Toda música tiene su ritmo, su pausa y su silencio, como también lo tiene la palabra. Y la cumbre del ritmo en la expresión del corazón humano es el canto. Música y voz sirven a la Palabra para derramar todos sus sentidos en los ecos que entiende el corazón. Cada uno tiene su tono, su tesitura y ritmo, para hacernos vibrar de emoción en el entendimiento de la misma Palabra. La medida de ese don personal, es el entusiasmo, y su ritmo, el tiempo necesario para entrar en la luz, enlucirse o «enlucinarse», y hacerse día en ella. Nuestro ritmo de amor es un recuerdo vivo, una Eucaristía que canta acción de gracias, y alimenta: «Haced esto en la memoria mía».
Siguiendo el tema de «Un roto en la nube», si la nube del alma es el olvido, el recuerdo de amor es el roto que muestra la luz mas allá de la nube. ¡Hasta Dios —dice la Escritura— «se acuerda», para mostrar su amor! «Recuerda su misericordia», aunque obviamente Él no tiene memoria del pasado, en el sentido humano. Para Él todo es presencia. Lo antiguo, lo presente, y el porvenir del hombre son un mismo impulso, un mismo acto de amor, en el que su creación se regocija, y lo glorifica.
Parece imposible recordar sin tiempo y sin espacio, al menos para nosotros lo parece, pero eso justifica la Encarnación, y toda la historia de la Iglesia, porque así nuestro recuerdo de su Palabra viviendo en carne humana, se nos hace el Camino de la vida.
En toda tu Palabra, Dios de nuestro recuerdo eterno, escrita por hombres que vivían en tu memoria para crear y alimentar la nuestra, cuando se dice que te acordaste tú del hombre, se significa salvación segura, beneficio exacto y concreto. Por eso enviaste aquel viento primero que desecó las aguas del diluvio, y supo el hombre que tu aliento está por encima de las aguas y sus fuerzas, por encima de toda destrucción y muerte: «Entonces Dios se acordó de Noé y de todos los animales que estaban con él en el arca…» (Gén 8,1).
No menos peligrosa que el diluvio fue la pandemia corruptiva, universal de Sodoma y Gomorra. Se hizo fuerte allí el nubarrón del mal, en todos sus sentidos. Se había inundado el corazón y la conducta noble de toda aquella gente. Su dios, que movía su relación personal, era un sensualismo extremo, según el escritor del relato sagrado. Las personas solo tenían sentido por la novedad de su belleza corporal, que podía gozarse desde la vista al sexo, pasando por todos los sentidos. Aquel pansexualismo era una guerra abierta a toda limitación de honor, de conciencia, respeto, u otro derecho personal «preservatorio» alguno.
Otra vez fue tu recuerdo personal, Dios de toda misericordia, el que superó la muerte y destrucción total para el que te sirve, porque te conoce: «Abrahán madrugó y se dirigió al sitio donde había estado delante del Señor. Miró en dirección de Sodoma y Gomorra, toda la extensión de la vega, y vio humo que subía del suelo, como humo de horno. Cuando Dios destruyó las ciudades de la vega, se acordó de Abrahán y sacó a Lot de la catástrofe, al arrasar las ciudades donde había vivido Lot» (Gén 19,27-29).
Siempre te «acuerdas» de las personas a las que has llamado. Nuestra voz de re-cuerdo, es revivir el eco luminoso del corazón, que hace presente en ese mundo eterno de la luz, a la persona amada. Cuando lo haces tú, Dios de la anamnesis viva, hasta la muerte pierde el sinsentido. Cuando lo hago yo, consigo en mi recuerdo una presencia, débil, pero presencia al fin y al cabo. En el recuerdo de ambos la vida se recrea, se hace fecunda. Así pasó con aquel José, hijo de Jacob, imagen de tu Hijo. Raquel, su madre estéril, hizo lo que pudo, pero no fue fértil hasta que tú te acordaste de ella. «Entonces se acordó Dios de Raquel. Dios la escuchó e hizo fecundo su seno. Ella concibió, dio a luz un hijo y dijo: «Dios ha quitado mi afrenta». Y lo llamó José, pues dijo: «¡Que el Señor me añada otro hijo» (Gén 30, 22-24).
