Somos amenazados constantemente por la provisionalidad de “tener cosas”. Es cierto que nuestros mayores fueron educados con más disciplina y mayor austeridad, pero, estoy convencido de ello, cada época ha tenido sus propias compensaciones. Se trata de todo ese abanico de objetos o afectos que, en mayor o menor medida, hemos ansiado poseer como “indemnización” a nuestro cansancio, la ausencia de comprensión hacia nosotros, el agravio comparativo de lo que otros tienen y que a mí me falta, o, simplemente, la apetencia por algo, creyéndome con el derecho a disfrutarlo.
La ascética cristiana, por otro lado, siempre nos ha hablado de la necesidad de empeñarnos en el “espíritu de pobreza”, no como un castigo a nuestros deseos, sino como la mejor de las maneras para centrarnos en lo esencial. Ahora bien, aunque más adelante indagaremos en eso de lo “esencial”, hemos de dejar claro que la “pobreza” no la tomamos aquí como una opción fugis mundi (huída del mundo) en el sentido de “perfección evangélica”, tal y como la viven aquellos que eligieron un determinado estado de vida (religioso, conventual, misionero, etc.), sino que se trata de preguntarnos por esa dimensión en la que todo bautizado, sea casado, soltero o célibe, debe vivir su condición de hijo de Dios, aquí, en este mundo.
¡qué bien se vive cerca de Ti!
De esta manera, ya encontramos una primera respuesta a la pregunta sobre lo “esencial”. Es en la filiación divina, esa llamada universal dirigida a todos los hombres y mujeres de la tierra, donde descubrimos un reclamo personal e intransferible, por parte de Dios, para que manifestemos en Él ese fin último de cualquier deseo o felicidad. Esto, que puede sonar a evidente, o puro contenido de catecismo, nos muestra algo que pertenece a lo más cotidiano de nuestras vidas. Si Dios es lo más definitivo en mi ser, ¿por qué vivimos como si Él fuera un extraño? ¿Por qué, incluso, Dios puede resultarnos un estorbo para nuestras ambiciones personales?… O, más extravagante aún, ¿no sería más fácil que Dios no existiera para no tener con quién ajustar mis problemas de conciencia?
Así pues, a lo largo de la historia de la Iglesia nos hemos encontrado con todo tipo de posibilidades y argumentos para “acomodar” nuestra relación con Dios. En dos pinceladas (con un cierto riesgo reduccionista, por tanto), podemos asegurar que, siglos atrás, la Iglesia era un instrumento necesario, juez de causas políticas, económicas o culturales, y, sobre todo, religiosas, con el que todo poder establecido debía contar.
Ahora, en cambio, la Iglesia, más que influir en el orden de lo mundano, parece ser ese “Pepito grillo” al que muchas instancias internacionales, ideológicas o gubernamentales pretenden sacudirse de encima. Lo que ocurre es que la pretendida “solidaridad humana”, es decir, las demagogias de este mundo, aspiran a ver en la institución fundada por Jesucristo el enemigo público número uno de sus demandas “democráticas” (el aborto, la ideología de género, el sexo libre, la destrucción de la familia, la pretendida libertad sin condicionamientos como manipulación de las conciencias, etc.).
¿Cuál es el problema? Si antes el adversario venía de fuera, ahora nos lo encontramos dentro de la misma Iglesia, tal y como recientemente nos ha recordado Benedicto XVI. El Papa ha hablado de falta de fe, de relativismo moral y de indiferencia religiosa, problemas que pueden entenderse en aquellos marxistas, ateos, agnósticos… que atacan los valores cristianos, pero parece que esa infección también la encontramos en muchos que moran en el seno de la Iglesia.
¿qué me enseñarán los hombres, que no enseñes Tú desde la Cruz?
Llega la hora de recuperar nuestra argumentación inicial. Cuando nuestra fe se debilita solemos sustituir a Dios por otras “cosas”. Decíamos que en todas las épocas “se cuecen habas”, pero, también es cierto, que en la nuestra “se cuecen a calderadas”. Nunca una sociedad como la actual ha tenido semejantes ofertas de consumo, tan variadas y dispares. Podemos mostrar lágrimas de “cocodrilo” ante situaciones de hambre o injusticia en países del tercer mundo, pero eso no es obstáculo para que sigamos engullendo todo tipo de compensaciones (el espejismo del progreso, el aburguesamiento en la política del bienestar, o los sucedáneos masivos de las nuevas tecnologías), porque en definitiva no tenemos claro dónde poner nuestro corazón.
