El escándalo de la libertad
Entre los libros que he podido leer este verano hay dos que me han llamado la atención. Uno de ellos es el escrito de Luc Baresta, “El anuncio del paraíso sobre nuestros desiertos”, de la editorial Caparrós. No voy a detenerme en su planteamiento, sino tan sólo entresacar algunas reflexiones que me ha suscitado su lectura. Se trata, en el fondo, del problema del sufrimiento, con el que nos encontramos continuamente y del que no nos es dado sustraernos, y del escándalo que provoca entre los hombres.
El hombre quiere y no es feliz. ¿Hemos de pensar que la felicidad es sólo para después de la vida, mientras que en esta debemos resignarnos a aguantar el sufrimiento? Víctor Frankl, experto en sufrimiento, argumentaba que “el enigma del sufrimiento tiene, quizá, su explicación únicamente en el encuentro con Dios en el más allá”. Para responder a esta cuestión hemos de remontarnos hasta el origen del sufrimiento humano. El mal no es una realidad autónoma, independiente de Dios. Él todo lo ha hecho bien, porque siendo amor, quiere donarse a su criatura y, en especial, al hombre. Pero, éste, en su libertad, ha rechazado el don de Dios y ha pretendido ocupar el lugar que no le corresponde, excluyendo a Dios de su vida. Sin embargo, al rechazar el Bien, ha dado entrada la mal, que es simplemente, ausencia de bien.
Contrariamente a lo que piensa el hombre rebelde, “Dios y el hombre no se encuentran uno frente al otro; están en el mismo bando”. El olvido de Dios es olvido del hombre. Al rechazar a Dios, el hombre queda expulsado del paraíso, lugar de encuentro y de comunión de vida con Dios, y ha de morar en el desierto. El paraíso al que nos llama y sigue llamando Dios, se convierte en desierto, cuando el hombre deserta de Dios. “El desierto sigue avanzando, convirtiéndose en imagen de la realidad del hombre, que vive en el desierto de no conocer a Dios”. Pero el desierto puede convertirse en vergel; se puede encontrar en él la verdadera felicidad; es transformable, no hace falta esperar al más allá; se lo puede conocer acá, como han mostrado los santos. “La existencia con Cristo es ‘concreta’, de con-crescere, crecer con, en contraste con la abstracción de una vida sin Dios”. Sin Dios nada tiene sentido y todo permanece oscuro e indescifrable; con Cristo, todo, hasta los más mínimos detalles, están cargados de sentido y apuntan en una misma dirección: al encuentro del amor que nos sostiene.
“El escándalo no está en el mal, sino en la libertad”. ¿Podía Dios haber creado un mundo mejor? ¿Cómo responder al sofisma de Nietzsche? ¿Por qué ha hecho Dios al hombre libre, si esta libertad iba a traer el mal? La gran tentación totalitaria, que busca sustituir a Dios, se centra en la supresión de la libertad para hacer un mundo más perfecto. Con la dictadura se funciona mejor. Pero esta supresión es diabólica; el diablo no puede amar, por eso esclaviza; Dios ama, por eso deja al hombre libre, pues la libertad es la condición para el amor. Este es el mundo más perfecto porque es un mundo creado por el amor y para el amor, aunque contemple la libertad que puede llevar a hacer el mal. Dios permite que haya machos cabríos, en cuyo caso, como dice S. Agustín “¿a qué vienen los machos cabríos en el rebaño de Dios? En los mismos pastos, en las mismas fuentes, andan mezclados los machos cabríos, destinados a la izquierda, con las ovejas, destinadas a la derecha, y son tolerados los que luego serán separados. Con ello se ejercita la paciencia de las ovejas, a imitación de la paciencia de Dios. Él es quien separará después, unos a la izquierda, otros a la derecha”. Se trata de la respuesta de Dios al sufrimiento. Él no quiere eliminar el mal, pues con ello suprimiría la libertad y la capacidad de la criatura para responder al Amor con amor. En lugar de ello, usa de misericordia con el malvado, porque le ama y aguarda su conversión para que pueda ser recuperado, y, mientras tanto, carga con su pecado para que pueda ser salvo. Pero esto nos lleva a la reflexión sobre el segundo libro.
La respuesta del amor
El segundo libro, objeto de estas reflexiones, ha aparecido recientemente en la “Colección Libros Buenanueva”. Se trata de “El siervo de JHVH. Una ciencia de la violencia”, del que es autor Ángel Barahona Plaza.
