—¿Qué te pasa, Madre, que te veo entre alborozada y alborotada?
—Pero ¿qué dices, Hijo? ¿Tanto se me nota la alegría?
—Sabes que aquí la alegría es perpetua y siempre nueva. Pero la tuya es que no tiene parangón en lo más alto de lo alto.
—A ti no se puede ocultar nada.
—Me da la impresión de que ese precioso manto que llevas está como más abultado y me hace pensar que, con esa alegría, me quisieras ocultar algo.
—Hijo, eso nunca ocurrió en la tierra y menos aquí.
—Pues ¿a qué tanta alegría?
—Cuando te lo cuente, vas a mandar tocar todas las trompetas al unísono.
—Sabes que eso ocurre cuando hay un pecador que se arrepiente.
—En efecto, Hijo, no sé cómo puede el Espíritu Santo ser continuamente tan novedoso para inundar el Paraíso con luces y fiestas siempre inigualables, con melodías insospechadas, que hasta los mismos coros angélicos son los primeros sorprendidos de tanta belleza y armonía. Fíjate: el mismo Händell se tapa la cara sonrojado porque su “Alleluia” le parece una tonadilla aldeana. Me ha dicho Gabriel que está tratando de que algunos de los serafines que cantan el trisagio le ayuden a hacer algunos arreglos, porque le gustaría regalarte un nuevo “Alleluia” para cuando vuelvas por segunda vez al mundo a juzgar a vivos y muertos.
—¡Ay, Madre!, no me desvíes la conversación, que yo te estaba preguntando por tanto júbilo en tu rostro y qué es lo que sucede en esos pliegues de tu hermoso manto dorado, y tú me estas dando largas tratando de distraerme con las fiestas solemnes que tenemos aquí todos los días por la conversión de los pecadores.
—Pero, Hijo, si tú yo estamos en la misma onda celeste de pensamiento y amor. Estoy tan contenta porque hay muchos grupos allá abajo que no hacen más que llamarme y no puedo por menos que volver mis corazón a tantas plegarias y dirigir mis ojos a tantos pecadores. No te puedes imaginar los millones de rosarios con que me invocan, repitiéndome continuamente eso de “ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”. No puedo por menos que escuchar y atender todas esas súplicas y oír complacida esos piropos tan entrañables: “Refugio de pecadores”, “Auxilio de los cristianos”…
—Ya te puedes imaginar qué feliz me haces.
—Lo sé, Hijo; por eso has notado algo raro en mi manto, porque está cobijando una cantidad ingente de etiquetas bordadas en oro con los nombres que me han encomendado tantos queridos hijos de allá abajo. No sabes cuánta gente acongojada —bueno, sí lo sabes— se dirige a mí y me dice: “Virgen María, échame un capote”. Así que con frecuencia debo ampliar este manto. Además esto tiene que ver mucho contigo: “A ti acude todo mortal a causa de sus culpas; nuestros delitos nos abruman, pero tú los perdonas” (Sal 65,3-4).
—Madre, tú siempre te me adelantas, como hiciste cuando fuimos invitados a la boda de de Caná. Antes de que yo les regalara el vino, tú ya habías dado los pasos para “arrancarme” ese regalo que tan felices hizo a los nuevos esposos y a todos los comensales. ¿Cómo hiciste para saber que yo les iba a conceder aquel regalo?
—Ese es un privilegio de madre. A veces no sé si es mera intuición femenina o inspiración del Espíritu Santo.
—Las dos cosas, Madre, las dos.
—Por eso ya sé, de antemano, que a todas esas personas que se me han encomendado como “Refugio de pecadores”, tú las vas a salvar a pesar de sus pecados.
—A veces San Miguel me dice que me pones en compromisos…
—Querido Hijo, yo me atengo a lo que tú nos decías: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan” (Lc 5,31-32). Yo te facilito el trabajo a instancias de tantos ruegos que me dirigen continuamente.
—Y a mí me encanta que así lo pienses, lo dispongas y lo hagas. No sabes cómo disfruto viendo que tú estás en medio de todo y que, al tiempo, lo haces como si nada, sin hacerte notar, aunque seas la Reina y Señora del Universo.
—Pues ahora a ver cómo te las arreglas para que estos miles de refugiados en mí, se reconcilien contigo.
—No te descubro ningún secreto si te digo que mi Padre los ama desde antes de la creación del mundo. De Él procede tanta bondad eterna.
—Y a mí el Espíritu Santo, que tanto tiene que ver contigo y conmigo, sobre todo desde tu encarnación, me ha hecho saber que para él es facilísimo cambiarles el corazón.
—Él fue el que profetizó en aquellos tiempos antiguos que cambiaría el corazón de piedra por uno de carne. Yo mismo en Getsemaní vi a todos estos hijos que recurren a ti y recuerdo muy bien cómo me hicieron sudar sangre. El leño de la cruz que me tiró al suelo tres veces por las callejas de mi amada Ciudad, era un símbolo de tantos pecados de la humanidad que pesaban sobre mis espaldas. Y bien sabes lo que siguió después con la cruz a cuestas, lo que padecí con la crucifixión y la tortura de estar colgado en la cruz.
