Carta a mi Señor
Inesperadamente, he recibido un precioso regalo que nunca habría podido imaginar; es difícil que pudiera haber algo que en esos momentos me diera más alegría. Me quedé un poco aturdida por la sorpresa y por la clase de regalo, nada común. No supe qué pensar e intentaba darte gracias. Por otro lado, mi mente inquieta escudriñaba los rincones de los últimos días, los rastros de mis lágrimas recientes, los silencios de mis penas inconsoladas y de mis soledades ocultas para averiguar qué había hecho de bueno para merecer aquel bellísimo premio. Me preguntaba qué actitud mía me había ganado aquella recompensa y por más que me esforzaba, no daba con ello.
¡Qué torpe y necia fui! Nada había hecho para merecerlo; Tú no actúas así. Por pura bondad hiciste que me lo regalaran, por gracia, porque quisiste. No había recompensa por nada, no era un comercio de hago y me premias, no te había ganado ni con lloros ni con buena conducta. Tú dispones los regalos, Tú otorgas las recompensas, Tú estipulas los salarios según tu baremo, no de acuerdo con mis mezquinas reglas. Tú sacas de tu esplendidez la paga inesperada que no figuraba en mi contabilidad pequeña ni en mis cálculos chatos.
Me murmuras tantas veces “¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”, ¡y yo sin enterarme! Tú eres así y yo, ¡qué torpe! ¡Tanto hablar de la gratuidad y no sé distinguir sin titubear y con rapidez la tuya, origen y motivo de todas!
Llevo ese regalo siempre conmigo. Es lo único que no he perdido en un reciente desastre tecnológico, pues por precioso, lo guardé seguro en cuanto lo recibí. Y a veces me paro a mirarlo de nuevo, a darle vueltas, considerarlo y metérmelo aún más en el corazón. Y procuro aprender su lección acerca de ti, tal como siempre has sido en mi vida: inesperado, por sorpresa, de repente, regalo total, regalo supremo por nada, porque sí, porque has querido.