Y fue la historia de José, inicio de la salvación, y una catequesis lujosa de la Pascua. Pero ¡cómo tuvo que sufrir aquel pueblo antes que te ‘acordases’ de él! «Al cabo de muchos años, murió el rey de Egipto. Los hijos de Israel se quejaban de la esclavitud y clamaron. Sus gritos, desde la esclavitud, subieron a Dios; y Dios escuchó sus quejas y se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob. Dios se fijó en los hijos de Israel y se les apareció» (Éx 2,23-25). Ese recuerdo tuyo es desde entonces sinónimo y anuncio de la salud de Cristo.
Hoy funciona a la inversa. Ya no es tu recuerdo lo que salva, sino el nuestro. «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos». Hoy sabemos que tú no te olvidas de nada, porque dejaría [¿es dejaría o dejarías?] de existir, simplemente. Tú siempre estás presente, y al hombre le has regalado el mundo del conocimiento, y como lugar de tu presencia, el ‘reconocimiento’ de tu Camino. Por la tendencia innata a esa analogía contigo, que llamamos gracia, cada vez que digo, o cada vez que oigo, que el Señor se acuerda de nosotros, el que se acuerda, en realidad, soy yo.
Si «oigo en mi corazón» el salmo que canta «se acordó de su misericordia y su fidelidad» (Sal 98,3), es porque hay un lugar en mí que recibe tu misericordia y tu fidelidad. Es como si mi sentido interno, estuviese preparado solo para eso, para hacer vivo el recuerdo de tu misericordia. Es como descubrir y sentir que ahí estás tú vivo para mí. Puedo perderme en el mar y su oleaje inmenso que marea, puedo esclavizarme en el Egipto de este mundo de inversión de valores y muerte, pero cuando llega el momento, alzo mis manos a ti, y siento que de alguna forma el camino se abre. Como aquel Israel, no sabiendo cantarlo de otro modo, puedo decir con el Salmo: «… Porque Él se acuerda (de mí, y yo de Él), en la Palabra Sagrada, |a que había dado a su siervo Abrahán». Es la Palabra que provoca mi fe, el anuncio de que su Hijo ha resucitado de la muerte y está a mi puerta llamando. Por eso «se me alegra el corazón», porque tu misericordia es pura alegría, y sigues sacando en ella a tu pueblo perdido entre ladrillos, adobes, dineros, noticias de muerte, imperios de mal y tristezas. ¡Aún sigues «sacando a tu pueblo con alegría, a tus escogidos con gritos de triunfo»! (Sal 105,42-43), en la memoria tuya que es alimento, acción de gracias, Eucaristía.
Mil veces nos perdemos del Camino tuyo obnubilados de olvido, y otras mil nos recuerdas y nos llamas, incluso en medio de la noche oscura. Descubrimos así, al esperar la aurora, que tú nunca te olvidas, que miras nuestra angustia, y escuchas nuestros gritos. Es la experiencia madre de la fe, comprobar en propia piel, que sigues «recordando tu pacto con los tuyos,… actuando con inmensa misericordia» (Sal 106,45) Y así también, hasta los más tenaces enemigos, los que nos causan el olvido y la muerte, se tienen que rendir ante la entrega tuya, la que nos convierte. Por eso dice el salmo: «Hizo que movieran a compasión, a los que los habían deportado…» (Sal 106,46). Y otro dice también: «En nuestra humillación se acordó de nosotros, ¡Porque es eterna su misericordia!» (Sal 136,23).
«Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga, bendiga la casa de Israel, bendiga la casa de Aarón, bendiga a los fieles de Señor» (Sal 113).
Manuel Requena