Entonces dijo Pedro a Jesús: «Ya ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar?». Jesús les dijo: «En verdad os digo: cuando llegue la renovación y el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, también vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna (San Mateo 19,27-29).
COMENTARIO
El que es encontrado por Jesús y lo ama en sus cosas, si Él lo llama y se va tras Él, no piensa en la paga, porque sabe que oírlo y estar con Él ya es paga suficiente. Lo sabe bien el que ama al estilo humano a su esposa y a su familia. Aunque la pregunta de Pedro no deja de ser un interrogante y un estímulo. También en el amor humano, cuando es fuerte, hay signos, atracción, decisión, y llegan los amantes a ser un solo cuerpo con vida propia, común, capaz de dejar todo lo anterior y empezar de nuevo en todo. Y aunque sea en el mismo escenario de sus vidas anteriores, todo parece nuevo cuando aman. Si el eros es fuerte como la muerte, el ágape es más fuerte que la vida.
Así pasó en aquella primera Iglesia. Los Apóstoles siguieron a Jesús, un ignoto y humilde carpintero de Nazaret, que apenas contaba treinta años de edad, sin saber a dónde iban ni para qué iban. Les bastó escuchar su voz que los llamaba, y se fueron detrás. ¿Qué tenía aquella voz? Supongo que la promesa de ser “pescadores de hombres” no era suficiente recompensa para dejar lo poco que tenían siendo pescadores de peces, porque la política aún no existía con la fuerza de hoy. La auténtica razón del seguimiento fue Jesús mismo, con toda la fuerza de su persona llamando, que aún sentimos como “vocación” en la Iglesia del siglo XXI. Ese “algo” que tiene su voz cuando dice “sígueme”, supone la fantasía del amor que abre espacios infinitos en tierras y gentes de una vida eterna.
Para que lo entendieran aquellos pescadores, —que sabían contar sólo hasta ciento cincuenta y tres peces grandes como la mejor pesca de su vida (Jn 21,11), y calcular como algo increíble «unos cinco mil hombres para darles un pedazo de pan y pescado, sin contar mujeres y niños» (Mt 14,21), que ya serían demasiados para sus cuentas—, al decirles Jesús que su paga sería «cien veces más», les parecería de unas matemáticas inalcanzables. Y verse sentados en doce tronos, juzgando a todas las tribus de Israel, sería como Ínsula Barataria para Sancho, que recogió Cervantes quince siglos después.
Pero la voz que los llamaba como nadie los había llamado nunca, la autoridad que los vinculaba a un proyecto insoñable para ellos, la confianza y el amor que inspiraba aquel hombre, justificaba dejar lo viejo y seguir los nuevo.
Vinculan los Sinópticos la tristeza del joven rico para venderlo todo y seguir a Jesús, con el seguimiento incondicional de los Doce, que se fueron tras Él, y se quedaron con Él, por la fuerza cautivadora de su Palabra. Y fue Pedro el que puso sobre la mesa la generosidad de su entrega y la de los demás apóstoles…’«Ya ves nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido ¿Qué nos tocará?». Y cuando dice todo, fue realmente todo lo que tenían: Padre, madre, suegra, hijos, haciendas que eran barcas y redes. Incluyendo mujer según Lucas, aunque Mateo y Marcos la obvian en su Evangelio, porque seguramente eran solteros.
Juan ni toca el tema, aunque su hermano y él, con su madre, ambiciosos, pidieron los tronos principales de la derecha y la izquierda de Jesús en el Reino. Pedro y los demás cuando siguieron a Jesús, como muestra el Evangelio de hoy, ni siquiera se habían preguntado qué sería de sus vidas en el aspecto económico, social o familiar. Los que estaban casados y con hijos, —como el mismo Pedro—, aparte de las pescas milagrosas que supondrían un buen pellizco para aliviar la economía de un pescador, no tuvieron muchos ingresos que sepamos durante el seguimiento. Lo habían dejado todo y además tenían a Judas para equilibrar su balanza de pobreza, sacando de la bolsa común lo que entraba, y dejándolos a todos iguales en pobreza. Pero les bastó, se movieron tras Él y no les faltó de nada.
Jesús hablaba en Verdad siempre, pero los Evangelios usan esa fórmula de “en verdad os digo” para nuestra atención, y la más solemne de “en Verdad de Verdad os digo”, cuando es algo que concierne a su persona y la relación de amor, íntima, pero pública y solemne con los suyos. En su Verdad de Verdad, se incardina la recompensa por seguirle. Así lo vieron nuestros santos: “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido, para dejar por eso de ofenderte… muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, que aunque no hubiera cielo, yo te amara, y aunque no hubiera infierno, te temiera. No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera.
Quien escribiera el conocido soneto que tiene un olor especial a Teresa o Juan de la Cruz, sabía de esos amores que provoca la llamada y el seguimiento, sin esperar otra cosa que el propio regalo de seguir al amado.