Escucha, Yahvéh, mi oración,
y presta oído a mi súplica;
respóndeme leal, por tu justicia;
no entres en pleito con tu siervo,
pues no hay ser vivo justo ante ti.
Me persigue a muerte el enemigo,
aplasta mi vida contra el suelo;
me obliga a vivir entre tinieblas,
como los que han muerto para siempre.
Ya se apaga el aliento en mí,
mi corazón por dentro enmudece.
Recuerdo los días de antaño,
medito todas tus acciones,
pondero las obras de tus manos;
hacia ti tiendo mis manos
como tierra sedienta de ti.
¡Respóndeme pronto, Yahvéh,
que ya me falta el aliento;
no escondas tu rostro lejos de mí,
pues sería como los que bajan a la fosa!
Hazme sentir tu amor por la mañana,
pues yo cuento contigo;
muéstrame el camino que he de seguir,
pues estoy pendiente de ti.
Líbrame de mis enemigos, Yahvé,
pues busco refugio en ti;Respóndeme pronto, que me falta el aliento
Manuel de la Viña Camacho
Profesor de Religión, Licenciado en Psicología
Escucha, Yahvéh, mi oración,
y presta oído a mi súplica;
respóndeme leal, por tu justicia;
no entres en pleito con tu siervo,
pues no hay ser vivo justo ante ti.
Me persigue a muerte el enemigo,
aplasta mi vida contra el suelo;
me obliga a vivir entre tinieblas,
como los que han muerto para siempre.
Ya se apaga el aliento en mí,
mi corazón por dentro enmudece.
Recuerdo los días de antaño,
medito todas tus acciones,
pondero las obras de tus manos;
hacia ti tiendo mis manos
como tierra sedienta de ti.
¡Respóndeme pronto, Yahvéh,
que ya me falta el aliento;
no escondas tu rostro lejos de mí,
pues sería como los que bajan a la fosa!
Hazme sentir tu amor por la mañana,
pues yo cuento contigo;
muéstrame el camino que he de seguir,
pues estoy pendiente de ti.
Líbrame de mis enemigos, Yahvé,
pues busco refugio en ti;
enséñame a cumplir tu voluntad,
tú que eres mi Dios;
tu espíritu, que es bueno, me guíe
por una tierra llana.
Por tu nombre, Yahvéh, dame la vida,
por tu justicia líbrame de la angustia;
por tu amor aniquila a mis enemigos.
Pierde a todos mis opresores,
porque yo soy tu servidor.
He aquí la fuente de la vida: la humildad, porque ella salvará el mundo. Ella es la piedra en la que se fundamenta la felicidad de todo hombre, pues en otro lugar leemos: “un corazón contrito y humillado tú no lo desprecias, Señor”. El humilde sabe que todo lo recibe, que todo es don y todo es gracia. Y ¿cuál es el don más grande que el ser humano puede recibir?: la justicia de dios.
En la tierra ningún hombre es justo, pues dice el salmo: “Ningún hombre es inocente frente a ti”. Sin embargo, Dios es fiel y su fidelidad está en que, a la injusticia del hombre, el Padre ha respondido permitiendo que su mismo Hijo fuese “ajusticiado” en la cruz, para que por sus heridas todos fuésemos curados y por su sangre todos fuésemos considerados justos.
Y no sólo esto, sino más aún: la fe grita dentro de nosotros ¡Cristo ha resucitado! Y en su resurrección todos participamos de la misma vida divina. Por eso el hombre humilde puede decir: “respóndeme leal, por tu justicia”, porque yo no soy justo, mi vida está llena de maldad, no puedo hacer el bien. ¡Yahvéh, escúchame!, ¡Ven en ayuda de tu siervo!
nadie puede servir a dos señores
Pero el justo no sólo conoce su realidad, proclamando con Santa Catalina de Siena “soy la nada más el pecado”, sino que también conoce y escruta la realidad que lo rodea: “me persigue a muerte el enemigo”. Es consciente de que el mal se presenta de múltiples maneras y lleva al hombre a “vivir entre tinieblas”.
