En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: – «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.»
María dijo: – «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mi: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo habla prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa (San Lucas 1, 39-56).
COMENTARIO
¿Cómo será esto, pues no conozco varón?, fue la pregunta de María, antes de su “Fiat”.
El ángel Gabriel le concreta: el Espíritu Santo te cubrirá con su sombra.
Y para decirle que no es ni un sueño ni una alucinación, le anuncia el embarazo de su prima Isabel que, como Sara, ha quedado encinta fuera de los parámetros biológicos: una mujer estéril ya mayor.
Los paralelismos entre Sara e Isabel, y sus respectivos maridos, Abraham y Zacarías, quedan claros. En ambos casos Dios interviene en la Historia para hacerse un pueblo bien dispuesto. Los hijos de Abraham, el pueblo de Israel, tienen una marca que señala la elección de Dios: “circuncidarás a tus hijos varones al octavo día”.
De nuevo Dios se prepara un nuevo pueblo, un pueblo bien dispuesto para su Mesías, al que Abraham vio de lejos, a través de la predicación del Bautista, que anuncia la conversión, la circuncisión de los corazones.
Y el protagonismo de este drama, de esta tensión que es la salvación de la humanidad, está en dos mujeres, ambas se reconocen como siervas, como instrumentos necesarios para un acontecimiento más importante que el Big Bang y más importante que la creación del mundo: la irrupción de Dios mismo, hecho hombre, en la historia.
Una, Isabel, y su criatura desde el vientre, reconocen a Dios hecho hombre en el vientre de María, como Abraham reconoció a Dios cuando le anunció a través de tres ángeles, en el encinar de Mambré, su próxima paternidad.
La otra, María, corrobora con sus propios ojos lo que anunció otro ángel, y nace el canto de alabanza que sigue proclamando la Iglesia todos los días: Proclama mi alma la grandeza del Señor…
En Ein Karem, asistimos a ese encuentro entre estas dos madres, la madre que culmina la Alianza que ha hecho Dios con Israel y la madre que nos entrega la Alianza que ha hecho Dios con la Humanidad, y siguiéndolas en su alabanza, también podemos proclamar lo que ellas han proclamado: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo es que la madre del Señor viene a mí?” La única respuesta es: “¡Proclama mi alma la grandeza del Señor!”