raíces cristianas de Europa
Leo en estos días Raíces cristianas de Europa (Ediciones San Pablo), una iluminadora recopilación de ensayos que fervorosamente les recomiendo. Su autor, Eugenio Romero Pose, obispo auxiliar de Madrid, nos propone en sus páginas un viaje apasionante hacia el meollo histórico de la identidad europea, así como un muy lúcido diagnóstico de los males que hoy corrompen al viejo continente, resumibles en el abandono de una herencia que explica nuestra genealogía espiritual y cultural. El cristianismo, que preservó la continuidad del genio grecolatino y el espíritu judaico, propuso a la vez un horizonte nuevo de universalidad, una nueva antropología y un nuevo orden moral. La fe en Jesús, Hijo de Dios vivo, instaura un modelo distinto de habitar el mundo que va más allá de lo que propugnaban judíos y paganos; sin esa aportación medular, resultarían ininteligibles las paulatinas conquistas que Occidente ha legado a la humanidad. Como T. S. Eliot escribió en La unidad de la cultura europea: «Todo nuestro pensamiento adquiere significación por los antecedentes cristianos. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana, pero todo lo que dice, cree y hace, surge de la herencia cultural cristiana y solamente adquiere significación en relación con esa herencia. Sólo una cultura cristiana ha podido producir un Voltaire o un Nietzsche… La cultura europea no podrá sobrevivir a la desaparición completa de la fe cristiana. Si el cristianismo desapareciese, toda nuestra cultura desaparecería con él».
una antropología sin Dios mutila al hombre
Hoy más que nunca, existen fuerzas poderosas que conspiran contra ese inalienable legado. La falta de esperanza en el futuro que aflige a los europeos, el desarme moral que les impide defender con convicción los valores y principios que fundaron su civilización son fruto de una suerte de amnesia que niega la herencia cristiana, que es tanto como negar la propia identidad. Esta falta de esperanza en el futuro se manifiesta en fenómenos totalmente extraños a la tradición europea: indiferencia religiosa, laicismo beligerante, una antropología sin Dios que rechaza la vocación trascendente del hombre y lo convierte así en una criatura mutilada. «Que sea tu Dios tu esperanza», escribió San Agustín. Divorciada de Dios, Europa se ha quedado sin esperanza, se ha agostado en su horizonte vital; y este agostamiento hace que el hombre europeo se sienta solo, vaciado por dentro, sensación agónica que sólo logra anestesiar entregándose a disfrutes materiales que, a la postre, no hacen sino agravar su vacío. Desarraigado de la historia y de su propia naturaleza —ligada a la existencia de un Dios creador—, el hombre europeo se siente expuesto a la intemperie de la orfandad, engolosinado únicamente por la promesa de alcanzar un paraíso en la Tierra que a la larga se revela ilusorio.
La crisis es tan honda que sólo una nueva evangelización podría evitar una derrota irremediable. Sobre la necesidad de esta nueva evangelización ha insistido con especial énfasis Benedicto XVI, cuyo pensamiento europeísta desgrana Romero Pose en el libro que ahora comentamos. Triunfan hoy en Europa corrientes de pensamiento que pretenden situarse de espaldas a la historia, considerándola insensatamente causa de todas las calamidades. Por supuesto, en este intento de disolución de la historia —que no puede interpretarse sino como una expresión de ese frenesí autodestructivo que acomete a las organizaciones sociales en decadencia— ocupa un lugar primordial la negación de la herencia cristiana, que se presenta como un estadio venturosamente superado. Desde el momento en que Europa empieza a mirar con desconfianza, e incluso con rencor, sus raíces cristianas, la fe queda reducida al espacio de la privacidad y la vida pública se configura sobre la exaltación del agnosticismo religioso y moral. Este agnosticismo, elevado a la categoría de dogma, propugna un derecho sometido al álgebra de las mayorías, que ya no se fundamenta en normas morales y que acaba convirtiéndose en el derecho del más fuerte. Toda dictadura comienza maniatando el Derecho; también la dictadura del relativismo, que es el fantasma que hoy se enseñorea de una Europa que ha perdido la conciencia del recto consejo que Dios cinceló en el corazón del hombre.
