<<Mientras enseñaba en el templo, Jesús preguntó: «¿Cómo dicen los escribas que el Mesías es hijo de David? El mismo David, movido por el Espíritu Santo, dice: “Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies”. Si el mismo David lo llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo?». Una muchedumbre numerosa le escuchaba a gusto>> (San Marcos 12, 35-37).
COMENTARIO
Una vez concluido el tiempo litúrgico de la Pascua con la solemnidad de Pentecostés en la que hemos celebrado la recepción del Espíritu Santo en nuestros corazones, toca ahora vivir la vida del Espíritu, dejarnos conducir y guiar por Él en este tiempo ordinario, recién estrenado. El Espíritu Santo actúa en nosotros y en nuestras comunidades cuando estamos colmados por Él: nos hace capaces de recibir a Dios: “Capax Dei”, dicen los Santos Padres. ¿Y qué es lo que hace el Espíritu Santo mediante esta nueva capacidad que nos da? Guía hasta la verdad plena, renueva la tierra y da sus frutos. Guía, renueva y fructifica.
La Palabra de Dios de hoy afirma que el Espíritu Santo movía el corazón del rey David y el Apóstol Pablo afirma que «el que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rom 8, 9), y ante semejante axioma uno debe plantearse con seriedad y verdad: ¿Yo tengo el espíritu de Cristo? ¿Cómo saber que en uno habita el Espíritu del Señor? Solo hay un modo de saberlo, si tus obras se corresponden con las del Espíritu de Jesús. Y ¿cuáles son estas obras? El apóstol Pablo las describe en la Carta a los Gálatas: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, ha crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos según el Espíritu» (5, 22-25). Obrar conforme al Espíritu de Jesús es vivir con y desde la humildad que consiste en «no hacer nada por rivalidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a uno mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Teniendo los mismos sentimientos de Cristo. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se vació de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciéndose en su porte como un hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 3- 8). En efecto, el Himno a la Kenosis, es decir, la santa humildad de Jesucristo, es el espejo con el que tenemos que confrontar todas nuestras acciones y si descubrimos que estamos lejos de este modelo, rectificar, pedir perdón y la gracia de la conversión para que el Espíritu Santo transforme nuestro corazón y nos haga caminar por la senda de la humildad porque como decía la Santa de Ávila, Teresa de Jesús: «Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad». Y el humilde Cura de Ars sostiene que «al cristiano que bien se conozca todo debe inclinarle a ser humilde, y especialmente estas tres cosas, a saber: la consideración de las grandezas de Dios, el anonadamiento de Jesucristo, y nuestra propia miseria» (Cf. Sermón sobre la humildad).
La humildad no se adquiere por naturaleza se aprende por gracia, de ahí que Jesús nos exhorte diciéndonos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Los mansos son los humildes, los pobres, los sencillos, los pequeños, los últimos, los niños, los que no se dan importancia, los que excusan siempre por amor, los que no se resisten al mal, los que trabajan por la justicia, los que intentan vivir como Jesús sirviendo y amando siempre, hasta el extremo, los que se dejan guiar por el Espíritu de Jesús.