La ruptura de la comunión con Dios está en el origen, como explica el Génesis, de la conflictividad entre los seres humanos. Al no poder ver al prójimo como alguien digno de ser amado por sí mismo, el otro se muestra como un rival. La rivalidad entre humanos, que lleva a toda clase de violencia, se manifiesta como un dato antropológico, atestiguado por los mitos antiguos. Se refleja en toda la historia, como las rivalidades entre hermanos, que no pueden soportar que a uno le den más que al otro, viviéndolo como una injusticia que es necesario reparar. Se traduce en la rivalidad entre naciones, que conduce a la guerra; en los nacionalismos exclusivistas; en la competitividad entre agrupaciones, empresas o individuos que aspiran a un mismo puesto. Las rivalidades y los conflictos, siempre se resuelven mediante la “muerte” del otro, al que se considera culpable y causante de nuestra desgracia. Todos creen que su violencia es legítima y que esta violencia traerá la paz al cesar el conflicto, como el divorcio del cónyuge conflictivo, destrucción del feto no deseado, eliminación de los burgueses capitalistas, aniquilación de los judíos, etc. Pero esta es una forma primitiva y arcaica de afrontar los conflictos (lo extraño es que ahora, a algunos de ellos se los considere como progresistas). Sin embargo, el uso de la violencia nada resuelve, sino que provoca la reacción de la venganza, por lo que la sociedad busca ponerse de acuerdo hasta encontrar una víctima propiciatoria, a la que se considera culpable de las desavenencias y sobre la que se concentran todas las miradas, descargando sobre ellas el peso de la rabia contenida; ya sea el linchamiento de un negro en la Alabama de los años treinta, la “Soah” contra los judíos en la Alemania nazi o el aniquilamiento de los posibles contrarrevolucionarios en la Camboya de Pol Pot. Siempre se escoge una víctima que sea incapaz de defenderse o de provocar la reacción de la venganza, porque es de una etnia minoritaria, extranjera o sin recursos; una víctima, muchas veces anónima, que, con su muerte, restituya el equilibrio y llegue a provocar la reconciliación de los enemigos, al hacer causa común contra uno solo, como Herodes y Pilato.
Todo esto está atestiguado por los mitos antiguos, en todas las culturas, y también por los relatos bíblicos (compárese el mito de Edipo con el relato de Job o de José de Egipto), pero con una notable diferencia: todas las arbitrariedades y todas las violencias que se ejercen sobre el otro, están, a primera vista, bien fundadas, ya que el otro aparece siempre como culpable y causante del problema, por lo que debe ser eliminado; pero ocultan un dato revelador, como explícitamente, exponen los relatos bíblicos —y aquí está la diferencia—: las víctimas son siempre inocentes de los crímenes que se les imputan, llámense Abel, Job, José, las minorías étnicas, los niños no nacidos y Cristo, el verdadero inocente.
Mientras las rivalidades y los conflictos, a cualquier escala, como disputas familiares, se resuelvan mediante la muerte del otro, este camino nos lleva directamente a la autodestrucción. Nuestra sociedad está en decadencia; se niega a recorrer el único camino que la puede conducir a la paz y a la prosperidad, y se empecina en lo retrógrado, primitivo y violento, sea divorcio, aborto, eutanasia, eugenesia, manipulación de embriones, etc. Todo es violencia injusta. El único camino viable es el de la reconciliación, y éste sólo se puede recorrer mediante el perdón. Contrariamente a lo que opina el mundo, la única forma progresista es la de la reconciliación que se obtiene con el perdón. Es el camino que nos ha mostrado Dios en Cristo. Él no elimina el conflicto destruyendo al culpable, sino que, siendo inocente, acepta voluntariamente el sacrificio, ya que sólo el Cordero de Dios puede quitar el pecado del mundo. Y lo hace porque sabe que la violencia del hombre sobre Él, inocente, no es culpable, sino ignorante de que, a través de ella, se manifiestan los mecanismos oscuros y misteriosos por los que se muestra la voluntad salvífica de Dios: esta entrega voluntaria traerá realmente la reconciliación y la paz para todos, incluidos sus sacrificadores.
Esta misma es la vocación de la Iglesia, llamada a ser luz que muestre al mundo el camino de la verdad, y sal de la tierra, que trae la paz. Mientras no se viva el cristianismo en su profundidad, no habrá paz ni reconciliación, y la dinámica de la violencia seguirá su curso inexorable. La única esperanza para el mundo está en el cristianismo. Amar a Cristo es la única verdad.