Hemos trastocado el genuino valor de lo que significa asemejarnos a Cristo, que no es otra cosa que abrazarnos a la misma Cruz a la que Él se ciñó, pues desde ella, cualquier menudencia que podamos vislumbrar en el mundo como signo de placer o bienestar queda traspasada por un amor más grande y total: la entrega de un Dios que, siendo Todopoderoso y Omnipotente, se hace de mi misma condición (en esto consiste el gran misterio de la Encarnación) para que yo pueda ser plenamente feliz. Así de simple… y así de complicado. Simple, porque para Dios todo es posible en su misericordia infinita. Complicado, porque, desde nuestra pequeñez, si no es confiando plenamente en Él como verdadero Padre que me ama, mis planes en este mundo se confundirán en una maraña de contrasentidos y sinsabores permanentes.
Santa Teresa de Jesús decía: “Solo Dios basta”. Y cuando hablaba de ello, lo hacía desde su propia experiencia personal. La santa de Ávila, hablando de sí misma, recordaba lo vanidosa que era en sus años de adolescencia, cómo le gustaban los bailes de salón, o lo afectada que se sentía al ser cortejada. Sin embargo, en un momento concreto de su vida, descubre algo mucho más grande que todas esas compensaciones humanas. Descubre a Jesucristo. Y esa revelación en su vida, que no fue precisamente un camino de rosas, le hace percibir algo que trasciende su vida hasta la eternidad. De hecho, recordará que en su juventud animaba a su hermano a ir a “tierra de moros” para morir mártir. El motivo no era otro sino escoger el camino más breve para ir al Cielo, ya que entonces viviría eternamente dichosa. Y, añadía Teresa de Jesús: “¡Para siempre, para siempre… para siempre!”.
“dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”
Esa intuición, que podríamos denominar ingenua en la pubertad de santa Teresa, no esconde otra cosa, sino el deseo que todos llevamos dentro de ser felices. Sin embargo, ante la falta de “evidencias” (lo que no alcanzo a ver o tocar), en cualquier providencia que nos puede venir de Dios (un sufrimiento concreto, una desdicha, una contradicción…), vamos reclamando otros sustitutos que de manera inmediata satisfagan nuestra ansiedad afectiva. Esto es lo que hoy día nos contamina: identificar el mal que sufrimos con la infelicidad, cuando, Jesucristo, por el contrario, llama bienaventurados a los que lloran, a los que sufren o a los que padecen persecución.
“Solo Dios basta”. ¡Sí! Así es. Y cuando Jesús invita al joven rico a que venda todo lo que tiene, lo dé a los pobres y le siga a Él, no está pidiendo un imposible. Sencillamente, nos invita a cada uno de nosotros para que, en todo lo que somos y tenemos, sepamos poner nuestra confianza y nuestra lealtad en el Hijo de Dios. Fiarnos de Él significa que nuestra fe no está a merced de las intimidaciones que nos suministran las modas o ilusiones de este mundo, sino que sabemos dónde poner el corazón, aunque nuestra debilidad, nuestras limitaciones y nuestros pecados personales sean manifiestos… Dios cuenta con ello, y su perdón, para que una y otra vez recomencemos, está siempre a nuestro alcance… ¡Cuánto poder en manos de los hombres! Sacerdotes que administran el sacramento de la reconciliación en nombre de Jesucristo, pero hombres en definitiva.
Vivir el “espíritu de pobreza” es, por otra parte, contar también con todos esos medios y recursos que Dios pone en nuestro camino, para llevar a cabo así tareas tan necesarias como sacar adelante una familia, organizar mis relaciones profesionales, o emprender tareas apostólicas… y, ¡cómo no!, atender a mis descansos necesarios para seguir trabajando y luchando en este Reino de Dios del día a día. La pobreza evangélica no es tacañería o vida miserable; es, en la medida y estado de cada uno, esa vocación propia a la que Cristo nos invita, viviendo en este mundo cara a Dios, con los dones y cualidades que tenemos, pero con el desprendimiento de que nada, absolutamente nada, me pertenece… porque, al fin y al cabo, ¡solo Dios basta!