“A los ricos de este mundo encárgales que no sean altivos ni pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que nos provee abundantemente de todo para que lo disfrutemos” (1Tm 6,17).
Desde luego hay un abismo entre ser “pobres de espíritu” y “pobres de solemnidad”. Porque el espíritu éste de la primera bienaventuranza se aviene muy mal (mejor dicho, no se aviene) con aquella solemnidad del dicho popular y con la altivez denunciada por Pablo. Por el contrario, hace muy buenas migas con los niños y con quienes son como ellos (Mt 19,13-15).
La lectura atenta de esta Palabra del Señor suscita pronto algunas cuestiones. Una es la pregunta siguiente: ¿qué es lo que a uno le hace “pobre de verdad”? ¿Será lo que no se tiene, o lo que nos sobra, incluso la pobreza misma? Otra: que hagamos lo que hagamos, “siempre tendremos pobres con nosotros” (Mt 26,6-13). ¿Por qué será?
la riqueza del pobre es la humildad; la pobreza del rico, la soberbia
Uniendo Mt 5,1 y Lc 6,20 podemos ver al Señor subir al Monte, sentarse y alzar los ojos a la gente que se le va acercando. Este gesto en dos movimientos, al hilo de un único hecho, indudablemente tiene un significado: es el prólogo a la palabra, a hablar. Jesús se sienta, alza los ojos…; para luego hablar, para revelarnos algo importante, con palabras o con hechos maravillosos. Debía el Señor sentarse y alzar los ojos de un modo muy peculiar: como si abriera su corazón.
En este caso, para hablar era imprescindible una postura y un gesto que no dejara lugar a duda alguna acerca de la autoridad de Jesús. Postura y gesto que, al mismo tiempo ayudaran a interpretar correctamente sus palabras, de modo que no se confunda pobreza y miseria, sin más. Levanta Jesús los ojos y queda claro el terreno acotado en que su discurso debe ser entendido. La gente ve en los ojos del Maestro el amor de Dios por los pobres, por los “anawim” (en lengua aramea, hombre pobre, cuya única riqueza es tener a Dios). Por la miseria que envilece a sus hijos, Dios se nos ha revelado en Jesús de Nazaret como inmensamente rico. Rico en misericordia y sabiduría. En verdad, sabio, sabio…, sólo lo es Dios (Rm 16,27).
Lo que quiero decir es que pobre de solemnidad es el que carece de la misericordia y sabiduría de Dios y “pobre de espíritu” justamente en quien rebosan y es capaz de enriquecer a los demás.
Jesús mira al gentío, y su mirada le da la vista a la gente. ¿Cómo es posible un mirar así? San Pablo ahonda profundamente en la primera bienaventuranza cuando escribe a los filipenses que Cristo Jesús se despojó de su condición de Dios y tomó la de esclavo, abatiéndose a sí mismo en la obediencia hasta la muerte en cruz (Fil 2,6-8). Tal despojamiento y abatimiento transforman la obediencia en condición o forma de ser según el corazón de Dios (Sal 88,20-21; 1S 13,14).
Hechos 13,22-41 contiene una interpretación maravillosa del Apóstol acerca de la “obra que Dios va a hacer” en nuestros días. Una obra que no creeríamos si alguno nos la contase”: que los pobres enriquezcan a los ricos. De otra manera: es pobre, titular y acreedor de bienaventuranza y de bienes celestiales que superan todo sentido, quien, conociendo el abatimiento del Maestro y Señor, lo lleva a la práctica (ver Jn 13,17); ese tal es “pobre de Yahvéh”, “siervo de Yahvéh”.
desprendimiento de corazón: el Cielo como única heredad
En línea con el profetismo, que anunció un Mesías que vendría a salvar a los pobres (Is 61,1-2) y a defender el derecho de los miserables (Is 11,4; Sal 72,2), al hacerse Él mismo el más pobre y afligido de todos (Sal 21), Jesús evangelizó a los pobres (Lc 4,18-19),de tal modo que esta evangelización fuera entendida como señal de la llegada del Reino de Dios en su persona (Mt 11,4-5; Lc 7,22).
Así quedó para siempre establecida una íntima relación entre Reino y pobreza evangélica (no socioeconómica, a secas), pues sitúa a ésta en el territorio de aquél: si el pobre no reina, no es pobre según el espíritu (del Evangelio).
Demos un paso más: En la discusión de Jesús con los fariseos acerca de la licitud del divorcio, ya al final, responde el Maestro a lo discípulos que “hay también eunucos que
a sí mismos se hicieron tales por el Reino de los Cielos” (Mt 19,12). Y añade una aclaración importante, yo diría trascendental: “Quien sea capaz de entender,
entienda”. Es decir, que para alcanzar y poseer “el pensamiento de Cristo” (1Co 2,16) de cómo se puede, en razón del Reino, llegar al desprendimiento de algo tan propio como la facultad genésica, es preciso un vaciamiento aún más radical. Es decir, dejar los prejuicios y abandonar la “mentalidad de rico”; esa que califica de insensato y necio el abandono total en Dios. Actitud propia de los fariseos y saduceos, levadura del hombre viejo que es “amigo del dinero y hace mofa de las palabras del Señor” (Lc 16,14).
Pero Dios conoce el corazón de todos (v. 15). En definitiva, según el pensamiento de Cristo, paradójicamente ese despojamiento y esa renuncia son una maravillosa forma de sumar restando: cuanto más restas de ti lo que te estorba, más sumas para ti lo que en verdad te conviene. Así se acumula y se atesora para Dios y el cielo.
