«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”». (Jn 15,9-17)
“Como el Padre me ha amado”; tantas veces he escuchado la explicación de este Amor que es la Verdad, que cuando me toca comentarlo tengo la impresión de “llover sobre mojado”. No obstante, recuerdo una historia que me sorprendió recién iniciada mi andanza por la Iglesia. La historia, mas o menos decía así:
Un poderoso ciudadano de una de las ciudades más grandes y consideradas del mundo tenía un hijo. Este hombre tenía una exquisita educación y alto grado de valores que no solo poseía sino que ponía en práctica en su vida cotidiana. El hijo se empeñaba mucho en aprender de su padre, pues lo admiraba y no dudaba en imitarle. Así, el muchacho era muy apreciado en todos los ambientes en que se movía, pues al igual que su padre, no dudaba en ayudar y ponerse al servicio de los demás. Ni que decir tiene que todo esto agradaba de sobremanera a su padre .
Un buen día , a la salida de su casa, y recorridos unos metros, le salió al paso un desahuciado de la sociedad, un auténtico “kinki”, que le pide todo lo que lleva encima. Al no llevar nada le golpea y le hiere de muerte con una navaja ante la mirada atónita de su padre, que desde la ventana contempla la terrible escena. El padre baja lo mas rápidamente que puede, mientras la gente detiene en su huida al agresor.
Al llegar el padre al lugar donde se encontraba su hijo agonizante, este le pregunta: Padre, ¿tú me amas? —a lo que contesta el padre: Sabes que más que nada en este mundo. Pues escucha, padre, mi última voluntad, a ese que me ha herido de muerte, perdónalo y acógelo en tu casa, y dale todo lo que a mí me has dado; está perdido porque nadie le ha amado, y no puede dar más que aquello que ha recibido y conocido —y dicho esto expiró.
Y este padre todo poderoso, por amor a su hijo perdonó y acogió a su asesino y le dio todo el amor que no le pudo dar. Así , el asesino se convirtió en hijo y hermano, y su vida cambió hasta el punto que hoy puede amar, gracias a la vida dada, manifestada en la sangre derramada y el cuerpo apuñalado de un inocente.
Esta historia es actual, que se puede repetir y de hecho se repite en todos los ambientes de la vida, en la familia, en el trabajo, en los hospitales, en todos los lugares donde uno se niega para que sea otro, es cuando en ese momento, en esa situación, aparece Cristo. “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”.
Señor, esto lo he intentado y no puedo hacerlo en mis fuerzas; es cuestión de tiempo y siempre sale de mí el pecado a relucir. Es cierto, pero no tengo que caer en desesperación. Recordando a San Pablo cuando dice que nosotros no lo hemos elegido a Él, si no que ha sido Él quien nos ha elegido para estar y permanecer en su Iglesia, y que Cristo es la cabeza del cuerpo místico de ella, esa cabeza ya está en el Cielo abriendo el camino al resto del cuerpo…
Al mismo tiempo, la Iglesia que es madre nos gesta para que poco a poco este embrión de hijo de Dios, hermano de Cristo, cada día se parezca más al Padre y al Hijo, por la mediación del Espíritu Santo. Dicho de otra manera: que nuestra naturaleza pase a ser celeste, aún cuando vivamos aquí, en este mundo.
Todo esto no depende de nosotros es pura gracia. Eso sí, Dios nos hace libres y haciendo uso de esta libertad nos pregunta , ¿quieres ser transformado? ¿quieres mi naturaleza para poder amar?
De ti y de mí depende nuestro ser en Dios , de nuestro “fiat” —¡hágase! —.
Juan Manuel Balmes