«En aquel tiempo, se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, una piscina que llaman en hebreo Betesda. Esta tiene cinco soportales, y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos. Estaba también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: “¿Quieres quedar sano?”. El enfermo le contestó: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me adelantado”. Jesús le dice: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar. Aquel día era sábado, y los judíos dijeron al hombre que había quedado sano: “Hoy es sábado, y no se puede llevar la camilla”. El les contestó: “El que me ha curado es quien me ha dicho: Toma tu camilla y echa a andar”. Ellos le preguntaron: “¿Quién es el que te ha dicho que tomes la camilla y eches a andar?”. Pero el que había quedado sano no sabía quién era, porque Jesús, aprovechando el barullo de aquel sitio, se había alejado. Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: “Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor”. Se marchó aquel hombre y dijo a los judíos que era Jesús quien lo había sanado. Por esto los judíos acosaban a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado». (Jn 5,1-3. 5-16)
El evangelio comienza localizando físicamente el lugar donde sucede este milagro: en Jerusalén, junto a la puerta de las ovejas, hay una piscina que en hebreo llaman de Betesda. Su significado principal es “Casa de misericordia”. El estanque actual de Betesda, que mide 120 metros de longitud por 60 metros de anchura, fue descubierto en 1888 al noroeste de la iglesia de Santa Ana. Las excavaciones realizadas desde entonces muestran que la estructura del estanque tenía 5 pórticos; uno dividía el estanque en dos partes iguales y los otros cuatro lo rodeaban. En tiempos de Cristo esos pórticos eran ocupados por muchas personas enfermas que yacían a la espera de un misterioso movimiento del agua (según ellos, producido por un ángel) que, pensaban, sanaba al primero que entraba al agua. Allí había enfermos de todo tipo, y uno de ellos, el protagonista de este evangelio, llevaba 38 años esperando ser introducido en la piscina; toda una vida…
Normalmente son los enfermos (ciegos, cojos, paralíticos, leprosos…) quienes acudían a Jesús pidiéndole ser curados. En esta ocasión no es así, es el propio Cristo quien se dirige al paralítico: “¿Quieres quedar sano?”. Y el enfermo le contestó: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado”. Jesús se muestra siempre pendiente de quien sufre, pero estos milagros son signos de la misión de Jesús: la salvación no procede de la “magia” del agua que esperaban los judíos sino de la misericordia de Jesús, que tiene el agua viva. El viene a todos los enfermos y cansados para llenarles con su amor, con su gracia, con su misericordia… Este paralítico llevaba cerca de cuarenta años de desierto, de soledad, de estas a las puertas de la salvación pero sin tener a nadie que le introduzca en la piscina.
El paralítico es imagen también de pecado: los pecados nos paralizan, nos impiden hacer el bien; no podemos caminar libremente por culpa de nuestros pecados. Jesús dice al paralítico: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar. Jesús muestra su misericordia al pecador y le invita a caminar, a cambiar de vida, aunque sea sábado. Es lo que está haciendo con todos nosotros en esta cuaresma: nos ofrece la conversión, cambiar de estilo de vida, abandonar las raíces del pecado y echar nuestras raíces en el verdadero árbol: Jesucristo.
Pero este pasaje del evangelio tiene muchas lecturas. Sin duda una de ellas es la necesidad de apoyarse en un pueblo, en la Iglesia, para caminar y vivir la fe. Este paralítico es imagen de tantos creyentes que han decidido optar por una fe individualista, personal, en lugar de querer formar parte del pueblo de Dios. Lleva 38 años sin buscar ayuda para que le depositen en el estanque. Quienes somos conscientes de que el Amor de Dios se manifiesta en un pueblo, en la ayuda de los presbíteros o catequistas, en la ayuda de otros hermanos…no podemos entender la mentalidad de quienes no han descubierto la riqueza de vivir la alegría de la fe, del evangelio, en el seno de un pueblo, de una comunidad, de una parroquia. Nadie en la Iglesia puede caminar solo: siempre está Cristo con nosotros, pero también acontece y se hace presente a través de los hermanos. Ellos nos ayudarán a caminar en los momentos de más duro desierto, en las crisis, cuando se está a punto de tirar todo por la borda… ¡Cuántos matrimonios salvados gracias a la oración o la cercanía de otros hermanos! ¡Cuántas personas desesperadas que vieron la luz gracias al prójimo cercano (próximo), a una palabra de ánimo, a la propia Palabra de Dios…
El paralítico de esta historia lo tuvo claro: Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: “Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor”. Se marchó aquel hombre y dijo a los judíos que era Jesús quien lo había sanado. Reconoce a Jesús como el que le ha curado.
Tiene esta lectura también un mensaje para quienes tal vez no nos reconocemos paralíticos, para quienes pensamos que éste es un problema de otros. Sin embargo esta lectura viene hoy para todos, es palabra de salvación para todas las personas. Si pensamos que nosotros no estamos necesitados ¿cómo podrá transformarnos esta palabra? Si decimos que no hay peor ciego que el que no quiere ver, no hay peor parálisis que no sentir la necesidad de caminar, de renovarse, de conversión…
Hoy necesitamos sentir la cálida mirada de Dios, su fuerza y esperanza para participar cada día en la transformación de nuestro mundo, realmente paralizado por la insolidaridad y tantas formas de injusticia con las que tal vez somos cómplices silenciosos. Esa es la misión a la que nos envía Cristo: poder rescatar de la parálisis de la desesperanza a tantos hermanos que quizá no han tenido la suerte de que alguien les anuncie la salvación y les envíe a las aguas del bautismo.
Juan Sánchez
1 comentario
Todos estamos expuestos a sentirnos desamparados en los momentos duros, o en la cotidianidad de nuestro trabajo diario. Sin embargo, Cristo nos sale al encuentro. Nos cura y hace que cambie nuestra vida yendo en contra de las costumbres frívolas del mundo en que vivimos. Porque Él quiere permanecer con nosotros en nuestras almas, por medio de la gracia. (Bajo la condición de que respetemos sus mandamientos.)
Entonces, el recuerdo de Cristo y su presencia en nosotros bastarán para aceptarnos y aceptar los pequeños sacrificios de nuestra vida diaria.
Todos somos como este paralítico. Todos los días constatamos nuestra pequeñez y nos sentimos frágiles, sin fuerzas. Y en realidad lo somos, pues cojeamos siempre en nuestros mismos defectos. Y este paralítico del evangelio de hoy nos da la solución: Exponer nuestros problemas a Jesús con confianza y Él va a obrar maravillas en nosotros. Somos esos hombres que continuamente tropiezan, somos cojos, necesitamos de alguien que nos sostenga.
Ese alguien es Cristo, el Hijo de Dios. Él quiere ser nuestra fortaleza, nuestra seguridad. A su lado todo lo podemos. Debemos confiar ciegamente en Él, pues Él es el amigo fiel que nunca nos abandona.
¡Qué alegría debemos sentir al sabernos amados por Dios! Para Dios somos muy importantes. Con Él a nuestro lado, todo lo podemos. Jesús es nuestra fortaleza.
Señor, gracias por tu amor y tu presencia que verdaderamente hace que nos sintamos como hijos tuyos. Sé que hoy me has escuchado y te pido la gracia de ser paciente para esperar que Tú obres en mí. Hazme ver tu mano amorosa que me sostiene y me hace ver qué grande es tu amor hacia mí.