«Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”». (Jn 20,19-23)
Dice el Señor: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. ¿Cómo puede Dios morar en el corazón del hombre? Esta palabra del Evangelio de hoy nos presenta un grandísimo misterio que nos ha sido revelado por Jesucristo: todo Dios puede habitar en el corazón del hombre por el Espíritu Santo. Dios había prometido, por medio de sus profetas, que derramaría su Espíritu sobre los hombres. En los Hechos de los Apóstoles se narra cómo después de la ascensión del Señor al cielo, este Espíritu descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés, les abrió el entendimiento y les dio la sabiduría de Dios.
El Espíritu Santo es la esencia misma de Dios, es el Espíritu de la Verdad, que nos instruye, y por el cual llegamos al conocimiento de Dios. Si podemos creer es gracias al don del Espíritu Santo, que da testimonio a nuestro propio espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8,16). Por eso, Jesucristo nos dice que “el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre os lo enseñará todo y os recordará lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26), y por ello, afirma: “os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy os lo enviaré” (Jn 15, 7).
El vocablo Espíritu, que procede del griego πνεύμα, y del hebreo Ruah, significa literalmente soplo, aire, viento. Podríamos decir que es algo así como el aliento de Dios, el soplo de Dios, que siendo invisible, es absolutamente imprescindible para que podamos vivir, viene en ayuda de nuestra debilidad, nos descubre lo que hay en nuestro corazón, porque es el Espíritu de la Verdad (que convencerá al mundo en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio: Jn 16, 8), que nos conduce hacia la Verdad plena, que es el amor de Cristo muerto en la cruz y resucitado para la salvación de todos los hombres. Necesitamos del Espíritu Santo para poder salir de nuestra condición de pecado, de todas nuestras esclavitudes, y poder ser hombres nuevos, regenerados en Cristo. Y así, mientras que nuestra carne tiende a la muerte, el Espíritu sin embargo tiende a la vida y a la paz (Rm 8, 5).
Por el Espíritu Santo recibimos el perdón de los pecados, la gracia de saber que somos hijos de Dios, nos da el conocimiento profundo de Cristo. Y el lugar donde conocemos y encontramos al Espíritu Santo es la Iglesia. Él actúa en nuestra vida a través de los sacramentos, intercede por nosotros en la oración, nos enseña cómo debemos pedir cuando no sabemos hacerlo como nos conviene y edifica a la Iglesia con diversos carismas.
El Espíritu Santo tiene poder para transformar nuestra vida, para darnos la Vida verdadera, sacarnos de la esclavitud de la muerte y hacernos auténticamente libres. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, quedó desfigurado por el pecado, que le llevó a la muerte. Pero Cristo asumió nuestra imagen y restituyó para siempre la semejanza con el Padre. En nosotros, que cada vez que pecamos nos alejamos de esta imagen y la desfiguramos, el Espíritu Santo vuelve a restaurarla, nos recrea por el perdón de los pecados, convierte nuestro corazón y nos inserta de nuevo en la vid verdadera que es el Padre.
Pidamos al Padre en el día de hoy que nos conceda los siete dones del Espíritu Santo: el don de la sabiduría, la inteligencia, del consejo, la fortaleza en la tribulación, el espíritu de ciencia, de piedad y el santo temor de Dios. Sus frutos, por los cuales conoceremos a quienes lo tienen, son la caridad, la alegría, la paz, la paciencia, la afabilidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y la templanza (Ga 5,22-23). Que el Señor nos ayude cada día a acoger este Espíritu Santo, y que nunca lo contristemos.
Lourdes Ruano Espina