro que lo tenían; hasta que
se les presentó la Gloria de Dios y sus rostros se
iluminaron. Por eso os digo: ¡En el nombre de
Cristo no tengáis miedo a proclamar vuestra fe!
Si estamos con Cristo, ¿quién nos separará del
Amor de Dios? —Un murmullo de aprobación
surgió de los presentes.
—Háblanos del Maestro —gritó uno—; cuéntanos
de nuevo cómo lo conociste.
Al instante, una vibración en mi bolsillo, llamó mi
atención. Me acordé entonces del medidor de
radiación y comprobé que la señal era muy intensa.
El túnel de regreso había sido abierto de
nuevo y estaba muy cerca de nosotros. Sin mediar
palabra, aprovechando que los demás se acercaban
a aquel hombre para sentarse a su alrededor,
enseñé a mis amigos el medidor y disimuladamente
salimos de su presencia. Para cuando nos
echaran de menos, ya nos habríamos ido.
Caminando hacia la boca del túnel, tomé conciencia
de aquellos cristianos y más aún de su
sangre derramada: comprendí que yo era uno de
los frutos de esa sangre y cómo mi misión no
estaba muy lejos de la suya…