Es claro que el hombre quiere ser, dominar su vida, decidir lo que está bien y lo que está mal; lo que la teología llama “autonomía moral”. En definitiva, y por la soberbia que anida en el corazón de todo hombre, querer ser Dios es la raíz de todos los males: “Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”, dice la serpiente a Eva.
Por lo tanto, y dado este deseo insaciable de ser propio del hombre, ¿con qué nos encontramos todos los días?: ¡cuántos matrimonios deshechos!, ¡cuántos jóvenes destruidos por la droga, el sexo…; tantas veces acomplejados por la incapacidad de acceder a niveles superiores de estudio o trabajo!, ¡cuántos gobiernos y esferas de poder corrompidos por el mismo poder o por deseos de alcanzarlo!, ¡cuántos ataques a la esencia misma de la vida como el aborto, la eutanasia, fruto del deseo malsano de prometer y ofrecer una ficticia vida mejor que pueda llevar al hombre a la felicidad, y que inevitablemente lo conducen a la pérdida tremenda de su misma dignidad de hombre!
El hombre no puede ser feliz cuando busca la vida fuera de Dios pues esto le hace esclavo de sus concupiscencias. El hombre solamente sabe una cosa: que se muere; pero él no quiere morir. Por eso, ¿quién le da la vida? Si no es en Dios, la buscará en mil cosas: belleza, inteligencia, culto al cuerpo, afectos y, sobre todo, dinero, riquezas, bienes, negocios etc.
Para el hombre moderno sólo hay un dios: el dinero. Sin dinero el hombre se muere y él se resiste a ello. El dinero, decimos, da plenitud a nuestros deseos, con él podemos comprar lo que queremos. Sin embargo, ¿cuál es el deseo fundamental del hombre?, ¿qué le podrá dar la vida? Sin duda el afecto, que le quieran, que le consideren, sentirse útil; y para conseguirlo, el hombre hace lo que sea: si es necesario mendiga, se arrastra, cualquier cosa con tal de que le quieran y no morir.
¡Mentira! dice S. Pablo: “Las concupiscencias de la carne son muerte”; por eso el hombre es un ser profundamente insatisfecho. Nada ni nadie puede dar una respuesta a su situación de muerte, pues fuera de Dios todo es oscuridad, miedo, angustia… Alguien escribió muy sabiamente que “al hombre nunca le saldrán las cuentas si en su vida diaria no cuenta con Dios”.
¿vivir “en esperanza” o simplemente “a la espera”?
Buscamos la verdad en nuestra vida, pero ¿qué es la verdad? La verdad os hará libres, ¿dónde está la verdad?… “Yo he venido para dar testimonio de la verdad, todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,37), dice el Señor Jesús.
La humildad es la verdad: ¡Oh, santa humildad de Cristo!, ¿cuándo te podré alcanzar? Es el grito del justo humilde, aquel que proclama con el salmo: “Hacia ti tiendo mis manos como tierra sedienta de ti, ¡respóndeme pronto, Yahvéh, que ya me falta el aliento!”. ¿Qué aliento?: el aliento de Dios. Dice el Génesis: “Entonces Yahvéh Dios modeló al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). Y S. Juan en el final de su evangelio añade: “Dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23).
Del aliento de Dios todos recibimos la vida y una vida que no se acaba, una vida eterna. Si la vida física termina cuando dejamos de respirar, así sucede con el ser moral del hombre, que acaba cuando no respira el aliento de Dios, como canta el salmista: “Pues sería como los que bajan a la fosa”. Cristo da la vida al hombre, sólo en Él podemos alcanzar la salvación; en Él está nuestra esperanza, en Él nuestro amor.
