“No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud (..) Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 17-48). Solemos leer esta perícopa entera siguiendo el orden redaccional que aparece en el evangelio, pero si empezáramos nuestra reflexión por el v. 48: “Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”, pronto nos aparecerían cuestiones de gran interés. Y es que nadie puede negar que, mandar a alguien ser perfecto como Dios es perfecto, es mucho mandar.
¿Cómo debo entender la perfección que atribuyo a Dios? ¿Cómo es ese Dios que se me propone como ejemplo a imitar? ¿Cuál es la naturaleza y el alcance del “cómo” que modula mi perfección al compararla con la suya? Y lo que es de indudable transcendencia: ¿cómo puede proponerse la perfección de Dios al hombre; lo infinito a lo finito , lo incomprensible a lo que apenas barruntamos como nuestro, y que casi siempre lo hacemos como limitado, parcelado y caduco? ¿Es que puedo hacerme una idea de qué cosa es “ser perfecto”, cuando me advierto muy imperfecto y me doy cuenta de que casi todo me sale bastante imperfectamente?
Pero es que, además, el “por tanto” con que Mateo inicia el v. 48 tiene un matiz consecutivo que aún acrecienta más el asombro que produce la reflexión sobre el texto: ¿qué es y cómo es aquello que observado, practicado, creído, etc. trae como consecuencia la propuesta ética por antonomasia? Delante de ese “por tanto” ¿qué hay?
Y esto ocurre si empezamos por el 48; pero si lo hacemos por el 17, igualmente nos vamos a asombrar. ¿Quién puede abolir la Ley, la Torah y los Profetas, nada menos? Porque si se tratase de mover un capítulo de la Escritura, vaya que vaya (es un ejemplo), pero abolir -lo que se dice suprimir, dejar sin efecto, anular…- es demasiado. Parece que estamos en ambos versículos metidos en la desmesura, en la falta de correspondencia, en la incongruencia.
Cuanto menos, quien pretenda abolir la Ley habrá de tener el mismo poder que quien la promulgó. Y…, ¿quién promulgó la Ley? ¿ En virtud de quién eran los profetas? Juan el Bautista, gran profeta -“Pues todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron” (Mt 11, 13)- ¿no era del cielo su bautismo? Entonces, ¿cómo anular esto? Por otra parte, ¿lo que está en juego es el poder o autoridad de Jesús y nada más? ¿O es que hay “algo más”?
La perícopa entera de Mateo 5, 17- 48 está inmersa en un asombro que se va acrecentando más y más. Mateo, una vez ha hablado de la sal y de la luz, prolonga su discurso de tal modo que nos fuerza a una mirada sobre Jesús que ya comenzó con las Bienaventuranzas, y que ahora ha de hacerse tan penetrante que cale en lo profundo de su persona. El evangelista no entrega sin más una doctrina sobre Jesús; sino que provoca en quien lo oye un encuentro con el Maestro. Su palabra no solamente informa o adoctrina, sino que sobre todo induce a una búsqueda personal en la que se revelará quién es Jesús.
“¿Quién es este que de tal manera habla?”
Jesús se revela únicamente a quien le mira guiado por la sencillez del niño y no por la sospecha; cosa por lo demás bastante habitual en las epifanías del mismo Dios. A los arrogantes y sabios, a los de mirada altiva e inquisidora se les mantienen ocultas “estas cosas”, que son nada menos que la personalidad misma de Jesús, del Enviado de Dios, del Mesías.
Podría considerarse al texto mateano como un texto mesiánico; en alguna manera y sentido, el texto que comentamos nos revela un Jesús en la misma línea de otros claramente mesiánicos como Lucas 4, 16-21, que va encuadrado por el v. 15, que nos muestra a Jesús enseñando en las sinagogas y el v. 22 en el que se ve cómo sus gentes “le expresan su aprobación y se admiran de las palabras de gracia que salían de su boca”.
Mateo, en el capítulo 5, 1 , abre el sermón de la Montaña con Jesús que, “abriendo su boca, les enseñaba”, y lo cierra con una admiración de las gentes acerca de su autorizada enseñanza (Mt 7, 28-29). La enseñanza de Jesús es mucho más que una doctrina de maestro o escriba. La autoridad reconocible en sus palabras revela una dimensión profética y mesiánica que a su vez muestran su persona como la Palabra de Dios, autorizada, audible y digna de ser seguida.
Jesús es un judío que expone la “Torah”, la sabiduría dictada por el mismo Dios. En el hombre del Discurso de la montaña hay incluso algo más que Salomón. El no rebajará, ni mermará la sabiduría de la Ley, sino que la entenderá bien, en toda su potencialidad. Lo dijo bien claro: no se trata de anular, sino de todo lo contrario. La Ley antigua, por antigua, no deja de ser vinculante y eficaz, en términos paulinos: “santa y buena” (Rm 7, 13).
