El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto. »
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. (Juan 20, 1-9)
La resurrección de Jesucristo es el decisivo acontecimiento que determina la vida y el destino del hombre, dotándole a éste de una naturaleza sobrenatural y abriendo en su existencia un horizonte ilimitado de plenitud y felicidad. En Jesucristo el mal y la muerte sufren una derrota definitiva y se otorga al hombre la posibilidad de formar parte en esa victoria.
Sin “tierra prometida” el paso por la vida sería un absurdo que nos llevaría a la desesperanza, la rebeldía, la huida hacía evasiones de todo tipo o a una resignada impotencia.
Sin vida eterna el quedarme sin trabajo me puede trasladar a la depresión o a una búsqueda de recursos violentos o de revancha.
Si mi vida tiene fecha de caducidad no voy a perder un minuto en escuchar o ayudar a nadie, porque el tiempo debe de ser para mi uso y disfrute. El ceder en esto es un lujo que no me puedo permitir.
Si al final mi destino es reducirme a la nada, no hay lugar para altruismos ni abnegaciones, no puedo amar a quién no me corresponda y del que no pueda obtener ninguna contrapartida. La bondad acabaría en al vacío de una absurda existencia sin Dios. Si el origen de mi existencia es puro azar y el final es la nada, todo lo demás carece de verdadero interés y motivación.
De la existencia o no de un Dios enamorado de mí, hasta el punto de morir por ese amor y reservarme un lugar a su lado para siempre, depende todo. La vida es radicalmente diferente según se responda a este interrogante. Si Dios es, yo soy.
El sufrimiento del hombre hunde sus raíces en el miedo a una muerte absurda y definitiva, que nos esclaviza, obligándonos a realizar muchas veces lo que en el fondo no queremos, dañando a las personas que nos rodean y a nosotros mismos. El sufrimiento, sin vida eterna, no tiene sentido. El desprendimiento y la entrega a los demás se presentan como una barrera muy difícil de franquear.
Pero hoy, a través de este evangelio, el Señor viene a quitarnos estas cadenas, que nos obligan a encerrarnos en nosotros mismos, combatiendo continuamente, en el afán de que la muerte nos llegue lo más tarde posible y mientras que llega rodearnos de la mayor cantidad de bienes que podamos y que nos hagan olvidar, aunque sólo sea fugazmente, un destino fatal.
La gran noticia de hoy y de siempre es que Jesucristo ha resucitado, abriendo las puertas del cielo a toda la humanidad. Si de verdad creemos esto podremos expulsar de nuestro corazón las angustias, temores y ansiedades que nos roban la alegría y la paz. Cómo no estar contentos si hemos despertado de la pesadilla de la muerte y podemos mirar al cielo.
De esta manera, junto a la alegría, el hombre recobra la libertad y la dignidad que le da el saberse hijo de Dios, que como un Padre de amor, quiere compartir su casa con todos nosotros.
Podremos vivir la pérdida de un ser querido con esperanza, sabiendo que todo sucede para bien de los que ama el Señor. Con la mirada puesta en Jesús, no nos importa ya perder nuestra vida en el servicio a los demás, porque en esta pérdida está nuestra ganancia, dice el Señor.
En estos momentos Dios nos está dando una noticia que nos impulsa a peregrinar en este mundo mirando al cielo y al otro, que es el mismo Cristo.
El Señor nos llama a vivir como resucitados, porque nos ha sacado de la misma tumba. Vivir así es poder perdonar cualquier ofensa, no resistirse al mal y entregarse al prójimo sin reservas. Esto sólo lo puede hacer el que es poseedor de vida eterna. La resurrección se nos manifiesta como una vivencia interior, depositada en nuestra alma por el Espíritu Santo.
Jesucristo ha resucitado, también, para que podamos desenmascarar al demonio, que con su mentira sedujo a nuestros primeros padres. Con la fe podemos rechazar regalos “endemoniados”, porque nada ni nadie pueden superar las promesas de Dios.
Jesucristo nos quiere siempre alegres. La alegría en el Señor es infinita y la del mundo es tan superficial como una mueca de una sonrisa apenas esbozada.
Mientras peregrinemos tendremos pruebas y tentaciones. Creo, además, que estamos asistiendo al nacimiento de una nueva era, tremendamente hostil a la fe. Pero el Señor nos conforta en la verdad de que Él ha vencido al mundo. Si miramos a Dios, veremos a nuestros enemigos derrotados, como los vio el pueblo de Israel en el Mar Rojo.