«Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos. Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, será condenado por el tribunal. Pero yo os digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, será condenado por el tribunal. Y todo aquel que lo insulta, será castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, será condenado a la Gehena de fuego. Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Trata de llegar en seguida a un acuerdo con tu adversario, mientras vas caminando con él, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al guardia, y te pongan preso. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último centavo». (Mt 5, 20-26)
El evangelista Mateo nos presenta en el Sermón del Monte a Jesús como un nuevo Moisés que interpreta de un modo pleno y definitivo la Ley dada por Dios en el Monte Sinaí como camino de santificación y de vida. En relación con el quinto mandamiento que afirma «No matarás«, Jesús nos dice que todo el que se deja llevar por la cólera contra su hermano ya lo ha matado en su corazón. Y quien insulta a su hermano, lo mata, también en su corazón; quien odia a su hermano, mata a su hermano en su corazón; quien critica a su hermano, lo mata en su corazón. Tal vez no nos damos cuenta de esto, y luego hablamos, «despachamos» a uno y a otro, criticamos esto y aquello… Y esto es matar al hermano. De ahí que la tradición sapiencial haya acuñado el siguiente Proverbios «Quien habla sin tino, hiere con espada» (12, 18) para insinuar que la lengua es más poderosa que la espada al referirse a la maledicencia. Según el Talmud «la espada únicamente mata a quien está cerca, mientras que la lengua puede matar a alguien que está lejos». En efecto, el hombre es capaz de matar con muchos utensilios al alcance de su mano (pistola, espada, arco, cuchillo, bombas…, etc.,), pero tiene un «arma» muy escondida con la que diariamente puede herir y matar a sus «prójimos» que se llama «lengua». La Carta de Santiago la describe de modo magistral al decir que «ningún hombre ha podido domar la lengua; es un mal turbulento, está llena de veneno mortífero» (3, 10). Pero, ¿es posible que yo sea un «homicida» por «encolerizarme» con mi prójimo y llamarlo «imbécil» y «renegado»? Pues sí: ¿Cuántos asesinatos han comenzado por una pelea o disputa sin importancia? ¿Cuántas relaciones de amistad, fraternales y conyugales se han roto por palabras insultantes y agresivas contra la dignidad del amigo, hermano o cónyuge?
El mensaje de Jesús es muy sencillo: la espiral del insulto, el odio y el rencor contra el hermano o hermana sólo se cura con el perdón y la reconciliación. Parece evidente que en la praxis eucarística de las comunidades de Mateo la necesidad de la reconciliación fraternal era un requisito para la comunión en la mesa: «Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (5, 23-24). Reconciliación y Eucaristía están íntimamente ligados. Debido a la relación entre estos sacramentos, una auténtica catequesis sobre el sentido de la Eucaristía no puede separarse de la propuesta de un camino penitencial (cf. 1 Co 11,27-29). Efectivamente, como se constata en la actualidad, nos encuentramos inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido del pecado, favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la comunión sacramental. En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios. Nos ayuda mucho a los fieles recordar aquellos elementos que, dentro del rito de la santa Misa, expresan la conciencia del propio pecado y al mismo tiempo la misericordia de Dios. Además, la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo. Por esto la Reconciliación, como dijeron los Padres de la Iglesia, es laboriosus quidam baptismus, subrayando de esta manera que el resultado del camino de conversión supone el restablecimiento de la plena comunión eclesial, expresada al acercarse de nuevo a la Eucaristía.
No podemos celebrar la Eucaristía sacramentum caritatis sin tener pacificado el corazón. Por ello es importante conocer qué hay dentro de mí, qué sucede en mi corazón. Si uno comprende a su hermano, a las personas, ama, porque perdona: comprende, perdona, es paciente, busca ponerse a bien con su adversario. Jesús, además, nos invita a una «reconciliación diligente» al decirnos: «Con el que te pone pleito, procura arreglarte enseguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último cuarto» (5, 25-26).
Todo esto debemos conocerlo bien. Y pedir al Señor dos gracias. La primera: conocer qué hay en mi corazón (¿estoy en paz con los hermanos o hace tiempo que no me hablo con alguno?), para no engañarnos, para no vivir engañados. La segunda gracia: hacer el bien que está en nuestro corazón, y no hacer el mal que está en nuestro corazón recordando lo que San Pablo canta en el Himno a la Caridad, el amor «no se irrita; no toma en cuenta el mal…» (1ª Cor 13, 5) y teniendo muy presente el comentario que el Papa Francisco nos ofrece de este Himno en su Exhortación Apostólica Amoris laetitia, al decirnos que «si permitimos que un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar a este rencor que añeja el corazón. La frase logízetai to kakón significa ´toma en cuenta el mal`, ´lo lleva anotado`, es decir, es rencoroso. Lo contrario es el perdón, un perdón que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la debilidad ajena y trata de buscar excusas a la otra persona, como Jesús cuando dijo: ´Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen`(Lc 23, 34)» (n. 105). Pues a esto nos invita Jesús, a hablar bien de los hermanos, a no llevar en cuenta el mal que nos hacen o pueden hacer de palabra y obra y a perdonar siempre, cada día, antes de que se ponga el sol y, en todo caso, antes de celebrar la Eucaristía.