El asunto está, pues, en saber sumar y restar; en un especial discernimiento y sabiduría para amasar una fortuna resistente al paso del tiempo y a la corrosión del hollín.
despójate de ti mismo y échate en los brazos de Dios
Antes, a los ricos se les conocía como “personas de posibles” o “de caudales”, como el muchacho de Mt 19,22. Un día “habiéndose sentado Jesús en el gazofilacio” —lugar donde se recogían las limosnas y rentas del templo de Jerusalén (Mc 12,41)—, “alzó los ojos” (Lc 21,1) —¡qué casualidad: como en el monte!— y vio cómo echaban los ricos grandes cantidades de dinero en el tesoro, y cómo una viuda pobre (“menesterosa”, dice Lucas) echaba dos ochavos, que hacen un cuarto.
Cuánto son ochavos lo aclara el Maestro: en primer lugar, es más que lo que echaba los ricos y, en segundo lugar, es cuanto tenía “para vivir”. Este “para vivir” (en el griego “ton bíon”) apenas traduce lo que los evangelistas quieren decirnos. No es sólo que echó todo lo que tenía en bienes de sustento o comida. Es mucho más: tiene un sentido finalista; lo echó todo buscando la vida con ello.
El mensaje evangélico esconde un formidable secreto, una sabiduría celestial, oculta a los entendidos e inteligentes de este mundo. La viuda era un sabio “anawin” que supo hacer el negocio más rentable: la vida a cambio de dos ochavos. Encontró la perla preciosa, el tesoro escondido, en su cornadillo.
No es cosa, ya se ve, de la cantidad —mucha o poca— de ese todo, sino de la habilidad para negociar nuestros bienes. La viuda del gazofilacio enseña que existe una pobreza sabia que nos hace personas de posibles, que instruye en cómo multiplicar restando, en cómo atesorar desprendiéndonos. Quien no tiene esta ciencia no tiene posibles, está incapacitado. Por eso dice Jesús que es harto difícil que un rico entre en el Reino, que llegue al campo donde está el tesoro.
Claro, que lo imposible para el imposibilitado (por necio o por falto de olfato para el negocio verdadero) es fácil y posible para Dios (por Bueno y Sabio). Cuando el joven rico pregunta al Señor qué hacer para obtener la vida eterna, inicia su demanda con el famoso “Maestro bueno”, a lo que Jesús responde para orientarle bien en la escucha de lo que le va a decir seguidamente: “sólo Uno es bueno”. No coinciden el joven y Jesús en qué significa “Bueno”. Si en vez del joven hubiera sido la viuda, no se habría ido entristecida, sino lo contrario (Mt 19,16-22). ¡Qué consuelo para todos nosotros!, ¿verdad?
poseer las cosas sin dejarnos poseer por ellas
La mirada que Jesús levanta hacia nosotros nos da la vista, nos ajusta la realidad, nos permite verla con total definición, calar dentro, conocer su verdad.
A los cristianos de Corinto les escribió Pablo que anduviesen por el mundo con ojo, porque “la figura de este siglo pasa” (1Co 7,31); así que, quien compra, como si no comprara; y quien dispone del mundo, como si no abusara. O sea, lo que San Pablo propone es vivir sin preocupaciones, sólo ocupados. Y esto tiene que ver con la mirada de Jesús. Sin la luz de estos ojos no se percata uno de que la pretendida realidad es sólo fugaz. Figura que pasa y fenece por la polilla del tiempo.
San Clemente de Alejandría aconseja usar los bienes como “instrumentos útiles que deben ser bien empleados” (“Quis dives salvetur”, 25); así Jesús usó tantos años el martillo y el serrucho.
Torpe negocio el del rico de los grandes graneros. Quiso ganar el mundo entero y sólo consiguió ganar justamente eso, el mundo entero, que es bien poca cosa. El valor de la vida es un codo más. Pablo conocía esto bien; sabía bastarse con lo puesto, cuando escaso, cuando sobrado (Flp 4,12).
Éste es el ruah ‘anawah, espíritu de pobreza, que entiende la primera bienaventuranza como una propuesta formidable: amasar una fortuna tan enorme que sólo quepa en graneros grandes como el cielo mismo. Vamos, ¡del tamaño de los silos de nuestro corazón! Por algo Jesús nos anima a poner nuestra vida en Dios.
¿de qué te sirve ganar el universo entero si pierdes el alma?
Corren tiempos de crisis (económica y de las otras). La económica debiera entenderse literalmente: es crisis de la casa, de la nuestra. Se nos ha metido en casa… y se ha instalado en ella. ¿Qué hacer entonces? La consigna es: “¡Todos a por ella! ¡Acabemos con la crisis para que ella no acabe con nosotros!”.
Esta crisis es casera en cuanto afecta a la casa en que debiera vivir el Espíritu Santo. Pero lo hemos echado de nuestros lares y mira cómo ha venido a llenarse el espacio dejado libre.
Jesús en el Monte vino a decir: Tendréis siempre pobres con vosotros. Porque están para eso, para salir de la crisis. Los pobres no son meros síntomas del problema de fondo; ¡ante todo son su remedio! Si no veis esto, no haréis más que ir de una crisis a otra. Por eso os digo: aprended que la dicha de ser pobre consiste en que el Reino es suyo. Mirad a mi Madre, que está entre vosotros. Todas las generaciones la llamarán bienaventurada por la obra que el Padre ha realizado en ella: despojada de todo, fue llena del Amor y de la Gracia.
María Santísima nos alcance enriquecernos con la pobreza de su Hijo (2Co 8,9), de modo que vivamos pobres enriqueciendo a muchos y como no teniendo nada, pero poseyéndolo todo (2Co 6,10).Que sea así.