«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “Un discípulo no es más que su maestro ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro y al esclavo como su amo. Si al dueño de la casa lo han llamado Belzebú, ¡cuánto más a los criados! No les tengáis miedo, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído, pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo”». (Mt 10, 24-33)
Humildad sin miedo nos pides, Jesús crucificado, en tu camino de vuelta hacia el Padre. Marcando para nosotros cada paso, con tu signo de pan consagrado, que a ti nos asemeja, en tu valentía de amo, maestro, y señor de gozos y dolores. No más que tú, pero tampoco menos, seremos junto a ti. Lo enseñas de palabra, con hechos, y más aún con la fuerza cercana en la que nos conformas, cuando sigues hablando a cada uno al oído de la fe, aunque esté oscuro. ¡Bien sabes que en lo oscuro, a veces lo íntimo se escucha mejor! Lo que pides lo hiciste tú primero, inaugurando la epidemia de amor que acabará con el mundo, muerto ya, del egoísmo insano. Trajiste del cielo y sembraste en la tierra la paz contradictoria de tu cruz, el árbol del nuevo paraíso, que da fruto de amor y no de odio.
Te entregaste entero, sin otra condición que ser aceptado así, como te entregas, entero, hasta la muerte. Así nos conviertes en hombres capaces de superar el miedo, vestidos con la armadura que hace invencibles tus ejércitos: el amor que nace de la fe, en lo escondido, y se proclama al aire libre de la vida eterna.
No nos pides ser hombres sin dolor ni sufrimiento, sin ataques del mundo ni muerte, sino hombres como niños en brazos de su padre, que superan así todos los miedos. Como Ismael cargando con la leña del propio sacrificio, o tú mismo, Maestro de todos los caminos, cargando con el odio del mundo, en forma de cruz siempre, sobre el hombro llagado del amor.
No es una noticia de hace dos mil años, superada ya. Hoy también el odio del mundo se expresa y desahoga clavando en una cruz hasta morir, al que piensa enemigo, por el hecho simple de creer en ti, el hombre que ya vive más allá —y más acá— de la muerte.
Son noticias de hoy, publicadas en la misma web de Buenanueva:
—«Crucifixiones y abortos de cristianos en Siria
— Una monja alerta de la atroz persecución religiosa en el país mediterráneo sumido en una guerra y azotado por el terrorismo.
— Se calcula que dos tercios de los cristianos han abandonado Siria desde que empezó la guerra; los sucesos demuestran que están en peligro y se sienten abandonados.
—La persecución que padecen los cristianos es atroz: “Algunos sufren el martirio de una forma extremadamente inhumana, con una terrible violencia que no tiene nombre”
— El Papa Francisco, hace unos días reconocía que había sido incapaz de contener las lágrimas al saber de estos crímenes. “Yo lloré cuando vi en los medios de comunicación la noticia de cristianos crucificados en cierto país no cristiano”, explicó el Pontífice, que recordó que “existen países en los que, solo por llevar el Evangelio vas a la cárcel”.
—«También hoy —subrayó el Papa— hay gente así, que en nombre de Dios, mata, persigue. Y también hoy vemos a tantos que, “como los apóstoles”, se sienten “dichosos por haber sido juzgados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús. Este es el tercer icono de hoy. La alegría del testimonio”.
Es bonito llorar por los que sufren, orar por los que lloran, levantar las manos al cielo, y sin miedo, pedirle al Señor que actúe, porque Él conoce de sobra el percal de la sangre. ¿Pero es suficiente? ¿No podemos hacer nada más? ¿No querrá actuar en el mundo por nosotros, a través de nosotros, el Dios de nuestra fe?
Hoy si cortan un árbol, si construyen en una playa virgen o si matan ballenas en el Ártico hay movimientos solidarios que montan un cisco de protestas, de lucha, de razones razonables, a veces… Pero además de rezar, ¿qué hacemos nosotros por los hermanos que están muriendo solo por la fe? Hay hombres, mujeres y niños, aún hoy, que solo por creer lo que a nosotros nos parece la Vida —que Jesús está vivo, cercano y abierto al encuentro— tienen la sentencia de muerte ya dictada. Incluso a más inri, si doscientas niñas, solo por ser cristianas, son secuestradas, violadas, obligadas a servir de esclavas o de rescate a otros barrabases organizadores del terror, incluyendo —como triunfo supremo de su operación— un libelo de renuncia a nuestra fe cristiana, y de supuesta conversión a otra, ¿Qué hacemos nosotros? Rezar por supuesto. Pero a veces se me antoja muy poco. La paz tiene su precio, ciertamente, pero a la sola luz de la razón, ¡qué grande e injusto es algunas veces!
Los elegidos siguen completando el número de mártires, antes de que acabe este mundo, y ni uno cae el suelo sin que lo disponga nuestro Padre. ¡Quién pudiera!
Manuel Requena