«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día”. Y, dirigiéndose a todos, dijo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se perjudica a sí mismo?”». (Lc 9,22-25)
Estamos comenzando el itinerario cuaresmal que nos prepara para el gran acontecimiento de la Pascua. A lo largo de este camino, la Iglesia presenta las actitudes básicas que deben acompañar al discípulo de Cristo hasta la configuración total con su Maestro en el combate y la victoria de la cruz. Lucas en su evangelio hace lo propio, y poco antes de mostrarnos a Jesús subiendo decididamente hacia Jerusalén para dar término a su misión, expone con toda claridad las condiciones del seguimiento de Cristo.
Jesús acaba de anunciar, por primera vez, que el éxito de su misión pasa por el sufrimiento y la cruz. No engaña ni oculta el destino que espera a cuantos quieran seguirle, pues al igual que Él ha cargado con su cruz, el discípulo, que no es distinto del maestro, ha de estar dispuesto a hacer lo propio, y declara, a continuación, la razón de todo ello: “pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará”. Es una de las paradojas del Evangelio, aparentemente absurda a la inteligencia humana pero que revela la dimensión más íntima del ser humano, pues el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, participa en lo más profundo de su ser de la dimensión divina. Creado por el Amor, sostenido por el Amor, es amando como llega a su verdadero ser.
Cuando uno busca “salvar” su vida, pretendiendo que todo suceda según sus deseos y no está dispuesto a “perder” ninguno de sus “bienes”: llámense su razón, sus aspiraciones, sus proyectos, sus derechos, etc., vive constantemente molesto, amargado, irritado…, porque no es posible que todo el mundo se someta a su voluntad y siempre encuentra motivos de queja y de frustración. No así aquel que se muestra dispuesto a ceder sus “derechos” por un bien superior, como es la aceptación del otro como es; que no pretende imponerse a toda costa a los demás sino que respeta la libertad ajena y mira con misericordia y comprensión los defectos ajenos, porque también él se reconoce pecador, y perdona las deudas de los demás porque también se sabe deudor que ha sido perdonado; y, puede amar porque conoce que es amado por encima de toda consideración. Quien obra de este modo tiene paz en su corazón y no se inquieta por las adversidades y los fracasos.
Pero el texto añade algo más, habla del que esté dispuesto a perder la vida “por mi causa”; es decir, por causa de Cristo y de su Evangelio. Dichosos aquellos que no temen la contradicción, ni la persecución, ni la pérdida de la estima de la sociedad, el vacío o el ostracismo al que puedan ser sometidos por causa del Evangelio, porque la vida se gana cuando se pierde. Es una ley escrita en todo el universo: toda criatura está al servicio de otras, desgastándose y muriendo para que otras vivan: el sol da vida a la tierra consumiendo su combustible; la tierra alimenta con sus minerales a las plantas, las cuales sirven de alimento a ciertos animales, los cuales, hacen lo propio con otros. La vida nos ha sido dada por Dios, Amor que se dona a su criatura, y se nos ha dado la vida para darla. Según decía S. Alonso Rodríguez: “en el juego de la Creación hay una regla impuesta por el Creador que reza así: “quien pierde gana”.
Ramón Domínguez Balaguer