Jesús desarrolla todo el contenido de la ley, pero este contenido no puede entenderse exclusivamente como normativo. La Ley manda y obliga, pero no busca el cumplimiento de la norma sin más. Este “más” que Dios escondió en la Ley se va revelando poco a poco en la Historia de la Salvación hasta que en Cristo se desvela plenamente: es Él mismo, la Sabiduría de Dios. Por esto, quien investiga la Ley, pero no como lo hacían los fariseos y maestros de la misma (Jn 7, 49 y 52), sino como el mismo Señor recomienda (Jn 5,39), encontrará que toda ella, y los profetas y los salmos, hablan de él.
Este hablar equivale a facilitar el encuentro. Quién camina a su luz se encuentra en la luz misma. Por eso los judíos no quieren ir a la fuente misma de la Escritura para tener vida, y por eso también, quien obra el mal transgrede la voluntad de Dios quebrantando su ley, y busca la oscuridad y no la luz.
“¿Quién es este que hasta los vientos y el mar le obedecen?”
El Maestro es sabio y habla de la Sabiduría; lo que de Él nos ha venido es la Gracia y la Verdad, como plenitud de lo que la Ley llevaba en germen. Moisés nos dejó plantada la semilla que, en el nuevo orden de salvación traído por Jesús, desplegará todo su poder germinal transformándose en vida eterna. Nuestros padres “vivieron” porque, como enseñaba Pablo a los cristianos de Roma y el mismo Moisés escribe de la justicia que proviene de la Ley, el hombre que estas cosas practicare vivirá por ella (Lv 18, 5-6). Es cierto y sin embargo, murieron. La vida eterna, la vida para siempre, no está en la Ley sino en su plenitud; no en el grano, sino en la espiga.
De modo que, si yo escucho atentamente los versículos de Mateo 5, 17-48, lo que me entra por los oídos se me hace luz para que vea quién es realmente el que me habla y qué es realmente lo que me dice. En ese maravilloso texto del primer evangelio hay una teofanía mucho más grande que la del Sinaí.
Con lo cual, reconociendo que lo de Juan venía del cielo, ¿cómo va a venir la autoridad de Jesús también del cielo si es hijo de un carpintero, sus hermanos son fulano y mengano y conocemos su pueblo? Inocentes preguntas que no han de suponer inocencia alguna en quien las formula. En la expulsión de los demonios encontramos una respuesta válida: su autoridad y poder le viene del “dedo de Dios”.
Este dedo de Dios es un viento de “espíritu y fuerza” que recorre la Escritura: es la infinita y todopoderosa bondad de Dios al servicio de los hombres. Dicho de otra manera, es el espíritu y la fuerza de los signos y prodigios de la Palabra de Dios en la persona de su Hijo Jesús. Cuando el Padre habla y obra es su siervo Jesús quien lo dice y quien lo obra. La Ley es mucho más potencia de Dios que norma. Esto tiene una comprobación empírica en los santos. Quien ha visto a un cristiano o cristiana luchar contra el maligno en el sufrimiento y en la muerte ha comprobado cuánta es la autoridad y el poder del Señor resucitado.
Una vez más es necesario volver a Pablo; es admirable su reflexión conclusiva acerca de la Ley y la gracia en la carta a los romanos: “Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu”. (Rm 8, 2-4 a)
“Pongo ante ti bendición y maldición, escoge la vida”
Para el hombre de hoy, la propuesta séxtuple de Jesús en el sermón de la Montaña es a su necesidad de justicia lo que los planos a un maestro de obra que tuviera que levantar una catedral gótica, por ejemplo. La justicia de los escribas y fariseos no da acceso a nada, cuánto menos al Reino de los Cielos: ellos se movían en el reino de la Ley.
La justicia superior que trae Cristo nos introduce en la Catedral definitiva, en la Jerusalén de calles con ríos repletos de salud durante los doce meses del año. Sin los planos no hay catedral. ¿Es que acaso un plano no pasa de ser una orden de obligado cumplimiento, dibujada en vez de escrita, en un código? ¿No es más bien la condición de posibilidad formal y ejemplar de la obra a realizar? Reducir las enseñanzas de Jesús a un código de preceptos que nos sobrepasa, que ni nosotros ni nuestros padres pudimos sobrellevar, es confundir una catedral con una solución habitacional. Y, además, es una injusticia. Todo reduccionismo lo es.
Un texto de la misma Torah ayudará a comprender esto mejor: “Vosotros habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora pues, si de veras me obedecéis y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra” (Ex 19, 4-5).