el relativismo como garante de la libertad
Paradójicamente, este relativismo se presenta como la verdadera garantía de la libertad. Europa se ha dejado subyugar por el error de creer que los fundamentos universales de la moral son una invención puramente humana. La negación de la trascendencia conduce a negar que existan valores por los que valga la pena vivir o dar la vida; y, parafraseando a Juvenal, cuando estos valores faltan, ya no hay razones para seguir viviendo. Así se explica el fenómeno de progresiva devaluación de la vida que hoy corrompe Europa: cuando falta la esperanza y se niega la responsabilidad ante el Señor de la Historia, la vida deja de ser sagrada, deja de ser respetada, deja incluso de ser apetecible. La caída demográfica, la aceptación de los más diversos atentados contra la vida —desde el aborto a la eutanasia— auguran una «abolición del hombre» (C. S. Lewis), entendido como depositario de una vida inviolable que se le ofrece y regala desde la libertad y la responsabilidad. No todos los hombres, ni en todas las fases de su vida, ni en cualquier situación de su conciencia, son considerados personas: un anciano, un niño con síndrome de Down, no digamos una vida gestante, han dejado de ser personas, para convertirse en ejemplares averiados o informes de una especie biológica.
El relativismo resucita aquella consigna de Diógenes Laercio: «No existe ninguna verdad. Una misma cosa es justa para uno e injusta para otro, a uno le resulta buena y al otro mala. Nuestro lema sea entonces: “Abstengámonos de pronunciarnos sobre la verdad”». Al arrinconarse la verdad, se ahoga la conciencia de unos valores de vigencia universal. Y cuando la verdad se declara incognoscible, cuando el Bien deja de de ser un concepto unívoco que nos permite discernir lo justo de lo injusto, el derecho se convierte en un instrumento puramente pragmático en manos del poder, fundado sobre lo que es o parece ser útil para todos, o siquiera para una mayoría. Europa parece ignorar que un derecho desligado de fundamentos morales conduce al totalitarismo. Náufraga en los lodazales del relativismo, diríase que hubiese vuelto la espalda a Dios para alcanzar una tolerancia sin fronteras. Europa ha olvidado que la patria del hombre —según nos enseñase Maritain— es el Absoluto; cuando al hombre se le destierra de esa patria común, cuando se le despoja de su dignidad trascendente, deja de ser sujeto natural de derechos que nadie —ni el individuo, ni la mayoría, ni el Estado— puede violar. La dimensión trascendente defiende al hombre del totalitarismo, convirtiéndolo en criatura sagrada, irrepetible, capaz de acceder a la verdad sobre sí mismo y sobre el mundo, y capaz, asimismo, de una salvación única y singular.
¿es recuperable Europa?
A este legado ennoblecedor parece haber renunciado una Europa desnortada, entregada dionisíacamente a un arrebato de autodestrucción. De su acabamiento sólo podrá salvarla ese legado que explica su genealogía espiritual y cultural. «Europa se forjó —nos recuerda Romero Pose— desde el universalismo cristiano; y desde el espíritu católico se abrió al resto del mundo. Pueblos diversos en lengua e historia arraigaron un futuro común en un idéntico fundamento». En algún pasaje de este libro admirable, Eugenio Romero Pose rescata aquellas vibrantes palabras que Juan Pablo II lanzó desde Santiago de Compostela, hace ya un cuarto de siglo; palabras que, a la luz de las calamidades que nos afligen, adquieren una frescura matinal y como recién estrenada: «Yo te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. […] Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo».
Ojalá todavía pueda. Ojalá no sea demasiado tarde.