«El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica la veracidad de Dios. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él». (Jn 3,31-36)
Hoy, 1 de mayo, la Iglesia celebra la fiesta de San José Obrero, que fue instituida en 1955 por el Papa Pío XII. Como todos los años, nuestras ciudades acogerán manifestaciones clamando por los derechos de los trabajadores e incluso denunciando las injusticias sociales que cada día nos rodean. Es un derecho constitucional manifestarse, pero siempre he puesto el acento en la necesidad de un respeto a todos, en la libertad de expresar las opiniones pero sin ofender a nadie. La Iglesia tiene una rica doctrina social defendiendo los derechos de la persona, de trabajadores y de empresarios, sin lucha de clases; clama por el derecho a tener un trabajo, una vivienda digna, unos alimentos, el acceso a la educación y la cultura, acoger a los emigrantes… Cristo ha roto todas las barreras, y por ello la Iglesia proclama el Amor al prójimo, con independencia de niveles económicos, ideologías, raza… La revolución principal del cristianismo es que ese Amor debemos considerarlo incluso a nuestros enemigos.
El Papa Francisco está dando continuas muestras de sensibilidad hacia los más débiles y necesitados. Como el propio Cristo, muestra su compasión ante los emigrantes que llegan a las costas de países en los que buscan una vida mejor; y no duda en pedir mayor solidaridad hacia quienes carecen de trabajo y se encuentran sumergidos en la pobreza. Por ello, esta Fiesta del Trabajo, desde la óptica cristiana, precisa de corazones y de mentes abiertas a los demás: no podemos encerrarnos en nuestra comodidad, en nuestro aburguesamiento, y debemos mirar al otro con misericordia, comprendiendo y compartiendo su sufrimiento. No basta con criticar a los políticos, al Gobierno, a los empresarios o a los sindicatos… La difícil situación del mundo y de nuestro país, con esos altísimos porcentajes de desempleo, exige que los cristianos reflexionemos y hagamos signos de compartir, de pensar en el prójimo, de desprendernos de lo que muchas veces para nosotros es accesorio y podamos ayudar a quien le puede resultar básico.
Como contraste a la situación socioeconómica y laboral, el evangelio de San Juan nos recuerda que debemos nacer de lo alto, es decir del agua y espíritu. En definitiva, en este tiempo pascual recién iniciado, tenemos que vivir de los frutos del bautismo. Todavía tenemos presente la solemne renovación de las promesas bautismales que hicimos en la Vigilia Pascual. Y el Señor nos quiere regalar, si confiamos en Él, esa triple misión que tenemos todos los bautizados: ser sacerdotes, profetas y reyes, que se resume en tres verbos: rezar, predicar y servir. No podemos servir a los demás sin oración; es imposible proclamar la Buena Noticia del Amor de Dios a esta generación sin tener intimidad con el Señor, sin oración.
Jesús, el Hijo de Dios, viene de lo alto, del cielo, y nos invita a todos a vivir ambicionando lo mejor: la santidad, ser santos, no como una exigencia sino como un don del Padre. Por ello, en este día, y en general en esta época compleja y difícil que nos ha tocado vivir, estamos llamados a generar esperanza. Como ha dicho el Papa Francisco, tenemos que vivir en clave de esperanza y transmitirla. Pero tenemos miedo de que con los sufrimientos que viven hoy tantas personas se nos tache de estar fuera del mundo, de “fantasiosos”, de optimistas de otros mundos…
El Papa ha reconocido que “la esperanza no es optimismo, sino una ardiente expectación hacia la revelación del Hijo de Dios”; la esperanza cristiana es dinámica y da vida; es “estar es tensión hacia la revelación, hacia el gozo que llenará nuestra boca de sonrisas”. Los primeros cristianos, ha recordado el Papa, representaban la esperanza como un ancla: un ancla fija en la orilla del Más Allá. Y nuestra vida es exactamente un caminar hacia ese ancla.
Estamos llamados a vivir en la esperanza, y a no conformarnos simplemente con ser ”buenos cristianos”, cumplidores… Vivir de los frutos de la Pascua es ser signo del Amor de Cristo resucitado, es ser sembradores de esperanza en un mundo que sufre y que parece se siente sumergido en la amargura y la desesperanza. ¿Es esto posible para cristianos como nosotros? Sí, pero para ello tenemos que creer que el Señor nos regala la Vida Eterna ya en nuestra vida terrena, si nos sentimos queridos del Padre y estamos dispuestos a comunicar la grandeza de ese Amor a quienes viven a nuestro lado y están ansiosos de escuchar esa Buena Noticia. Lo dice este evangelio: “El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida”.
Juan Sánchez Sánchez