—Por favor, Hijo, lo tengo siempre presente. Solo el Padre, el Espíritu y tú mismo sabéis lo que sufrí al pie de esa cruz. Allí comprendí del todo la profecía del viejo Simeón, cuando te presenté en el Tempo, sobre la espada que me partiría el alma.
—Pues por todo aquello, no tengas cuidado por esos miles que se refugian continuamente bajo tu manto impecable. Ahí están seguros y, por supuesto, alcanzarán misericordia porque ya han empezado el camino de la vuelta a la casa del Padre.
—Tú, como Dios, hablas de misericordia, como una gracia que viene desde arriba. Yo, como humana, prefiero la compasión, que sitúa en el mismo plano al que sufre y al que lo compadece.
—Madre mía, mi pueblo escogido siempre entendió la misericordia como algo íntimo, que se origina precisamente en esa fuente de Amor que es el Padre, como pálidamente ocurre en las entrañas de las madres: Él siempre se mostró como Padre clemente y compasivo. Por esos a todos esos hijos nuestros que han recurrido a ti les sucederá como a aquel joven que se marchó de su casa para vivir una vida desenfrenada.
—¿Te refieres a aquella hermosísima parábola? ¿La del hijo pródigo…? Pero qué chiquillo pareces a veces, Hijo mío: ¿No fuiste tú mismo el que, ante la muchedumbre que quería escucharte, “te compadeciste de ellos porque andaban como ovejas que no tienen pastor y te pusiste a enseñarles muchas cosas” (Mc 6,34) y nos inculcabas a todos “a ser misericordiosos como el Padre es misericordioso?” (Lc 6,36).
—Pero ¡qué encantadora eres, Madre! Solo a ti se puede ocurrir eso de “chiquillo”, y solo tú lo puedes decir con tanto gracejo y con tanto cariño: me dejas como desangelado…, aunque no es lógico decir eso aquí, rodeado de ángeles por todas partes.
—No me tires de la lengua, porque cuando subimos al Templo y te escabulliste de la caravana de vuelta de Jerusalén, con apenas doce años, aquello fue más que una chiquillada.
—Entonces sí que te alborotaste, porque aún no comprendías del todo que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre.
—Es verdad, me quedé azarada cuando te vi en el Templo de Jerusalén en medio de todos aquellos sabios boquiabiertos con lo que tú les respondías. Pero cuando pude cogerte de la mano para volver a casa, todo se me pasó en seguida. Y poco a poco fui comprendiendo tantas cosas de ti…
—¡Qué humilde eres, Madre! Tan humilde que solo tú has podido llegar a esta intimidad con la Trinidad. Tú misma lo proclamaste de tus labios en aquel bellísimo canto del “Magníficat”: “El Señor enaltece a los humildes” (Lc 1,52).
—Me vas a sacar los colores… y, mira, Gabriel, que siempre está a mi lado, se ha tapado el rostro con sus alas para no verme el rubor…
—Todo lo contrario, Madre, es que yo mismo me siento arrobado viendo cómo todos los coros angélicos, los serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles están tan embelesados contemplando tu humildad y tu belleza.
—Es el Espíritu Santo el que me ha hecho así…, tú lo sabes, para que tú fueras el Hijo predilecto del Padre, el más bello de los hijos de los hombres.
—Tu belleza es única, Madre: tanta que el mismo Padre eterno no tiene necesidad de levantar la vista para ver que todo aquí arriba es bellísimo. Basta con mirarte a ti, a tus preciosos ojos, y ve en ellos el reflejo de toda la corte celestial, obra de sus manos; y, mirándote a ti, ve toda la creación: me ve sobre todo a mí, que soy tu Hijo, y entonces su ternura llega hasta el infinito porque “desde el principio” yo estaba cabe su seno, como su Unigénito.
—Hijo, esto es la gloria.
—Con permiso —terció el Arcángel San Gabriel—. Señora, ahora mismo están bajando miles de ángeles a ayudar a todos esos pecadores que han sido encomendados a tu protección.
—Lo sé: ya he notado que mi manto se removía.
—Señora, se han formado miles de coros de 99 justos que están empezando a organizar una fiesta singular en el Paraíso y te llaman para presidirlos.
—Reina y Señora —intervino San Rafael—. Cada uno de esos coros está compuesto en su gran mayoría por una multitud de niños que nunca vieron la luz del sol porque sus madres no les permitieron nacer.
—Será una delicia inmensa escuchar una melodía tan tierna, dulce y suave. No nos demoremos más. ¿Me ayudas con el manto, Gabriel?
* * *
¡Rinnnggg! Pero ¿qué ocurre?, ¡si las puertas del cielo no tienen timbres…! Que yo sepa, sus puertas son fotosensibles solo a las almas puras…
Era el despertador de mi mesilla de noche que me llamaba a comenzar las tareas de un nuevo día. Creo que fue mi ángel de la guarda —que ya he dicho alguna vez que lo bauticé con el nombre de Moisés— el que, sin darme cuenta, me llevó las manos a los ojos y, mientras, me los restregaba ligeramente, vi que tenía enredado en ellas el rosario que había empezado a rezar antes de dormirme la noche anterior.
El segundo misterio lo aplico todos los días por los pecadores, entre los cuales confieso que también me encuentro. ¿Estará tu nombre y el mío escrito en el envés del manto de María, Refugio de pecadores?