En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí: – «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: – «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre». Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún. (Juan 6, 52-59)
Sólo el hombre que conoce la verdad sobre sí mismo, sobre sus posibilidades y sus límites, puede alcanzar el equilibrio y la libertad necesarios para su vida. El que descubre y experimenta que todas sus carencias puede proyectarlas hacia Dios, transformándolas en bienes, puede obtener la paz que procede del autor de la vida, del mismo Dios.
La razón y la inteligencia son dones preciosos otorgados por Dios, pero por sí solas no llegan a su conocimiento. El llegar a esto es consecuencia directa de la fe, de la libre aceptación de la voluntad y la Palabra de Dios, y esto, a su vez, responde a una experiencia íntima del amor de Dios, manifestado a través de todo tipo de acontecimientos: sufrimientos que no entendemos, revelaciones que no tenemos en cuenta y bendiciones y gracias que algunas veces ni aprovechamos ni agradecemos.
Sin la luz del Espíritu Santo no podemos entender que el mismo Dios se ofrezca por entero a nosotros a través de las especies eucarísticas. Los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús en el hecho de partir el pan. Cada uno de nosotros podemos preguntarnos cuando y donde reconocemos a Jesús a lo largo de nuestra vida, en los acontecimientos cotidianos. Podemos interrogarnos acerca de si le reconocemos cuando comulgamos o en ese suceso que tanto nos hace sufrir, en la muerte de un hijo, en la pobreza, en un desprecio del que somos objeto o en el mandamiento que quitaríamos de la lista porque no vemos su necesidad. También podemos preguntarnos si le vemos y le damos gracias cuando somos felices.
El camino de nuestra razón hay veces que no nos lleva al conocimiento del señor, pero allí donde la razón termina continúa la fe. Los designios del Señor no cambian porque desbaraten nuestros planes. El demonio, para hacernos caer en su red, nos presenta un discurso agradable a nuestros sentidos, aceptable, razonable. La libertad del hombre decide a quien acoger.
Pedro, aún sin entender, acepta a Jesús y reconoce en El al autor de palabras de vida eterna. Se fía de Él porque ha recibido su amor, un amor en el que puede cobijarse y que le acepta tal y como es, sin condiciones ni listones.
La “palabra” del mundo, por otro lado, está dirigida al pensamiento único y “correcto”, a lo que está de moda, a lo intrascendente, al relativismo, el utilitarismo, la vanidad, el placer y el ocio. El mundo se ha constituido como el reino de lo banal y perecedero. La Palabra del Señor es espíritu y vida y la del mundo es muerte, porque los placeres de la carne tienen una vida muy corta.
Hoy el Señor nos pregunta, a través del evangelio según san Juan, si vamos con Él o preferimos abandonarle, tal vez porque las exigencias y el compromiso de la fe nos den miedo o no las entendamos. Pero Jesús permanece ahí, deseando que confiemos en su Palabra, aunque sea más grande que nuestra razón. La historia de la salvación nos enseña que nuestros sentidos corporales pueden engañarnos como un espejismo en el desierto pero la Palabra de Dios es eternamente certera y eficaz.
Satanás dispone de un sinfín de argumentos muy razonables, apetecibles, convenientes, aparentemente justos y buenos, para convencernos de que Dios nos engaña, no nos quiere o que simplemente no existe. El lanza una red personalizada, porque nos conoce mejor que nosotros mismos. Sólo con fe podemos desmontar esta farsa. Pero la fe no se puede explicar como si de un tratado de Física se tratara. Es una experiencia que se nutre y madura cada vez que nos decidimos por el Señor. Se transmite a los demás con nuestra vida, cuando el que nos ofende se cuestiona porque no nos defendemos. Evangelizar es producir hechos de amor. Un testimonio de entrega y servicio a los demás es la mejor catequesis. El mundo lo necesita con urgencia y el Señor nos recuerda hoy que si queremos ser sus discípulos tenemos que comprometernos con esta misión. En el día del juicio se nos pedirá cuentas de si hemos sido motivo de escándalo o de salvación, porque la fe no es un tesoro para guardar en un cofre, sino que es una joya para “lucirla” todos los días, allí donde nos encontremos. Encerrada pierde valor y se oscurece pero cuando la mostramos gana en belleza y se aquilata. Pues demos gratis lo que gratis hemos recibido.