“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios” (Jn 3,16-21).
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Hemos entresacado estas palabras del Señor Jesús porque nos parecen especialmente relevantes y nos conmueven hasta lo más profundo del alma. Sí, el Hijo se deja entregar por el Padre al decirle: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo para hacer tu voluntad!” (Hb 10,7). Aquí estoy, Padre mío. Me entrego en manos de la Mentira para que resplandezca tu Verdad, tu Amor…, para que el hombre no sea condenado sino salvado.
Jesús “se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,8). Actuó así no para dar al mundo un ejemplo de heroísmo, de alguien que es capaz de inmolarse por unos ideales…, sino que se deja prender, juzgar, condenar y ejecutar como un malhechor para dar Vida al mundo; hablando con más precisión, para que el hombre viva, tenga vida eterna: “Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida. Os he escrito estas cosas a los que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que os deis cuenta de que tenéis vida eterna” (1Jn 5,12-13). Creo que no me equivoco mucho si digo que, cuando pensamos en Jesús entregado al poder del mal, nuestra mente se centra en el que llamamos el “apóstol traidor”, el que fue al encuentro de los sumos sacerdotes y les hizo esta propuesta: “¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré? Ellos le prometieron treinta monedas de plata” (Mt 26,15).
La verdad es que la entrega de Jesús por parte de Judas no fue sino la primera de toda una serie de entregas que culminan cuando Pilato entregó a Jesús al pueblo para que fuera crucificado (Jn 19,16). Entre la primera -la de Judas- y esta última, se suceden: la del Sanedrín a Pilato, la de este a Herodes quien se lo devuelve como si se tratara de un payaso; por último, la del pueblo que, en el momento de elegir quién era digno de vivir o morir, pidió la vida para Barrabás y la muerte para Jesús.
A lo largo de todas estas entregas, se da un hecho que considero verdaderamente desgarrador y que me parece mucho más hiriente que la traición y entrega de Judas. Me refiero a la pregunta que hace Pilato a Jesús cuando el pueblo lo entrega en sus manos: “Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” (Jn 18,35b).
¿Qué has hecho? Jamás hombre alguno oyó palabras tan despiadadas: ¿Qué has hecho? Jesús podría haberle dicho que había impedido el apedreamiento de una adúltera porque el mal no se resuelve con otro mal, así como ninguna violencia con otra; o que había curado a los leprosos para que pudiesen ver la Gloria de Dios en su Templo, cuya entrada les estaba prohibida; o que había liberado de la codicia y avaricia a unos esclavos de las riquezas, como eran Mateo, Zaqueo, etcétera. No le dijo nada de esto a Pilato. Bien sabía Jesús que al entregarse voluntariamente (Jn 10,18) en sus manos, había vencido ya a la Mentira con su Príncipe, y a la muerte; en definitiva, al mal del mundo. Recordemos lo que dijo a sus discípulos a lo largo de la última cena para que no perdieran la confianza en Él ante los acontecimientos que se avecinaban: “Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
P. Antonio Pavía