En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. Él le contestó: “Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?”. Y dijo a la gente: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Y les propuso una parábola: “Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ‘¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha’. Y se dijo: ‘Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida’. Pero Dios le dijo: ‘Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?’. Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios”». (Lc 12,13-21)
Leyendo el impresionante Juicio Universal de Givanni Papini uno puede identificarse, sin mucha imaginación, en bastantes de los rasgos y avatares de algunos de los más de quinientos personajes que se retratan en el trance de comparecer ante el juicio inexorable. Quien más y quien menos en el libro, todos tratan en vano de justificar sus crímenes, sus insanias, sus pecados, sus cobardías. Ni los más célebres personajes de la historia de la humanidad se atreven a presentarse ante el Tribunal de Dios sin implorar la misericordia divina, y si no lo hacen demuestran con ello su contumacia y justifican su —¿irremisible?— perdición. Dicho de otro modo, ante Dios todos somos pobres y más nos vale reconocerlo.
El fragmento que se nos ha proclamado hoy del Evangelio nos invita, por contraposición con el amor a las riquezas para sí mismo, a ser rico ante Dios. Si, «ante» Dios, en su presencia, a sus ojos. La pregunta es inevitable: ¿Y quién es rico ante Dios? ¿Quién puede autoclasificarse como tal? Si ya es mucho —y no fácil— reconocerse pobre, ¿cuánto más imposible será aparecer como «rico ante Dios»? Lo que es seguro, por revelación y por constatación al alcance de cualquiera, es que las riquezas no garantizan la vida, no alargan su existencia al hombre, no cumplen lo que prometen. El «túmbate, come, bebe y date buena vida«, con suerte se queda en el «túmbate» pero para nunca levantarte ya. Dios mismo califica al hombre de la cosecha excepcional: «Necio«.
Es verdad que el ser humano es por naturaleza tendente a hacer proyectos. Cuántos de nuestros contemporáneos, como aquel necio, se dicen para sí: «tengo bienes acumulados para muchos años», yactúan en consecuencia. Hacen el «proyecto» de construir un granero enorme; uno que les permita no trabajar, dejar de sembrar, desentenderse de todos, sentirse seguros, etc.
Sí, pero todo eso —se me dirá— no es más que una parábola, un cuento con moraleja. No. El asunto va en serio. Uno del público pidió algo lógico y muy frecuente: que intercediera para que su hermano le repartiera la herencia. Topamos con dos palabras fuertes: hermano y herencia. Por supuesto que cabe «espiritualizar» la escena y trasponer el problema a la fraternidad universal o entre los cristianos, o entender la herencia como la fe o la tradición recibida de nuestros padres. Pero no parece que sea ese el sentido en que el Señor descodificó la petición. Se desprende de sus palabras que se trataba de hermanos de sangre y de una herencia material, aunque la enseñanza se pueda y deba expandir luego a otros ámbitos.
Jesús cuestiona su legitimidad para intervenir en el asunto. O bien venía designado en las disposiciones testamentarias paternas —nada probable— o se requería que «ambos» hermanos estuvieran allí sometiendo a su criterio el proceso de justo reparto. De este modo, al preguntar por su designación («¿Donde está tu hermano?»), hace ver al quejoso que no es mejor que su hermano ausente, aquel que supuestamente esta reteniendo lo que no es suyo. Por eso, pasando al plano general, Jesús nos denuncia a todos que no somos mejores que el que retiene lo de su hermano, ni que el otro hermano que es capaz de ponerlo en evidencia por intereses materiales. «Mirad; guardaos de toda clase de codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes«.
Ahí radica la intrínseca maldad de la codicia; en hacer creer que la vida depende de los bienes. Y, claro, ciertamente existen muchas clases de bienes. Aunque, para qué vamos a engañarnos, son los bienes «materiales» los que nutren principalmente la codicia. Aunque tambien se codician honores, puestos, reconocimientos, notoriedad, trabajos, autoría, etc. Por haber, hay hasta codicia espiritual. Ahora bien, volviendo a la cosecha excepcional y a las riquezas para sí mismo, la frontera entre «bienes materiales» y «ansias de que se me haga justicia» en la práctica es muy borrosa. La mayor parte de la gente dice litigar no por intereses sino en pro de que brille la justicia. Se adhieren al refrán; dicen pelear por el fuero y no por el huevo. El argumentario más socorrido es «que se haga justicia», «que no prevalezca el mal», «que no se salga con la suya quien no tiene razón», «que se enmiende», «que me dé lo que es mío», etc. Eso ya lo vió Jesús, y nos exhortó a librarnos de «toda clase de codicia«, también de la que se reviste del augusto nombre de justicia.
Francisco Jiménez Ambel