«En aquel tiempo, se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina que llaman en hebreo Betesda. Ésta tiene cinco soportales, y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos. Estaba también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: “¿Quieres quedar sano?”. El enfermo le contestó: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”. Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar. Aquel día era sábado, y los judíos dijeron al hombre que había quedado sano: “Hoy es sábado, y no se puede llevar la camilla”. Él les contestó: “El que me ha curado es quien me ha dicho: ‘Toma tu camilla y echa a andar’”. Ellos le preguntaron: “¿Quién es el que te ha dicho que tomes la camilla y eches a andar?”. Pero el que había quedado sano no sabía quién era, porque Jesús, aprovechando el barullo de aquel sitio, se había alejado. Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: “Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor”. Se marchó aquel hombre y dijo a los judíos que era Jesús quien lo había sanado. Por esto los judíos acosaban a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado». (Jn 5, 1-3. 5-16)
Cerca del enclave donde la tradición ubica el nacimiento de Santa Ana, se descubrieron a finales del siglo XIX los cinco pórticos de la piscina de Betesda (nombre hebreo que significa principalmente “casa de misericordia”), conocida también como piscina probática (porque “estaba junto a la Puerta de las Ovejas”), y sus aguas —relacionadas con un rito purificador porque en ellas se lavaban las ovejas que iban a ser sacrificadas en el Templo, y oveja se dice en griego “próbato” — se pensaba que tenían poder curativo; de ahí que allí descansasen los “enfermos, ciegos, cojos, paralíticos”, en la esperanza de ser curados: ninguno de aquellos sabía que Jesús de Nazaret es “la verdadera Puerta de las ovejas” (Jn 10,7).
Las primeras comunidades cristianas hacía décadas que conocían que Jesús “curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios” (Mc 1,29). Entre todos los milagros que hizo, sabemos que San Juan escoge solo siete —que técnicamente él llama “seméion”, para referirse a los milagros, junto con siete afirmaciones (“Yo Soy”, en evocación de Éx 3,14), que se explican mutuamente (los milagros y las palabras). Dos de estos milagros nos parecen un tanto extraños, como el del cambio del agua en vino en Caná; pero más extraño aún es este del evangelio de hoy.
Es siempre el desamparado y marginado —el ciego, la madre viuda, la sirofenicia, los leprosos, la hemorroísa…— quienes toman la iniciativa para que Jesús los cure. Aquí no, aquí hay un enfermo de arriba abajo que llevaba así treinta y ocho años, cifra que, cercana a la de cuarenta, indica en la mentalidad hebrea una generación, es decir, casi toda una vida: hoy diríamos que aquel hombre “estaba para el arrastre”, con todos sus músculos inertes, reducidos al mínimo y sin capacidad de mover un dedo… Es Jesús el que toma la iniciativa, el que conocía de antemano su situación, sin que nadie le hubiera puesto sobreaviso, el que lee el corazón del hombre, incluso conoce de “pe a pa” su sistema nervioso, su sistema muscular…: “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré” (Jr 1,5). El pobre hombre ni conoce a Jesús, ni sabe quién es ni por qué se le acerca: lleva muchos años lamiéndose su soledad inútil; y, antes de que puede alzar sus ojos para ver a quién tiene delante, es el Señor el que le pregunta: “¿Quieres quedar sano?”.
“El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado impide moverse libremente, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí (…). También hoy la humanidad lleva en sí los signos del pecado, que la impide progresar con agilidad en los valores de fraternidad, justicia y paz, a pesar de sus propósitos hechos en solemnes declaraciones. ¿Por qué? ¿Qué es lo que entorpece su camino? ¿Qué es lo que paraliza este desarrollo integral? Sabemos bien que, en el plano histórico, las causas son múltiples y el problema es complejo. Pero la palabra de Dios nos invita a tener una mirada de fe y a confiar, pues solo Jesús puede curar verdaderamente” (Benedicto XVI, Ángelus, 19 de febrero de 2006).
Señor, ¿cuántos somos los que llevamos más de treinta y ocho años creyendo que somos buenos porque ya nos hemos domesticado a nosotros mismos en la rutina de un dejarse llevar año tras año? Por favor, déjame, como a aquel paralítico, tomar conciencia de mi situación, de mi incapacidad total para mantenerme en pie, porque padezco una enfermedad que me tiene atado a mi esterilla y mi manta —la camilla en que se refugian y esconden mis pecados—: necesito, “como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 63,2), que te acerques y me hagas esa misma pregunta. Mejor aún: más que el milagro de la curación, necesito esa mirada tuya, fruto del impulso de tu infinito corazón que ama, como gesto de acogida, perdón y abrazo, “como un niño en brazos de su madre” (Sal 130,2).
No les faltó tiempo a los “judíos” (¡tres veces aparecen en este breve relato!) para arremeter contra Jesús: mucho se cuidan de no censurar la curación en sí de aquel tullido; pero lo que no perdonan es que haya sido en sábado, es decir, que en tal día sagrado —y superconsagrado por la Ley que ellos observaban a ultranza (cosa que no era verdad por mucho que se lo creyeran)— nuestro paralítico haga el trabajo (¡qué gran pecado, Señor!) de cargar con su camilla, cuatro trastos de escasa entidad. Esto les sirve de pretexto para alimentar y retroalimentar más su odio contra el Señor: “Por esto los judíos perseguían a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado” (v. 16); y poco más adelante: “Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo” (v 18).
¡Cómo eran aquellos! O mejor, ¡cómo somos nosotros!, que, con harta frecuencia, nos fijamos en la pajita que tiene el prójimo en el ojo, y no vemos la viga que tenemos nosotros (ver Mt 7,1-5). ¿Cuándo dejaremos de autoengañarnos disimulando nuestros pecados poniendo de relieve los defectos del prójimo? ¿Por qué, Señor, somos tan “cumplidores del sábado” y tan descuidados con el amor a Dios y al prójimo?
Jesús Esteban Barranco