El mundo, Señor, se asoma inexorablemente al reino de las tinieblas y de la muerte. Lo expresó entonces el apóstol Juan: “La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron”, y lo experimentó Jesús con los tormentos de su pasión y de su muerte sufriendo en la cruz por todos nosotros, también por aquellos que no acogerían su mensaje de salvación:”Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Ahora, Señor nuestro, los que caminan solos y sin fe en la oscuridad de sus conciencias, alumbrados únicamente por la candelita insignificante de sus torpes deseos, pretenden abolir para siempre en España la ley divina y natural que regula el sagrado derecho a la vida de los no nacidos, y así, disuelven químicamente con una pastilla al embrión indefenso, apenas concebido, o arrancan violentamente con tenazas y fórceps de cirujano, sus menudos cuerpecitos del seno protector de la madre gestante.
Dios mío, apiádate, te rogamos, de tus hijos no nacidos, ampara y consuela a esas madres angustiadas que los rechazan, y “haz resplandecer sobre todos la luz de tu rostro”. Tú le has dado al concebido un alma inmortal desde el momento mismo de la concepción, desde ese preciso y maravilloso instante en que el óvulo femenino es fecundado, y nace una vida de la que solo Tú eres Dios y Creador. Un alma que hace a esa criatura semejante a Ti, con todas las potencias que adornan al espíritu humano. Ya es una criatura tuya, y obra de tus manos providentes. Ya es también un hermano nuestro, ya lo amas como a un hijo. No lo desampares nunca.
reos de muerte por el Herodes contemporáneo
“Padre nuestro que estás en los cielos”, estamos asistiendo conmocionados al espectáculo nefando de las madres que reniegan de los hijos que llevan en su seno. Y no nos horroriza tanto el pecado individual de la mujer desorientada que elige el camino del aborto terapéutico que se le ofrece, como la actitud permisiva de los legisladores que promulgan las leyes con las que se quiere dar cobertura legal y jurídica a estos desatinos contra la vida.
Al fin y al cabo, Señor y Dios mío, el pecado siempre será nuestro compañero de viaje en este mundo, con él convivimos, y a todos, sin excepción, nos afligen sus penosas acechanzas y persuasiones. Por eso, Dios mío, siempre estaremos dispuestos a compadecernos del pecador, y a implorar penitentes, para ellos y para todos nosotros, el regalo inefable de tu segura e infinita misericordia.
“Señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero”, que quisiste nacer en el seno virginal de María de Nazaret, la llena de gracia, la que fue bendecida en el instante mismo de su concepción con un alma purísima sin mancha alguna de pecado. Ella te dio su propia carne y su propia sangre, y formó tu cuerpo mortal, haciéndote participar así de nuestra condición humana.
Tú, Jesús mío, que nunca dejaste de ser Dios mientras te hacías niño en un seno de mujer, para nacer glorioso en Belén acunado por el júbilo de los ángeles, atiende compasivo la súplica que te hacemos por esa legión innumerable de santos inocentes, que son condenados a muerte con la misma saña del Herodes que a ti te persiguió. Tú los recibirás en el cielo y tus ángeles los consolarán eternamente, porque no pudieron ver la luz en los ojos amorosos de sus madres.
A buen seguro, Jesús mío, que aún rememoras con ternura el saludo de Isabel, cuando sólo eras como ellos un minúsculo feto en el vientre de María, tu madre. ¿Lo recuerdas, Señor? Isabel, embarazada de Juan, se llenó del Espíritu Santo, “y exultó el niño en su vientre”, nos relata San Lucas, de modo que, como dicen los Santos Padres, el Bautista fue santificado en el seno de su madre, pues te reconoció milagrosamente antes de nacer, y la hizo exclamar: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¡Oh Señor Jesús!, bendice tú, ahora y siempre, a todas las mujeres que van a ser madres, bendice el fruto amoroso de sus vientres, y permíteles que tengan a sus hijos en cualquier circunstancia, aun en aquellas que sean verdaderamente difíciles y dolorosas. Y si democráticamente no disponen nuestros representantes de los votos necesarios para impedir la aprobación del aborto legal, no permitas que esa ley se utilice por las madres contra sus propios hijos. “Te lo rogamos, Señor”.
me has tejido en el seno materno
Este, Señor, es tu santo precepto, escrito con fuego del cielo en unas tablas de piedra, y entregado a Moisés en el Monte Sinaí: “No matarás”. También nuestras leyes humanas presumen de defender con declaraciones rimbombantes el derecho a la vida de todos. Pero la justicia de los hombres, Dios mío, nuestra propia justicia, en todas las instancias y grados de la jurisdicción de nuestros tribunales, con astucias de leguleyo y razones baladíes, han conseguido aparcar el más elemental y primario de los derechos de nuestros niños: el de nacer.
Así, se ha profanado el santuario de nuestra existencia en la tierra, se ha vuelto oscuro y discutible lo que era claro y evidente, problemático, lo que era obvio, y se han puesto condiciones frívolas, o se excusa con vanos pretextos, el derecho fundamental a la vida. Después de la creación del mundo, Señor y Dios nuestro, hiciste al hombre a semejanza tuya, los criaste varón y hembra para la perpetuación de la especie, y los bendijiste. Bendícenos también ahora, Señor; renueva tu Espíritu sobre todos nosotros, para que seamos capaces de cumplir tus preceptos: “Creced y multiplicaos, y henchid la tierra, y enseñorearos de ella…”.
Líbreme Dios, ahora, de argüir a los defensores de la muerte de los no nacidos, que lo hacen en nombre de los pretendidos derechos de las madres, de su salud o de su equilibrio emocional. Son los mismos que reservan su ternura para las restantes criaturas de la tierra que están puestas al servicio del hombre.
Delante del Señor no quiero litigar con ellos, sólo encomendarlos a su infinita misericordia. Así a las madres que abortan, a las que amo en nombre de aquella que me dio el ser, y de la Virgen Inmaculada, nuestra Madre del cielo, que aceptó sin reservas su maternidad gloriosa. Y a los políticos que propugnan esa ley odiosa, y a los que están dispuestos a votarla o a aceptarla como un derecho más, entre los demás derechos de la mujer, sin percatarse de que la vida de los demás y la propia, no es algo disponible o contingente, pues sólo pertenece a Dios. Y en fin, a los médicos, a los psicólogos y al personal de enfermería de las clínicas abortistas, que, abjurando del compromiso moral e hipocrático de defender la vida humana, realizan la tarea de extirpar de las madres gestantes la vida no nacida, sin reparar en que ese feto que destruyen tiene un alma inmortal que clama a su Creador, lo evoca y lo refleja.
Así se expresa, Señor, tu sabiduría en el Salmo de David: “Todavía era yo un embrión informe, y ya me distinguían tus ojos; todos los mortales están escritos en tu libro: irán y vendrán días; y ninguno dejará de estar escrito”. ¿Quién sino Dios puede borrarnos de ese libro? Escúchanos, Señor, no nos desampares. “Admirable se ha mostrado tu sabiduría en mi creación”, pues somos obra de tus manos, “¿A dónde iré yo que me aleje de tu espíritu?”, pues abarcas con una mirada todo lo creado: “Si subo al cielo, allí estás tú; si bajo al abismo allí te encuentro. Si al rayar el alba me pusiere alas, y fuere a posar en el último extremo del mar, allá igualmente me conducirá tu mano, y me hallaré bajo el poder de tu diestra”. Amén, Señor Jesús.