El águila tiene dos poderosas alas, así como la Ley tiene dos tablas, con las cuales Israel puede sobrevolar los ataques y peligros del dragón: igual que la mujer del Apocalipsis, que también dispondrá de aquellas dos alas de la gran águila para volar al lugar seguro del desierto. Los mandamientos son, pues, recursos para vencer el mal: se sitúan más en el orden existencial y vivencial que en el meramente preceptivo; mejor, resitúan el plano moral y ético en el del amor santo de Dios, fiel a su alianza por encima de todo.
La santidad que se nos pide, previamente se nos ha prometido con la garantía del pacto sellado por el Dios fiel. De aquí que el ethos judío tenga como fundamento el obrar fiel de Dios en lugar de lo debido o la persecución del bien y la felicidad por parte de los hombres. Israel ha aprendido, durante los cuarenta años del desierto, que la oferta de santidad de Dios supera, como el cielo a la tierra, a la moral humana. Dios ha mostrado a su pueblo las “razones” del obrar mediante hechos prodigiosos, de tal modo que, cuando sus hijos pregunten qué son esas leyes y preceptos, no les expondrá un discurso de filosofía moral, sino que les explanará la historia de salvación obrada por Dios.
Se cae de su propio peso, entonces, que lo que un Dios así mande es digno de ser obedecido por su bondad; me refiero mucho más a la bondad de Dios que a la de los hechos en sí mismos. Más aún: la bondad moral del obrar humano descansa, en definitiva, en el orden de santidad con que Dios creó todas las cosas. Santidad en la que nuestra razón encuentra perfecta armonía con sus propias exigencias. Matar, por ejemplo, es inmoral. Lo ve toda razón humana; pero es inmoral, antes que nada, porque Dios es un Dios vivo y de vivos, fuente de la vida misma.
Esto está encerrado en la cláusula condicional “si de veras me obedecéis” (Ex 19, 5). Pero la observancia de los preceptos lleva por detrás una promesa, que en este caso no es ni la tierra ni la descendencia, si no una declaración de propiedad personalísima de Dios, que singulariza a Israel de entre todos los pueblos de la tierra, de modo que estos no tendrán a sus dioses tan próximos como tiene Israel al suyo.
“Un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos”
La Alianza brota del pacto con un Dios personal; no puede hacerlo de un código de leyes. No la clase de alianza que Dios ha hecho con el pueblo del que nacerá Jesús. Dios compromete su bondad y santidad. ¿Qué comprometemos nosotros? Si por la fiel observancia de lo mandado por Dios obtengo al mismo Dios como algo mío, aquella observancia queda transformada, su carga normativa va cambiando y, sin desaparecer, queda convertida en amor de Dios.
Quizá pudiera expresarse la vida de los santos como la fidelidad a esta gran verdad: porque me quiere, por puro amor mío, me manda lo que manda. El conocido “por eso, he aquí que vengo a hacer tu voluntad”, paralelo al “Yo tengo como alimento hacer la voluntad del que me ha enviado”, alumbra el sentido del amor del Señor a Dios padre; que a mí me mande ser perfecto como el Padre, es decir que arrime mi corazón al suyo para oírle latir al unísono con el mío, ¿qué tiene de extraordinario?
Es verdad que, por el momento (que al fin y al cabo esto es nuestra vida, un momento) no podré amarle como correspondería a su amor; eso es el cielo, y estamos aún en la tierra, aunque quién sabe; Cristo clavado en la cruz, colgado entre el cielo y la tierra, une a ambos, porque Él sí ha amado al Padre de un modo perfecto aquí en la tierra.
Cabe preguntarse si es mucho que nos pida acoger este amor suyo en nuestra vida, en la ordinariez de la vida, donde se realiza (no hay otro lugar ni modo para ello) la exigencia moral de un vivir no para el pecado, sino para Dios.
Así, pues, el sentido de Mateo 5, 17 está en 5,48: que la Ley alcance todas sus posibilidades, bien lejos de su merma o abolición, estriba en la santidad de Dios que nos ama y al amor nos llama en Cristo Jesús. No puede separase la santidad ni de la Ley ni de los profetas. Lo que aboliría la Ley sería no cumplirla, o practicarla al modo farisaico: colando el comino, la menta y el mosquito y tragándose el camello, como dice el Señor en Mateo 22, 24. La santidad, o fidelidad a la solicitud que parte de Dios es a la Ley lo que la levadura a la masa del pan. Por eso Jesús previene a sus seguidores acerca de la levadura de fariseos y saduceos ( ver Mt 16, 11) es decir, de su mal espíritu que pervierte la Ley, que la apelmaza en lugar de esponjarla para hacerla llevadera y de posible cumplimiento.
En la pascua judía, se limpia la casa de la levadura vieja, para entrar en los ácimos. También en nuestras celebraciones pascuales, María, la madre del Señor, retira la vieja levadura y enciende las candelas de la Nueva Ley para que todos los hombres caminemos a su luz.