Y podemos preguntarnos: pero, ¿cómo alcanzar el objeto de nuestra esperanza? Y sigue: “Muéstrame el camino que he de seguir”. El hombre todos los días se pregunta qué sentido tiene mi vida, para qué vivo, hacia dónde va mi existencia, ¿es la muerte el final del trayecto? Y una voz interior le susurra: hemos sido engendrados por amor, nuestra vida tiene sentido en el amor y el final de nuestro camino es el encuentro con el Amor.
“Si buscas por dónde ir, éste es el camino —dice S. Agustín—, camina a través del hombre y llegarás a Dios”. Es mejor andar por el camino, aunque sea cojeando, que caminar rápidamente fuera del camino. Porque el que va cojeando por el camino, aunque adelante poco, se va acercando al término pero el que anda fuera del camino, cuanto más corre, tanto más se va alejando del término.
El hombre interior, iluminado, sigue recto su camino, todo lo soporta, aguanta las adversidades, no se entristece por las cosas temporales, sino que halla en Dios su fuerza; humilla su corazón y es constante; su humildad le hace paciente. No teme la enfermedad, no se asusta del cansancio, no tiene en cuenta el sufrimiento y puede decir con el corazón: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Salmo 27).
a uno que ama, a ése lo reconoce Dios
Y seguimos leyendo: “No escondas tu rostro lejos de mí”, para que yo, al despertar, me sacie de tu semblante, Señor. Es como decir que mi corazón está inquieto, intranquilo hasta que pueda contemplar tu rostro, como rezaba S. Agustín: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón no hallará reposo hasta que descanse en ti”.
Sin embargo, cuántas veces gritamos por qué nos escondes tu rostro, Señor. Cuando estamos afligidos por algún motivo, nos imaginamos que Dios nos esconde su rostro, porque nuestra parte afectiva está como envuelta en tinieblas que nos impiden ver la luz de la verdad. Pero a la par que el rostro del hombre es la parte más destacada de su cuerpo, de manera que cuando nosotros vemos el rostro de alguna persona es cuando empezamos a conocerla, ¿cuánto más no iluminará el rostro de Dios a los que Él mira? Por eso S. Pablo dirá: “El mismo Dios que dijo que del seno de las tinieblas brille la luz, la ha hecho brillar en nuestras mentes, para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de Dios, que brilla en el rostro de Cristo” (2Co 4,6). Esta luz está en nuestro corazón y brilla en lo íntimo de nuestro ser; porque nadie puede subsistir si tú, Señor, le escondes tu rostro.
¿Sabemos ciertamente cuándo entramos en comunión perfecta con el rostro de Dios? Cuando hacemos su voluntad. Pero ¿cuál es la voluntad de Dios? Jesús enseña multitud de veces la misma realidad: “Yo he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 6,38). La voluntad de Dios es la que Cristo cumplió y enseñó. La humildad, la firmeza en la fe, la misericordia, llevar sobre nosotros la debilidad de los demás, amar al Señor con todo el corazón, el estar junto a la cruz con fortaleza y confianza; mostrar la constancia de la fe y, en la muerte, la paciencia que nos obtiene la corona. Todo esto, dirá S. Cipriano, es cumplir el mandato de Dios y la voluntad del Padre.
Y para terminar, todo esto ¿para qué? ¿Qué es lo que pretendemos alcanzar? El salmista termina con una plegaria maravillosa: “Por tu nombre, Yahvéh dame la vida, porque yo soy tu servidor”. La vida, unida a la libertad, es lo más grande que tiene el hombre. Incluso podríamos decir que es lo único valioso; lo demás, “vanidad de vanidades”, porque el ser humano únicamente tiene un verdadero problema, un dilema vital: ¿existe la vida eterna?, ¿es verdad que la muerte ha sido vencida?
Escuchemos a S. Pablo en la profesión de fe más existencial y más real que alguien pueda proclamar jamás: “La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por Jesucristo” (1Co 15,54).