¡Misericordia, Dios mío, por tu bondad! (Sal 50,3)
Leyendo tanta “malanueva”, última noticia de las fechorías que hacemos los hombres en muertes, engaños, robos…, que causan sufrimiento en los indefensos, surge el grito mismo del Crucificado, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué…?».
¡Cómo muerde el pecado! Tiene garras de muerte y en la boca veneno de víboras. Paraliza y destroza los planes de vida. Sabe solo romper designios, destrozar hermandades, poner cadenas en los pies desnudos de la gracia que lucen los pobres. Las heridas del odio no tienen remedio sin mirar la cruz. El dolor que produce mirar al Amor, que murió y está vivo, para seguir muriendo, son quizás el signo de que la ponzoña del mal ya no causará muerte para siempre. El dolor del alma que sabe mirar al Hijo del hombre sufriente, muriendo, es su propio remedio. La piedad sencilla que nos reconcilia en el sacramento es la prueba más seria que tenemos, a nivel personal, de que podemos aún participar en la fuerza de su resurrección. No todo está perdido, aunque haya cuchillos de muerte, tiros en la nuca que ajustician sin justicia alguna.
Hay pecados que no son de muerte, nos dice San Juan, pero uno se siente morir al mirar que muchos no saben siquiera lo que hacen, incurriendo así en la causa suprema del último perdón. La separación de Dios de la vida produce un desgarro más grande que la propia herida de ver cómo muere un hermano. Es como romper el telo que cubría un pozo, dejando volar los pútridos gases de la muerte eterna. Es como tener una puerta abierta al ladrón inmisericorde del que nos advierte el mismo Maestro.
La palabra que confiesa el pecado, la que brota en las lágrimas dulces, que no explican nada pero lo dicen todo, es ungüento que cura e impide la infección total, mortal, de este pobre mundo. No solo será lo más importante la palabra del Papa, o del que denuncia tanto despropósito, sino principalmente la palabra íntima, sencilla, la de cada uno que pide perdón al Padre de todos y suplica la lluvia de su misericordia sobre todos. Ahí comienza la reconciliación.
Manuel Requena